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Tribuna:LAS PARADOJAS DE LA DEMOCRACIA
Tribuna
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Finalismo moral o 'reglas de juego'

El finalismo político de la democracia ha pasado a ser más un arte de mediar entre intereses particulares y contradictorios que instrumento para lograr una síntesis superadora de todos ellos. Según el autor, la complejidad de las sociedades contemporáneas ha convertido a la democracia en un método ajeno a un fin moral.La moderna afirmación de los principios de la democracia supuso inicialmente una moralización finalista de esta forma de gobierno. La democracia se identificaba con el descubrimiento de un interés general llamado a conseguir una sincera unidad de voluntades; el debate era sólo un instrumento para el esclarecimiento de la verdad; la soberanía infalible del pueblo era considerada al mismo tiempo como soberanía de la razón. Por eso todos los herederos, confesos o ignorados, del jacobinismo han podido concebir la libertad como la obediencia de cada uno a la armonía homogénea de todo un cuerpo social, y la república, como "el reino de la virtud".

Pero la creciente complejidad de las sociedades contemporáneas ha traído consigo una desmoralización del finalismo político. Vistas las dificultades para establecer un interés general por encima de los intereses particulares y contradictorios de la sociedad, la virtud política vuelve a ser concebida, como en el viejo realismo político, como el arte de mediar, más que de lograr una síntesis superadora.

Como ha reiterado Norberto Bobbio en"estos últimos años, la democracia no es ya entendida más que como un método de toma de decisiones políticas; un método que no se justifica por el buen fin que alcanza, sino que hace bueno el resultado, y, como bueno, lo hace aceptar a quienes lo habrían considerado malo de haber sido obtenido por otros medios. Se trata, pues, de unas reglas de juego ajenas a un fin moral.La primera de estas reglas es que no hay autogobierno del pueblo -como aún se lee a menudo, incluso en estas mismas páginas-, sino gobierno de una minoría designada por elección. De hecho, ya el propio Rousseau había reconocido que "tomando el término en su acepción rigurosa, no ha existido nunca verdadera democracia ni existirá jamás; es contrario al orden natural que la mayoría gobierne y que la minoría sea gobernada". La democracia imaginada por los juristas siguiendo a algunos filósofos iluminados del siglo XVIII sólo puede sobrevivir, por tanto, como una concepción superreal.

Si todo Gobierno es oligárquico, la democracia puede entenderse más bien como un marco de competencia entre elites y líderes para conseguir los votos del electorado. De acuerdo con la metáfora económica que inauguró Schumpeter, los partidos actúan como empresarios en la presentación de principios y programas cual mercancías en venta y en el manejo de los votos, mientras los electores consumen a su gusto dentro de la limitada oferta política existente. Según la confiada politología norteamericana de los años cincuenta, ese elitismo pluralista iba a volcarse constantemente hacia el compromiso entre diferentes centros de poder que se neutralizarían mutuamente, sin que ninguno de ellos llegara a imponerse nunca de un modo soberano. Pero el propio Robert A. Dahl, destacado autor de tal modelo de equilibrio, ha reconocido, en una autorrevisión tardía, que el pluralismo organizado en un sistema estable acaba generando vetos mutuos que impiden medidas de reducción de las desigualdades y, en general, todo cambio estructural de lo establecido. La apatía del electorado, que había sido contemplada en tiempos más autosatisfechos como un índice de relativa satisfacción de los intereses del ciudadano por parte del Estado, aparece en estudios empíricos más recientes preferentemente circunscrita a los sectores sociales menos favorecidos y de renta más baja. Como en la teoría económica, la soberanía del consumidor es sustituida por el predominio de oligopolios en un mercado político de competencia muy imperfecta.No sólo parece, pues, aconsejable despertar definitivamente del sueño unitario rousseauniano, sino que también la idealización del pluralismo es desmentida hoy por la realidad. Los actores colectivos no están en el mismo plano: las grandes organizaciones de intereses obtienen un peso relativo en la elaboración de políticas que contradice la igualdad de influencia a que aspiraba el sufragio universal, mientras las grandes mayorías están poco organizadas y sólo cuentan con el aleatorio poder de su organización colectiva. Se trata, así, de un pluralismo estructuralmente asimétrico, con presiones fragmentadas, canalizadas la mayor parte de las veces al margen del pequeño mercado electoral.

Despotismo

Por una parte, se hacen ahora verdaderamente comprensibles algunas lejanas advertencias de Tocqueville, que asoció por primera vez el individualismo y la atomización social con la pasividad apropiada a un despotismo paternalista y tutelar. Por otra, la proliferación de acciones colectivas que rompen esa apatía suele revertir en una acentuación de los desequilibrios, dadas las mejores condiciones para aprovecharse de ellas en que se hallan los grupos ya relativamente privilegiados. También los aparatos estatales, incluidos los partidos, poseen objetivos propios y actúan en beneficio de sus miembros. En estas condiciones, el acuerdo por ejercicio de la razón dialógica parece situarse en un quimérico más allá.

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Los equilibrios sobre la base de las desigualdades existentes en la sociedad ponen, pues, en cuestión lo óptimo de los fines obtenidos. Pero también como meras reglas de un juego que requiere participación igualitaria, la democracia halla sus recios límites en las relaciones no democráticas de una sociedad oligopólica, desigual, compuesta por receptores pacientes de las decisiones de las elites.

Incluso un optimista histórico como C. B. Macpherson ha concluido en un círculo vicioso. "No podemos lograr más participación democrática sin un cambio previo de la desigualdad social y la conciencia, pero no podemos lograr los cambios de la desigualdad social y la conciencia si antes no aumenta la participación democrática", ha escrito. Dada la paradoja, no resulta fácil compartir una visión de la democracia como la realización de un proyecto moral.

José María Colomer es profesor de Ciencia Política de la universidad Autónoma de Barcelona y autor de Cataluña como cuestión de Estado.

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