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Iglesias y catacumbas

Según se cuenta, cuando la justicia británica se hallaba en trance de elaborar la que se conocería como la Criminal Law Amendment Act de 1885, destinada a castigar la homosexualidad masculina en el Reino Unido -ley que se haría universalmente famosa al serle aplicada a Oscar Wilde-, el primer ministro consultó con la reina Victoria la posible conveniencia de que dicha ley contemplara también la homosexualidad femenina. Al parecer, los equitativos afanes correctivos del primer ministro alarmaron grandemente a la soberana, que exclamó: "Pero, ¿qué dice usted? ¡Eso no existe! ¡Con semejante ley haríamos el ridículo!".Tal regia desinformación no se debe, dicen, a ingenuidad angelical ni a ignorancia en asuntos amorosos, sino más bien a una incorregible tendencia a considerar los apetitos carnales ajenos idénticos a los propios, pues, según se dice, a la augusta dama, que por aquellas fechas andaba enredada en amores con un apuesto miembro de su servicio, le deleitaban tanto los encantos del sexo contrario que no podía concebir que el objeto del deseo apareciera en el camino existencial de una mujer encarnado en otro género que no fuera el masculino. De ahí su convicción de que la homosexualidad femenina era un fantasma, un bulo creado para embromar a mentes crédulas y bobaliconas como la de su primer ministro. En cambio, y puesto que la reina juzgaba la inclinación de los impulsos amorosos de sus súbditos a la luz de los suyos, no le cabía la menor duda de que la homosexualidad masculina pudiera ser -y fuera- una realidad. De este modo, y aceptando la anécdota como cierta, la homosexualidad femenina no llegó a existir en Inglaterra, al menos legalmente: si tal comportamiento sexual no tenía cabida en la imaginación fogosa pero eróticamente unidireccional de la soberana, tampoco la tenía en la vida amorosa de las habitantes del Reino Unido.

Cien años después de que su majestad británica la reina Victoria pronunciara tan decorosa como efectiva y prudente exclamación ("¡Eso no existe! ¡Con semejante ley haríamos el ridículo!"), la lectura de las notas de prensa referentes a las jornadas sobre lesbianismo celebradas recientemente en Barcelona con la participación de más de 300 mujeres de toda España, nos devuelve el eco de la real sentencia ligeramente corregida por el paso del tiempo y también por el paso, a mejor vida, del poder monárquico sobre las costumbres amorosas de los simples mortales de sangre no azul. Tal corrección podría traducirse, más o menos, en los siguientes términos y no por boca soberana, sino por la del humilde lector de periódicos: "Con semejante ley se seguiría haciendo el rídículo. Eso existe, pero sería mejor que siguiera sin existir".

Lo ideal sería que el mencionado lema victoriano fuera abrazado por los movimientos homosexuales femeninos. Pero sería pedir demasiado. Resulta comprensible, hasta cierto punto, que los movimientos homosexuales femeninos, al igual que los masculinos y que todos los movimientos considerados marginales y creados en principio por el justo afán reivindicador de sus derechos, no acceda a renunciar a la propia existencia. Resulta, sí, comprensible, pero quizá no muy provechoso a juzgar por las noticias aparecidas en la Prensa respecto a las citadas jornadas celebradas en Barcelona a principios del mes de febrero. La existencia pública y la manifestación grupal de algo tan personal como es la libre elección de su comportamiento amoroso implica, al parecer, un grave riesgo: convertir las relaciones resultantes de dicha elección en una mera copia de las lamentables actitudes y comportamientos amorosos públicos, institucionalizados, que, con razón, se rechazan. Lo que es preciso explicar no es la homosexualidad, sino los tabúes en contra de la misma. Los movimientos que se pretenden revolucionarios o portadores de valores diferentes a los establecidos lo son mientras no se explican demasiado. En cuanto pretenden cambiar el mundo hablando más de sí mismos que del mundo, inician su prédica, es decir, el trazado de un autorretrato que no es sino un más o menos fiel retrato del mundo que desean cambiar. Detrás de toda prédica asoma el deseo de establecer una iglesia, y todas las iglesias se parecen. Los primeros cristianos se diferenciaron de los romanos mientras permanecieron en las catabumbas; en cuanto se empeñaron en existir y se echaron a los leones empezaron a ser romanos; de la primera dentellada del primer león al que se dejaron echar surgió la primera piedra de su primera iglesia, llamada hoy de Roma. Si el problema de los movimientos homosexuales actuales es ya el machismo, es señal de que se ha recorrido el trayecto de un viaje para el que no se necesitaban tantas alforjas.

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