Contagio
Acabo de leer las instrucciones para evitar el SIDA, y lo que verdaderamente me aterra no es el virus, sino esas instrucciones que detallan con morbo amarillento los folletos preventivos. Le tengo más miedo al pánico al contagio que al contagio propiamente dicho. De la misma manera que le tengo más pavor a la disuasión atómica que a la explosión atómica. Lo auténticamente catastrófico de este virus rebelde es el alarmante sistema de seguridad que han montado a su alrededor, las histerias y rumores que provoca tanta medida preventiva, y sobre todo esa escalada de la asepsia en la que estamos envueltos. No olvidemos que la seguridad disminuye a medida que se expande la maquinaria de seguridad (White) y que el principal peligro en la vida es tomar demasiadas precauciones (Adler).Ya tenemos servida la disuasión de recambio. Agotado por inflación el pánico a la bomba, acontece el terror al virus. Después de la temporada de los refugios antinucleares empieza la era de las burbujas antigérmenes. La diferencia es que la amenaza nuclear genera movilizaciones sociales, pero el miedo a la epidemia sólo provoca paralizaciones individuales.
La imagen final que resulta de la lectura de estos manuales de instrucciones contra el contagio es la de una especie de astronauta aislado en el interior de la purificada cápsula, flotando en el vacío, sin el menor contacto físico con el pestilente mundo exterior del semen, la sangre y la saliva, la tríada mortal.
Estas prevenciones contra el contagio nos transforman en seres protegidos por gomas, envueltos en plástico, encerrados en una burbuja, asépticos, inmunes, aislados, temblorosos. Dicen los folletos que este virus fulmina las defensas del cuerpo humano, pero resulta que su sistema de defensa fulmina los ya muy debilitados lazos del cuerpo social. Porque ya me dirán qué clase de sociedad puede surgir cuando empiezan a estar proscritas las viejas y fundadoras relaciones de saliva, de sangre y de semen.
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