¿Un Parlamento anémico? / y 2
En el presente, la democracia está más consolidada, y desde 1982 actúa en las Cortes una mayoría absoluta homogénea, de la que emerge un Gobierno que no necesita protección reglamentaria. Ninguna votación puede debilitarlo o poner en riesgo la estabilidad política. Sólo está en Juego la razón o sinrazón de sus decisiones. La mayoría socialista, sin embargo, amparándose en un reglamento pensado para otras circunstancias impone de modo implacable su control sobre el funcionamiento de la Cámara, anulando la proyección de la institución parlamentaria sobre la vida del país. La salud de la democracia demanda una reforma de las normas reglamentarias; reforma que, en aras de la revitalización del Congreso y de su acercamiento a la opinión pública y a los problemas reales de la sociedad, podría basarse en los siguientes criterios: en primer término, agilizar el procedimiento legislativo y primar la vertiente política de la discusión de los proyectos de ley sobre la vertiente técnico-jurídica. Excepción hecha de las grandes leyes ordenadoras exigidas por el desarrollo de la Constitución, la ley, sin perjuicio de su permanente dimensión de garantía, ha cambiado de naturaleza al compás de la evolución del Estado moderno. Más que instrumento para la búsqueda directa de la justicia, es la herramienta para formalizar las políticas sectoriales contenidas en el programa del Gobierno. Debe, por tal razón, asumirse el carácter gubernamental que ha adquirido la tarea de legislar y facilitarse la pronta sustanciación de los proyectos que remite el Consejo de Ministros.En segundo lugar, resulta imprescindible garantizar de manera más efectiva la función fiscalizadora de la oposición mediante medidas y disposiciones que no dependan en su aplicación de la voluntad de la mayoría, como ocurre en casi todos los Parlamentos dignos de este nombre. He aquí algunas aconsejables:
1. Reservar una mayor parte del orden del día a las cuestiones no legislativas que susciten las minorías.
2. Aumentar las sesiones o las horas dedicadas al control parlamentario, asegurando el inmediato sometimiento a debate de los problemas que surjan en la actualidad.
3. Establecer la obligatoriedad de comparecencia de los ministros, sin posibilidad de dilación, así como de la remisión de los documentos necesarios para supervisar la actuación del Ejecutivo.
4. Regularizar la presencia de la radio y la televisión en los debates o sesiones de mayor interés.
5. Instituir, al servicio de los diputados y de los grupos parlamentarios, una oficina técnica de control presupuestarlo, con vinculación orgánica y funcional a las Cortes y dotada de amplios medios económicos y humanos. La razón de ser de la medida no es otra que la de hacer posible la vigilancia de la aplicación de los Presupuestos Generales del Estado, convertidos por la mayoría socialista en un cheque en blanco al Gobierno. El volumen y la finalidad del gasto público lo deciden la mayoría, pero su ejecución debe quedar bajo el control político, puntual y efectivo, de la oposición, que puede, de esta manera, informar a los ciudadanos del destino real que reciben los impuestos que pagan. La faceta económica de la vida política tiene en el Estado de nuestro tiempo tal trascendencia que, sin caer en exageración, cabría afirmar el carácter ornamental de un Parlamento en el que la oposición no controle la política económica del equipo ministerial.
No parece que el partido socialista se encuentre en disposición de ánimo favorable a un reforma significativa del reglamento. Pero o se asegura la labor fiscalizadora de la oposición o el ciudadano tendrá motivos para interrogarse sobre la utilidad de una institución que, por su impotencia para criticar y denunciar los errores y abusos del poder, ha dejado de ser garantía política de la libertad. Flaco servicio a la legitimación de la democracia parlamentaria, como flaco servicio es también la sistemática ausencia de la Cámara del presidente del Gobierno o sus raras intervenciones desde la tribuna del hemiciclo; ausencias y silencios sobre los que, a veces con acritud, increpó a su antecesor Adolfo Suárez, mucho más respetuoso con la institución.
Triste condición
Sería injusto imputar a los dirigentes socialistas toda la responsabilidad de la triste condición de nuestro Parlamento. También hay culpa en la oposición, por su insuficiente actuación dentro y fuera de la Cámara. El sistema democrático ofrece en última instancia resortes suficientes para desenmascarar y frenar el expansionismo del poder. Ocurre que hay que saber y querer utilizarlos y proceder, si fuere necesario, a sacudir la pasividad de la sociedad. No hay queja ni proyecto que prospere cuando se ha perdido credibilidad, al dejarse comprar, por ejemplo, por un plato de lentejas o cuando, teniéndola, se guarda silencio.
La configuración de los partidos políticos españoles es otra de las causas que explican la desfalleciente imagen del Parlamento en España. Si el parlamentarismo moderno se define, sobre todo, como parlamentarismo de partidos, la vitalidad de las Cortes Generales es tributaría de la de las formaciones políticas más significativas o influyentes. ¿Tienen los partidos políticos españoles una organización interna democrática? Están obligados a establecerla por imperativo constitucional. Y, en verdad, se observan ciertas formas, pero la realidad cotidiana discurre por otro cauce. Su estructura de poder es fuertemente oligárquica en torno a un líder y el liderazgo que se propicia; en lugar de proyectarse a través del partido y en la sociedad, se sobrepone a él, frenando o impidiendo su desarrollo . En nuestra vida política, los líderes tienen mayor importancia que sus respectivos partidos. Las consecuencias son claras: no hay apenas debate en su seno y es radical su desconexión de la sociedad o su falta de inserción en las estructuras sociales. Felipe González dijo: "Prefiero un buen cuadro a 100.000 militantes". La frase resume toda una concepción de partido como mero instrumento o maquinaria para alcanzar el poder. De ahí que el parlamentarismo hispánico, en lugar de ser de partidos políticos en el pleno sentido de la expresión, sea un parlamentarismo de portavoces reunidos en junta. El poder que concentra la Junta de Portavoces no es invención del reglamento: refleja la idea y estructura del poder que predomina en nuestros partidos.
Sería paradójico que unos partidos de tales rasgos, sin militantes, sin debate y sin enraizamiento social, generaran a través de sus pequeñas o grandes burocracias una vida parlamentaria dinámica y políticamente eficaz. Lo grave es que tal situación no perjudica a los detentadores del poder, sino a las minorías de la oposición y, con ellas, a su función fiscalizadora. Entre su propia debilidad, el reglamento de la Cámara y la actitud antiparlamentaria de la mayoría, la oposición se encuentra reducida a la nada política.
Tintes tragicómicos
Su lucha por tratar de controlar al Gobierno es digna de elogio, pero adquiere en ocasiones tintes tragicómicos, y no podrá ser eficaz si no profundiza en el análisis de un contexto político que demanda otros planteamientos. Ello redundaría en beneficio del Parlamento como institución convertida hoy, en el mejor de los casos, en una oficina de ratificación de las decisiones que toman los órganos competentes; a saber, los órganos unipersonales del partido socialista. Por el momento, la simple ratificación parlamentaria confiere legitimidad dentro del sistema a la decisión política.
¿Hasta cuándo tendrán las Cortes esta capacidad si continúa decreciendo su prestigio institucional? Nuestro Parlamento no es, en la presente coyuntura, como debería ser: la principal fuente de legitimación del sistema político mismo. Por el contrario, es una puerta abierta a su progresiva deslegitimación.
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