El otro
Más que probablemente hay más de un poeta que padece mi nombre. El primero de todos se nos asemeja, y fue santo; otro, además, compartió con Martín Fierro las aventuras que José Hernández le hizo correr por Argentina. Estos días salió en la prensa un anuncio en el que otro homónimo nuestro, titulado como poeta, apoyaba la candidatura europea de Santiago Carrillo. Como quiera que la coincidencia es máxima, ya que alguna vez cometí el error de escribir poesía, debo decir, con la voz prestada de Borges, que en cualquier caso yo soy el otro y no el que firma ese respetable manifiesto.Con los nombres ocurre lo que pasa con el espejo: cuando uno se ve el rostro reflejado tiende a pensar que el otro, el que está en el cristal, es el mismo que viste su ropa, y eso es engañoso. Es muy probable que quien se esté mirando en ese instante sea el titular de una de las mil entidades que ocupan nuestro cuerpo. Ni se pasa dos veces por la misma acera ni se viste uno jamás con la misma ropa. La edad, las palabras y hasta el tono de la voz con que cruzamos las calles varía a medida que superamos los segundos que nos acompañan. Así que uno es siempre el otro, constantemente. ¿Qué derecho tengo yo a reclamarme ajeno a ese poeta que dicen que apoya la aspiración europea de un viejo político español? Probablemente no tengo derecho alguno, porque a nadie le puedo reclamar que no se llame como yo me hago llamar. Debía haber, en todo caso, una mafia internacional de los homónimos que impidiese que quienes tienen nuestros propios nombres hagan aquello que nosotros no hubiéramos hecho jamás.
La fascinante historia de Stiller, el personaje que huyó de sí mismo como alma que lleva el diablo, es una epopeya en comparación con mi anécdota, como resulta bien claro. La fortuna del personaje de Frisch, sin embargo, residía en que pasó a llamarse de otro modo, mientras que el homónimo que han colgado entre los firmantes del dichoso manifiesto tiene mi nombre y yo no le puedo quitar su mano ajena del hombro del candidato.
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