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Nuestros muertos y los suyos

Félix de Azúa

A lo largo de 40 años nos habituamos a considerar el asesinato político como un mérito del muerto. Sabíamos que el crimen ejecutado por los escuadrones especiales dignificaba a la víctima. Podíamos incluso prescindir de un juicio sobre la ética del muerto. ¿Era Julián Grimau un político honesto, lo era el estudiante Ruano, los abogados de Atocha, Yolanda ... ? En cualquier caso, su asesinato significaba la absolución inmediata y desplazaba al muerto hasta un lugar en el que cualquier discusión política era irrelevante. El asesinato garantizaba su inocencia y se volvía contra los asesinos, quienes, en efecto, admitían su condición abyecta, aun cuando fuera con acompañamiento de baladronadas. Los sicarios daban significado a la vida de sus víctimas.Incluso cuando el muerto era en verdad culpable a los ojos del sicario, ello lo hacía doblemente inocente a nuestros ojos, pues a partir de aquel momento su causa era la nuestra. Dada la arbitrariedad del tirano, sólo el azar decidía que el muerto fuese comunista, abogado, enlace sindical o estudiante. De modo que a cada nuevo muerto se añadía a nuestra conciencia una causa nueva y éramos acumulativamente comunistas, abogados, sindicalistas y estudiantes. Por esta razón es muy cierto que cada asesinato añadía un clavo a la tumba del tirano, cuya tapa se cerró con un rosario de fusilamientos desesperados.

Pero en 40 años de dictadura jamás, que yo sepa, se organizó una manifestación de fraternidad con los verdugos. Hubo siniestras y muy populosas exhibiciones de adhesión al régimen; pero, que yo recuerde, a nadie se le ocurrió montar un espectáculo de apoyo a los ejecutores. Nadie se manifestó al grito de "¡X, mátalos!". Una remota conciencia aconsejaba a los gobernantes el uso de los escuadrones, pero les prohibía vitorearlos. Y en las ordalías de la plaza de Oriente, ningún grito burlesco introdujo el desprecio por los asesinados. Es milagroso que así fuera, pero creo que fue así. El régimen se avergonzaba de sus hombres de mano. La obtusa faz del matarife no salió de la cloaca.

Y sin embargo, ahora las cosas han cambiado. Comenzaron a cambiar cuando Carrero saltó por los aires. Allí se cegaba una salida del régimen que a todos tenía atemorizados. Era una posibilidad que atenazaba de horror incluso a muchos de los codiciosos colaboradores incrustrados en el aparato de la dictadura. Una sucesión del régimen, en la persona del almirante, era prolongar la pesadilla incluso más allá de lo que podían soportar sus propios parásitos. Por esta razón, aquel brusco cambio en las reglas del asesinato fue asumido y digerido. De otra parte, la brutal respuesta no se hizo esperar, y el espíritu vindicativo del dictador soldó cualquier resquicio de duda que hubiera podido introducirse en algunas conciencias.

Diez años más tarde, la figura se ha invertido. O quizá sería mejor decir que se ha pervertido. No es mucho ya lo que separa unos crímenes de otros, ya que ambos poseen el adecuado respaldo teórico y su retórica homicida. Tampoco el criterio de la cantidad, pues si ETA puede argumentar que cuenta con 200.000 simpatizantes, no son menos los que podrían exhibir, incluso ahora, sus antiguos matarifes. Tampoco, desde luego, el criterio político de la independencia y la soberanía nacionales, que comparten. Ni la estructura militarizada que obliga a responder, de modo automático, a una agresión. Ni una presunta ocupación colonial o imperial, desmentida por la población misma que se procura liberar. ¿Cuál es, pues, la diferencia?

La sorprendente diferencia se encuentra en la aceptación, por parte de los simpatizantes, de la inocencia de sus víctimas. Los simpatizantes no ignoran que sus víctimas son, ahora, indiferentes. No ya porque la organización cometa errores (ha habido de todo, niños sin testículos, obreros triturados o modestas empleadas cojas, ¿qué más da?), sino porque ha decidido que su víctima potencial sea, simplemente, cualquiera; es decir, todos. Basta estar vivo para ser un objetivo de ETA. El uso del coche bomba es algo más que un escudo técnico; es la manifestación explícita de que ahora todos estamos condenados a muerte, incluidos los simpatizantes y los militantes de ETA.

Que una organización tome semejante decisión es cosa que sólo atañe a sus integrantes. Ellos, al parecer, poseen tan sobrada voluntad de dominación como para cargar sobre sus espaldas a la totalidad de una población condenada a muerte. Lo que estos tecnócratas de la destrucción harían si se alzaran con el botín deja pensativo. La sustancia política de esa Euskadi conquistada gracias al éxito del terror (no sólo fuera de Euskadi, sino, sobre todo, en su interior) obligaría a sus dirigentes a un culto de la muerte perfectamente asfixiante. Pero, al Fin y al cabo, insisto, eso sólo afecta al proyecto político de los dirigentes de ETA.

Lo extraordinario es la masa de simpatizantes que asume y comparte el asesinato de inocentes. Lo incomprensible es ese conjunto de hombres y mujeres que gritan: ¡ETA, mátalos!", y ahora, con burlesca enajenación: "¡ETA, mátalos a todos!". Alguno de los que grita tiene muertos en la familia, asesinados por los esbirros fascistas. La venganza es, al menos, una pasión humana y, aunque perversa, comprensible. Los hombres sufren sed de venganza y eso, al menos, los mantiene cerca de lo humano. Pero ¿y los otros? ¿Y quienes ni siquiera poseen ese rincón de humanidad que es la venganza? ¿De qué víscera brota la pasión que permite gritar "¡mátalos!", y luego: "a todos", incluidos los que gritan, claro está?

Porque si entre los 200.000 hay ya 100.000 que exigen la muerte de los inocentes, aun a costa de la suya propia, porque tienen necesidad de esos muertos; si la única actividad que les permite continuar creyéndose humanos es la matanza técnica de "cualquiera" y de "todos", entonces ETA no necesita ya matar a nadie más: ha exterminado su propia base y ha producido un ejército de cadáveres.

Los muertos inocentes, destruidos por azar, carecen de toda representación. Ni siquiera les asiste el consuelo de que podamos asumir sus creencias, convicciones o actividades. ¿Qué se puede hacer con unos muertos aún más irracionalmente asesinados -si es que cabe jerarquizar la demencia- que los del fascismo? Su propia insignificancia les hace doblemente muertos, y para siempre. Los gritos del simpatizante de ETA han tomado un aire macabro. "Nuestros muertos", dice el simpatizante de ETA, "son la oligarquía de la muerte, y les honramos; los demás son carne de cañón, y les despreciamos. Cuando todos, por fin, estemos muertos, se verá la diferencia".

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Sobre la firma

Félix de Azúa
Nació en Barcelona en 1944. Doctor en Filosofía y catedrático de Estética, es colaborador habitual del diario El País. Escritor experto en todos los géneros, su obra se caracteriza por un notable sentido del humor y una profunda capacidad de análisis. En junio de 2015, fue elegido miembro de la Real Academia Española para ocupar el sillón "H".

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