El pacto de Euskadi
EL ACUERDO logrado ayer entre los socialistas y el PNV para la formación de un Gobierno de coalición supone un paso hacia la normalización de Euskadi. La situación política allí creada exige abrir una dinámica de pactos -es decir, de concesiones mutuas-, prácticamente inédita desde la aprobación, en 1979, del Estatuto de Guernica. La falta de entendimiento entre los partidos, su incomunicación y sectarismo, amenazan con desacreditar la autonomía como cauce de convivencia y favorecen el eco alcanzado en amplios sectores sociales, particularmente juveniles; por quienes impugnan ese marco desde la solidaridad con los violentos.La dinámica de confrontación con el poder central ha impedido que se afiance en la población vasca un sistema de valores compartidos, definido por el Estatuto y la Constitución, capaz de canalizar los conflictos. Y mientras los partidos vascos sigan mostrándose incapaces de renunciar a parte de sus planteamientos en aras del acuerdo de convivencia, seguirá considerándose normal que el asesinato de una señora de la limpieza destrozada por una bomba sea impunemente definido como un episodio "no de terrorismo, sino de lucha armada".
Al pacto que comentamos se ha llegado por un sinuoso camino. Inicialmente considerado como la salida teóricamente más obvia, las reticencias de los nacionalistas, que durante semanas mantuvieron la incógnita sobre si deseaban participar en el Gobierno o irse a la oposición, y los ensueños socialistas, deseosos de capitanear el nuevo Gobierno, favorecieron el acercamiento entre Garaikoetxea, Bandrés y Benegas, que esgrimieron la bandera del "Gobierno de cambio y progreso". La posibilidad de que tal alternativa cuajara se apoyaba en que sus tres componentes parecían coincidir en la necesidad de gobernar de manera diferente a como lo había hbcho el PNV. Las primeras conversaciones revelaron, además, que existía una cierta coincidencia programática. Todo ello implicaba dar por hecho que el Garaikoetxea de 1987 era distinto del que había dirigido el Gobierno vasco durante cinco años, durante los que se mostró inca, paz de llegar a acuerdo alguno con la oposición. Tal presunción, avalada por Euskadiko Ezkerra, se reveló carente de fundamento. El líder de Eusko Alkartasuna, tal vez porque no veía claro que a su recién nacído partido le conviniera comprometerse en un pacto de gobierno con los socialistas, planteó la negociación en términos intransigentes.
El PSOE, por su parte, se mostró torpe en la negociación. Desde la autoproclamación de Benegas como nuevo lendakari en la noche electoral a la obcecación en su negativa a ceder un puesto irrelevante en la mesa del Parlamento al CDS (como solicitó el PNV), los socialistas renunciaron a ilustrar con los hechos su voluntad de acuerdo. Una política de consenso no puede resultar nunca de la contraposición al modelo nacionalista de un contramodelo socialista, sino de la edificación de una alternativa no sectaria, en la que unos y otros puedan reconocerse sin renunciar a su ideología. Exactamente todo lo contrario de la táctica empleada por Benegas.
Por su parte, Euskadiko Ezkerra, que renunció a su papel de armonizador entre la sensibilidad socialista y la nacionalista, al colocarse en uno de los dos campos, arruinó las posibilidades de acuerdo. Y es interesante ahora saber qué posición adopatará frente a la práctica del nuevo Gobierno.
Sería un error considerar que el acuerdo PNV-PSE no cambia en nada la situación existente antes del 30 de noviembre. No es lo mismo un pacto de legislatura, en el que además no se comprometía el PNV como tal (sino el Ejecutivo de Ardanza), que un Gobierno de coalición cuyo programa y composición es el resultado de una transacción política entre los dos partidos mayoritarios. Factores colaterales, como el compartido rencor hacia Garaikoetxea, han podido favorecer este acuerdo de última hora. Pero que su éxito depende menos de lo atinado o no del programa que lo sustenta que de la capacidad para transmitir a la población la convicci ón de que ningún progreso será posible sin una política de consenso. Ello equivale a renunciar a la permanente puesta en cuestión del marco del Estatuto, tanto mediante apelaciones a otras vías que rompan sus límites como a recortar éstos, por el camino de los hechos consumados, desde el poder central. Y eso resulta por sí mismo un cambio trascendente e importante. De cómo sepan orientarlo sus protagonistas depende en gran parte el futuro de las fuerzas políticas vascas.
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