El lujo de viajar en 'metro'
Es como una luciérnaga gigante que asoma todas las mañanas a la misma hora y lo anuncia con un fuerte resuello. El inconfundible sonido del freno de aire se extiende desde la boca del túnel al andén donde espero. Le tengo simpatía a este tren metropolitano algo desvencijado que ahora me engulle.Arranca con el característico tirón de nuestros años en la Universidad, como si no hubiera pasado el tiempo. Confieso que para mí es un lujo poder utilizarlo sin que falle ni un solo día. No me cambio por los cientos de automovilistas que dejé atrás durante el recorrido a pie desde mi casa. Son siete minutos de marcha que me valen como gimnasia mañanera. Voy tan relajado moviendo el esqueleto, que hasta me parece sinfónicamente correcta la audición de tanto claxon impaciente.
Cuando el tren frena en Prosperidad ya he leído varias páginas de Opus nigrum, de Marguerite Yourcenar. Percibo una creciente demanda de mejor servicio cultural. Ha aumentado la afición a la lectura en el metro. No me refiero sólo a periódicos, sino a libros. La gente joven lee, estudia e incluso subraya. Pero no echemos las campanas al vuelo. El porcentaje de lectores es mínimo si hacemos la comparación con el underground de Londres. Rara es la persona que no lee el periódico en los largos recorridos del metro londinense.
El metro de Londres invita a la reflexión, que buena falta nos hace y es tan recomendable a primeras horas de la mañana. Allí intuí, en la década de los sesenta, que los ingleses se dividen en dos especies. Por una parte, los desgraciados, o aventureros, dispuestos a introducirse en el corazón de la ciudad con su automóvil. Por otra, los agraciados, o gente con sentido común, que llegan a la City en los transportes públicos. Estos últimos, con su semblante sonrosado, exteriorizan una excelente digestión del ya conocido breakfast. Para colmo, muchos tienen ese aspecto feliz a que da derecho la solución del crucigrama del Times.
No hace falta tener carné de revolucionario para exclamar que en el metro todos somos iguales. No hay ciudadanos de primera ni de segunda. Aquí sí es verdad lo de la igualdad de oportunidades. No existe más privilegio que el hecho fortuito de ir o no sentado. Yo lo estoy ahora cómodamente en un asiento de pasillo de la línea 6.
Por todo ello me ha parecido lo más natural del mundo que el presidente de la Comunidad de Madrid, el socialista Joaquín Leguina, apele a sus subordinados para que tomen el metro. Me temo que muchos, funcionarios de primera hayan oído tan sabia recomendación como si no fuera con ellos. No les faltarán excusas, que yo también oigo cuando recomiendo el uso de los transportes públicos.
Ya no huele tan mal
El metro ya no huele tan mal como me asegura un amigo que no lo utiliza desde hace años. El consumo per cápita de jabón y colonia ha aumentado. Hay, eso sí, abundancia de pedigüeños que solicitan limosna con cierta educación. Argumentan que "mejor es pedir que robar". Otros no dicen nada, pero a cambio nos ofrecen un breve concierto de acordeón.
Una de las primeras veces que viajé en el metro de Londres -verano de 1954- me sorprendí ante lo que yo consideraba insólito. Un almirante de la Marina de Su Majestad, incluidas condecoraciones, se sentó enfrente y se parapetó detrás del Daily Telegraph. Otro día fue un par de matrimonios en trajes dé gala. Estoy seguro de que iban a la ópera. Muy pronto llegué a la conclusión de que el underground era de todos. Lo utilizan obreros, empleados, clase media y alta burguesía. Supongo que también los lores y, por supuesto, los diputados. Westminster es una estación que les cae a mano.
Por aquellas fechas encontrar tanta diversidad social en el metro de Madrid era impensable. Los ricos y las personas de alta representación no podían mezclarse con obreros, estudiantes y muchachas de servicio. Faltó visión para prever que el metro no podía ser exclusivo de las capas sociales menos favorecidas.
El metro que he encontrado después de una larga etapa profesional fuera de España no es tan eficaz como el de Bonn, ni tan limpio, pero sí menos provinciano. No es tan perfecto como el de Hamburgo, ni tan completo como el de Londres, eso está claro. Sin embargo, es más que aceptable si asumimos sus defectos estructurales y nos regocijamos con sus ventajas. Se acaba de completar el trayecto hasta la Ciudad Universitaria, muchísimos años después de que Alfonso XIII pusiera en marcha aquel complejo docente. Un ejemplo más de la endémica miopía planificadora. Pero más vale tarde que nunca.
El metro madrileño es hoy día el medio más rápido para trasladarse de un extremo a otro, en horas puntas o días de lluvia. Es barato si comparamos el precio de un billete normal con el de la gasolina. A un ciudadano de Bonn le vale el trayecto mínimo 2,20 marcos (150 pesetas). Pero el litro de gasolina le cuesta casi la mitad: unas 70 pesetas. Un madrileño puede viajar en el metro por 50 pesetas, y más barato si utiliza el bono especial o el billete de ida y vuelta. Sin embargo, el litro de gasolina le cuesta, aproximadamente, el doble. No comulga con este argumento, y sus razones tendrá, quien haya pintado con trazos negros Metro gratuito en uno de los pasillos de la estación de O'Donnell. Leo la pintada antes de disponerme a subir a la superficie, donde todos los días a la misma hora me espera el espectáculo habitual. Cientos de coches en punto muerto, procedentes de la M-30, forcejean para penetrar hacia la zona neurálgica de Madrid. No sé si esta algarabía de motores y cláxones estará relacionada con la nueva pintada que acabo de descubrir, en la misma estación, y que reproduzco con su singular ortografía: No hay noche sin día ni libertad sin anarkia.
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