El ocio
Dentro de 100 años, la ciencia habrá escudriñado en los secretos del unverso hasta llegar al convencimiento de que poco queda ya por descubrir, y esto, insignificante. (¿El último secreto de la vida, o el de la muerte?) La técnica se habrá beneficiado de estos saberes en medida actualmente inimaginable, aunque nos sea ya supone que, para entonnces, se habrá eliminado la mano de obra humana del proceso de producción; como que hasta las basuras de las ciudades (enton ces todas grandes) se recogerán con la exclusiva de robots infinitamente perfectos, ¡Pues no faltaba más! Pero para el mismo mas o menos, la población del mundo habrá alcanzadio los 6.000 millones de gente para enterrar, de los cuales cada tres por lo mcnos poseerán un automóvil. ¿Qué será más exacto decir: 6.000 rnillones de huelguistas u otros uantos de holgazanes? No deseo meter a los huelguistas cn este batiburrillo, porque siento respeto por ellos, por sus pancartas y por sus reivindicaciones. Pero es de suponer que, en ese tiempo esperado, todo eso habrá desaparecido. Aunque, ¿cómo?El hombre sin trabajo, el ocioso a la fuerza, es una figura de nuestro tiempo, resultado de unos descubrimientos, de unos avances que no lo han tenido en cuenta más que para eliminarlo. El entusiasmo imaginable a la sazón de cada descubrimiento técnico no deja lugar a que se piense con seriedad en estos condenados al ocio obligatorio sino sólo cuando ya cumplen condena. Pero los grandes perspicaces, los que ya ven el futuro como si estuviera ahí, a la vuelta del mañana, llevan bastante tiempo hablando de la civilización del ocio, y muchos han llegado a describirla. Lo del paro acabará superándose, estoy seguro, dentro de dos o tres generaciones la mí no me caerá la suerte de verlo). Los que rigen el mundo vendrán que prestar entonces atención a tanta gente con los brazos caídos y acabarán por concederles un estatuto de normalidad. Éste podríamos formularlo en muy, pocas palabras: por el hecho de nacer tienes derecho a una educación y, a una vida digna. Conviene tener en cuenta cierto matiz diferencial, porque ahora decimos: si tienes la suerte de trabajar gozarás de una vida relativamente digna, según. Anda por medio la noción del trabajo, es decir, la (de producir o ele servir. Pero en ese futuro inevitable, el fun damento del derecho será el simple nacimiento. A primera vista parece la realización de la justicia, más o menos claramente anhelada. Pero cómo será posible? Implica unas leyes del reparto de bienes muy distintas de las vigentes leyes, no experimentadas, lo cual, dicho así, parece nada menos que la reaIidad de las mayores utopías. Las utopías tienen la cualidad de que a veces se trasmudan en reaIidades, y sólo entonces se sabe si eran buenas o malas. Ésa del reparto equitativo de los bienes supone nada menos que un cambio profundo de la mentalidad colectiva y de la conducta de los hombres, nada menos que la sustitución de la realidad del trabajo por la del ocio. Esto no figuró en las utopías tradicionales, aunque sí en las recientes, unas, veces con esperanza y otras con terror. La experlencia que tenemos del ocio es muy escasa y en absoluto servible para ese futuro. Hay un ocio de los ricos y un ocio de los miserables. No coinciden. Por lo general, unos otros hacen algo, aunque lo que hacen que sea muy distinto. Imaginemos que el modelo más aproximado a lo que puede ser es precisamente el de los ricos, a entender por tales los que Pueden vivir sin la tarea diaria de un trabajo productivo. ¿Cómo llenan sus horas estos privelegiados? Tampoco puede darse una respuesta que los abarque a todos, ya que cada cual se las compone como puede; pero admitamos que predominan los cultivadores de actividades lujosas. como el deporte. ¿Llegaremos a admitir racionalmente que 6.000 millones de hombres (varones y mujeres) pasarán su tiempo total, su vida entera, jugando a la pelota" Un esfuerzo imaginativo nos permite admitir que buena parte de ellos consumirá ese tiempo entregada al amor y a todo lo que el amor lleva consigo; pero para que esta ocupación sea tan satisfactoria que no llegue a fatigar habrá que admitir también que hemos logrado cambiar no sólo la naturaleza de las relaciones eróticas, sino principalmente su sentido. Los efectos del deporte se quedan en la superficie de la persona; los del amor calan adentro, tanto en orden a la satisfacción como en el de la fatiga. Cansarse de jugar a la pelota es una cosa muy distinta del cansancio del amor. Nos Pasa a la página siguiente Viene de la página anterior conviene imaginar (la imaginación aquí lo es todo) que entre las actividades educativas del futuro habrá una asignatura que enseñe a los mortales a no cansarse de amar. Los optimistas esperan grandes resultados de esta pedagogía: confían también en que, llegada la era del ocio, la gente se entretendrá en actividades creadoras en el ámbito de la cultura. Fuera las trabas, el impulso creador podrá desarrollarse sin límites, y el genio dará frutos donde esté. Pero sin una adecuada preparación que transforme la humanidad actual en una humanidad nueva; quiero decir, sin una verdadera mutación, ¿se logrará que los hombres prefieran el desarrollo de su impulso creador a correr en un vehículo a 200 kilómetros por hora? A la mayor parte de los que nos rodean, entre pintar la capilla Sixtina y correr en la Fórmula 1 prefieren esto último. Pero si resulta difícil imaginar a todos los hombres pintando capillas sixtinas, mucho más difícil parece que todas las llanuras del planeta acaben convertidas en autódromos y que todos los hombres se entrematen por llegar los primeros. Habrá muchos que tengan miedo.
La imaginación contraria no provoca más satisfacciones; no hay mutación, los hombres serán los mismos, y los que gobiernan el cotarro no han acertado a proporcionarles los entretenimientos requeridos. Los hombres se aburren, no uno a uno, sino a millones; se aburren colectivamente con la conciencia de que su aburrimiento carece de remedio, porque el disfrute ocioso de todos los bienes no les basta para ser felices. Además, si las cosas no cambian, tendrán que consumir la parte que les toque; consumir será la gran operación moral, ya casi lo es: consumir los bienes producidos para dejar sitio a los nuevos, seguir una contabilidad inexorable. La moral del consumo. ¿Por qué no tiene usted automóvil? No tener automóvil, o lo que lo sustituya, es un acto antisocial. ¿Y si no quiero? ¡Qué inmenso lío, qué problema! Sucederá inevitablemente que se produzca una clase de bienes cuyo consumo seguro y fácil no satisfaga a la gente. Si hoy, indirectamente, nos inducen al consumo de tantos productos innecesarios, ¿no es lícito esperar que la inducción se convierta en obligación? No se podrá evitar que los supuestos políticos y sociales se desmoronen, desaparezcan. Mucha gente de la que piensa en el futuro, lo concibe ya como una gigantesca tiranía, confiada acaso a una máquina, que, en cierto modo, podría formularse con estas palabras: no tiene usted derecho a emplear su ocio libremente, sino como a nosotros nos conviene, dadas las cifras de productividad, etcétera. Y estos nosotros, ¿quiénes son?, o, mejor dicho, ¿quiénes serán? Soy capaz de admitir que la mentalidad del tirano se haya modificado para entonces, y, que estos nosotros sean los servidores de la humanidad, los que no han encontrado otra manera de emplear a los holgazanes que haciéndoles pensar y consumir de consuno, ¡hala! Todo por necesidad de evitar el guirigay, quizá mortífero, que se armaría de otra manera.
Es muy fácil inventar máquinas que dejen a la gente sin empleo. Y también de esas otras que imponen el orden público con calculada violencia. Los utopistas pensamos que una obra de educación colectiva empezada a tiempo, quizá desde ahora mismo, podría evitar situaciones catastróficas irreversibles, aunque los realistas tengan más confianza en los instrumentos de represión. Me cuesta mucho trabajo imaginar cómo serán los que, ante masas tan ingentes, puedan mantener a cada cual en su sitio si cada cual no está conforme con él. Reconozco que a esa confianza en la educación puede tachársela de simplista e ilusoria, porque, además de los factores expresados y aludidos, existen otros acaso de mayor raigambre en la mentalidad de los hombres, de manejo y solución no tan fáciles. Quien se entusiasma hoy por el ejercicio del poder sobre 200 millones de personas, ¿no creerá que el colmo de su perfección será ejercerlo sobre 6.000 millones? Pero esa educación adecuada también podría transformar en dato útil el afán desmesurado de poder. O anularlo, que sería mejor. En cualquier caso, la situación está ahí, a 100 años vista. ¡Dentro de 100 años, todos calvos! Nosotros sí, pero ¿y los que vengan detrás?
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