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De la utopía a la necesidad

La construcción comunitaria ha demostrado a lo largo de estas décadas el ímpetu vital con el que fue dotada al iniciarse su larga travesía. Nadie sabía con certeza en 1957 si el Tratado de Roma era una simple elucubración de diplomáticos o un proyecto de futuro. Incluso Jean Monnet desde su lúcida ancianidad pensó que el proceso unificador político vendría como una forzada consecuencia de la puesta en común de ciertos sectores productivos de las economías nacionales protegidos por una barrera aduanera.En realidad, fue el rechazo de la Comunidad Europea de Defensa por la Asamblea Francesa lo que e n 1954 trastocó el programa originario. Aquel retroceso motivó la inserción militar de la Europa occidental en la Alianza Atlántica y por ende la vinculación obligada a los planteamientos estratégicos de Estados Unidos. Las comunidades de la CECA y de la misma CEE fueron los parciales sucedáneos de una integración europea política que no pudo llevarse a cabo.

El año 1957 fue, asimismo, el año en que el general De Gaulle volvió al poder en Francia de manera impensada. Dotó al país de la Constitución de la V República. Y liquidó la terrible guerra de Argelia abriendo el camino a la independencia de la gran República islámica mediterránea. Pero no acabó de aceptar, en su fuero interno, el horizonte de unificación que la CEE llevaba consigo. Pienso que De Gaulle fue un gran obstáculo para la progresiva integración comunitaria. Soñaba con un papel primordial para su nacionalismo en Europa, y recelaba de los eurócratas bruselenses a los que aludía con despego irónico. Ponía bastones de todos los tamaños en los recién estrenados rodajes comunitarios y dio el violento portazo que sacudió los cimientos del europeísmo cerrando el paso al Reino Unido en 1963, seis años después del Tratado de Roma. Hubo de esperarse a que llegara Georges Pompidou a la presidencia de la República para que aquel absurdo veto desapareciera. Y la construcción europea recibió con ello una aceleración importante.

Pero la marcha hacia adelante que se había desarrollado en un clima de prosperidad, creecimiento, pleno empleo y reducida inflación conoció al poco tiempo la gran crisis suscitada por la brusca subida de los precios del petróleo crudo que sacudió los fundamentos de la economía occidental. Desde entonces, la Comunidad conoció malos tiempos, brotes de proteccionismo e insolidaridad, malabarismos parciales contrarios a la vigencia dei Tratado de Roma y un cúmulo de tensiones internas que hicieron aparecer a los agoreros del europeismo con su repetitiva consigna de que todo estaba perdido para el futuro de Europa.

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La misma crisis interna de la Comunidad de uno de los estímulos que han fortalecido el esfuerzo de la tesis unificadora, manifestada de modo relevante en los últimos seis años. Alemania Occidental y la República Italiana han sido los principales animadores del proceso constructivo reciente. La Francia de Giscard y la de Mitterrand también han jugado un papel importante en esa dirección. El Benelux siempre fue un puntal sólido del avance integrador. El Reino Unido, a pesar de sus antiguas y sólidas reticencias, tampoco pudo oponerse sistemáticamente al proyecto. Así se ha llegado a las cumbres últimas y al Acta Única Europea, que resume un conjunto de puntos decisivos para esta etapa histórica en el largo camino hacia la restauración.

La renovación del papel del Parlamento Europeo, con su más amplio espectro de facultades institucionales y la incorporación de España y Portugal a la Comunidad, es otra de las tantas razones para esperar un ritmo de continuado progreso en dirección a la meta final.

La reciente convocatoria, propiciada por el presidente de la Comisión Europea, Jacques Delors, de una nueva cumbre de los doce países; miembros con objeto de estudiar la adopción de un criterio común en el decisivo asunto del desarme nuclear iniciado por Gorbachov y aceptado, en principio, por Estados Unidos, refleja asimismo que el sentido de cooperación y solidaridad se abre camino de forma irreversible en la perspectiva comunitaria. ¿Y qué terreno puede ser más sustancialmente propicio para mostrar esa solidaridad exterior que la de establecer una voz unánime que permita a la Europa de los doce hablar de su defensa colectiva en términos realistas y de autonomía propia?

Habrá unificación política relativamente próxima? ¿Será confederal y gradual la versión integradora de la Comunidad Europea? ¿Necesitará cinco años, 10 años, 15 años en llegar a puerto? No lo sé. Pero creo que el hecho de cambiar sustancialmente el mapa de la Europa política, que es lo que se halla en juego, no es un empeño que se despacha pronto, como pueden serlo unas elecciones generales. Hace falta tiempo para terminar esa tarea que empezó en 1957 en Roma, ciudad en la que tantas cosas europeas tuvieron su principio. Lo que en ese año muchos consideraban fruto de soñadores intelectuales o de los grandes políticos como Adenauer, De Gasperi, Schumann, a los que se llamaba "hombres profetas", se ha convertido hoy en una necesidad apremiante. No sólo por las mencionadas razones defensivas militares, cuanto para no quedar excluidos de la arrolladora carrera del moderno progreso técnico-científico, encabezado por Estados Unidos y el Japón, que está modificando esencialmente las coordenadas de la vida en el mundo desarrollado del mañana.

Sólo en la vigencia de esos principios de solidaridad y cooperación y en la creación de un ámbito común industrial e investigador puede hallarse un asidero para no quedar rezagado nuestro continente -digo bien continente- porque la Europa entera lo es por encima de las líneas demarcadoras originadas en la segunda posguerra mundial. La Europa comunitaria es hoy una realidad en marcha con muchos y graves problemas, pero también con un caudal de verosímiles esperanzas. Además de ser el primer colectivo comercial del mundo, Europa es también un semillero permanente de inteligencia, inventiva, cultura, creatividad y manantial de novedades en el hontanar del espíritu. Muchas fuerzas políticas y sociales empujan decisivamente en favor de la integración por encima de las divisiones partidistas y de las rivalidades ideológicas. El fundente comunitario actúa de forma permanente sobre los hábitos de la población. Lo que hace unos años parecía lejano y utópico se acepta hoy por una gran mayoría como un nuevo talante colectivo. Ser europeo es cada dila más una identidad que acompaña a esos ciudadanos que desbordan ya los 320 millones y que incluye también por extensión a los restantes pueblos que se agrupan en el Consejo de Europa.

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