¿Y qué?
La revelación hecha al Parlamento por Margaret Thatcher de que el más famoso jefe del espionaje británico, sir Michael Oldfield, fue un homosexual practicante, ha consternado a los políticos del Reino Unido y proporcionado a la vez a los periódicos -sin excepción- la oportunidad de manifestar ese sexismo irremediable que al parecer llevamos dentro. Ha habido titulares para todos los gustos, y, en general, vergonzosos.Cuando lo que debería avergonzamos, me parece a mí, es que alguien que ocupa un cargo de responsabilidad, política o no, deba verse obligado a sostener lo /que los especialistas en moralina califican de "escabrosa vida" o "sórdidas relaciones". Cuánto más fácil no sería que se permitiera practicar libremente a cada cual el sexo a su manera, desactivando así las posibilidades de chantaje que sugiere una satisfacción clandestina.
Si yo fuera presidente de Gobierno o algo así procuraría que en las ofertas de empleo emanadas de mi gabinete constara una cláusula que dijera más o menos: "Se necesita tal o cual para tal cosa o tal otra. Se admiten homosexuales, incluso locazas, y podrán asistir con su pareja, fija o del momento, a las recepciones oficiales". Creo que con una medida de este tipo se acabaría de una vez por todas con tanta pamema pública, y con tanta angustia como debe de sentir un buen profesional de lo que sea obligado a mantener externamente lo que esta sociedad hipócrita considera un "comportamiento impecable".
De este modo, cuando estallara un escándalo, podríamos leer titulares como éste: "El ministro de Cultura era fan de José Luis Perales", "Antiguo secretario del Foreign Office pegaba los chicles usados bajo los asientos del Concorde" o "Encargado del Bienestar Social obliga a su asistente a comer mondas de patatas". En fin, desmanes realmente serios.
Lo que me sorprende es que cause semejante revuelo que un espía sea homosexual, cuando lo escandaloso es que alguien, gay o no, elija la denigrante profesión de espía.
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