Hechos y dichos de la 'clase discutidora'
El reciente debate sobre el estado de la nación ha puesto en evidencia el arraigo y general vencimiento de que la política puede arreglar todo problema que se mueva en la sociedad. La lista de males con que cada orador nos amenazaba estaba presidida por el noble principio de que no hay problema que se resista a una correcta decisión política. La misma indiscutible certeza habitaba a los comentaristas políticos que, al día siguiente, barrenaban sobre la incorrección de esta o aquella medida, completando de paso la lista de infortunios.¿Y si la política no tuviera que arreglar todos los problemas, sino algunos, pero, eso sí, explicando los más? Sabido es que el logos (palabra, razón) no merece, de hecho, mucho aprecio. Demasiadas palabras incumplidas por los que mandan; demasiada ligereza en promesas entre los meritorios. Pero, sobre todo, la sospecha de que se han agotado los significados primeros, los más evidentes. Sospecha de que toda información nos llega manipulada, y toda crítica, mediatizada. Ha llegado hasta el consumidor algo que se sabían muy bien los entendidos: hasta las estadísticas son un artefacto. El que no sepa leer entre líneas, es un perfecto analfabeto. A este recelo ambiental contra la palabra cabe dar un fundamento más solemne. Vivimos una sociedad tan compleja que las decisiones políticas necesitan esotéricos análisis técnicos.
Politólogos de todo color explican que esto es así de complicado por exigencia del guión. En efecto, las obligaciones ociales que incumben al Estado de bienestar le convierten en encrucijada de cuanto ande por la sociedad. Claus Offe habla de la mutua contaminación entre Estado y sociedad. El resultado es que la sociedad se debilita en sus contenidos políticos, y el Estado, actor obligado en cualquier conflicto social, se guarda muy mucho de que éstos inficcionen la salud del sistema, de ahí que presente su actuación como exigida por condiconamientos técnicos insuperables.
La decisión política saca su racionalidad de arcanos reservados a pocos y no ya de la opinión pública. Pese a estos negros augurios, no parece que todo esté perdido. Hay acuerdo en señalar que del reciente debate sobre el estado de la nación, lo mejor ha sido el hecho mismo del debate, hablar, dar razones y escucharlas, aunque no se agoten los razonamientos. Esta modesta actividad de la palabra carece de virtudes taumatúrgicas. Los problemas siguen. Pero la paciente labor de hacer consciente lo inconsciente explicando, por ejemplo, por qué era casi imposible salirnos de la OTAN o es ahora lograr el pleno empleo, es lo que convierte a individuos aislados en ciudadanos conscientes. El enorme atractivo político que tiene el modelo del psicoanálisis reside en el hecho probado de que hay conocimientos que son liberación, aunque subsistan los problemas.
No hay por qué entender este recurso al discurso como rebaja del arte de la política. Lo que caracteriza a la explicación política. Lo que caracteriza a la explicación política es la ubicación coherente de un problema en el seno de un proyecto global. Tomemos por ejemplo la supresión de las tasas académicas, reivindicada en algún momento por las recientes protestas estudiantiles. Desde un proyecto educativo solidario, la supresión de las tasas es una decisión discriminatoria porque, dada la composición actual de la Universidad, beneficia sobre todo a estudiantes de la clase rnedia alta. Desde un proyecto liberal-conservador sería, sin embargo, coherente. Eso se explica, y que juzgue el ciudadano.
Colocar cada problema en el entramado del proyecto político específico, dar razones de por qué hay problemas hoy irresolubles, legitimar la prioridades, diseñar un gradual cambio de condicionamientos que permita mañana solucionar lo que hoy es imposible, todo esto es lo contrario del larvado decisionismo imperante. Decisionismo que se asienta, sea sobre la ilusión del poder milagrero de la acción política, sea sobre el secretismo de razones determinantes que escapan al común de los mortales.
No se oculta que el peligro de este recurso al discurso, como forma propia de la acción política, es desvelar la inexistencia de proyecto político global. Un conservador no puede colocar en la misma casilla el interés por el jubilado y la supresión de impuestos. El socialista alguna vez tendrá que explicar cómo las medidas que conforman el Estado de bienestar conducen a la potenciación de la sociedad y no ya hacia su burocratización. El comunista, poseído del fervor nacionalizador, que lo aclare en el contexto de su crítica radical a la existencia del Estado, etcétera. La explicación del problema concreto acaba siendo, para el partido político que lo plantea, un examen de reválida de su proyecto político, y para el ciudadano que lo padece, preciosa información para la formación de su voluntad política.
Carl Schmitt, pensador fascinado por el abismo totalitario, recogía del español Donoso Cortés una frase llena de mala intención: apodar a los políticos que creían en la democracia parlamentaria de "clase discutidora". Frente a quieres legitimaban la acción política en el acuerdo que se logra tras el uso de la palabra, ellos apostaban por la ley de la selva, el decisionismo, de quien actúa sin encomendarse a Dios ni al diablo. Con el decurso del tiempo, no parece que haya subido mucho más la cotización del logos.
De todas formas, hay experiencia política suficiente -incluyendo la del propio Schmitt, que acabó siendo corifeo del nazismo- como para aferrarnos a la convicción de que la libertad se ha situado del lado de la palabra, y la barbarie, del silencio. Tan importante como tomar la decisión correcta es contar que muchas veces no hay decisión posible.
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