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Hollywood

Hollywood ya tiene un siglo. Hace exactamente 100 años que un tal Harvey Wilcox fundó ese barrio, y no andan los norteamericanos sobrados de fechas redondas como para desaprovechar la ocasión. Ya pueden imaginarse cómo fue la tarta de cumpleaños de la meca del show-business. El caso es que salí de la gran fiesta del centenario con el mismo sabor de boca que de un funeral de primera. Todo fue lujoso hasta el delirio, gigantesco, deslumbrante, excesivo, la última vuelta a la tuerca del mayor espectáculo del mundo. Sin embargo, lo único que recuerdo de los grandiosos fastos del pasado lunes es un penetrante tufillo a flor de cementerio, el intenso rumor necrólatra del recuerdo, los solemnes responsos nostálgicos que retumbaban en la fastuosa capilla mortuoria. Querían festejar por todo lo alto el primer centenario del cine, pero les salió un brillante auto sacramental. Aquello no era celuloide, era mármol.El cine no muere por ausencia de espectadores, sino por exceso de nostalgia. Cada uno de estos saraos que la industria cinematográfica organiza para exhibir su vitalidad, desde la ceremonia del Oscar hasta el caos de nuestros Goya, acaba convirtiéndose en un ritual funerario. Incluso en rito bastante monótono, que sabemos de memoria. También en esta fiesta del aniversario de Hollywood oficiaron los kirieleison de siempre: el piano de Casablanca, la bofetada de Rita, el chapoteo de Gene Kelly, la piscina de Ester Williams, el beso de Grace Kelly a Cary Grant, el camarote de los Marx, la diligencia de Ford o los andares de Gary Cooper. Los cinéfilos ya no adoran a los dioses vivos; practican el culto a las estrellas muertas. Acaso tanto funeral no sea más que el tributo que paga la denostada sábana blanca para equipararse a la prestigiosa página blanca. Dice Kundera que novelar es recordar, y con el cine ya sucede lo mismo: filmar es recordar. Porque, en cuanto a la edad, allá se andan las dos artes narrativas. No olvidemos que la novela moderna apenas es un siglo más vieja que Hollywood.

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