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Te amo, sal de la autopista

De una estación a otra, del amanecer al atardecer, la autopista cambia. De la mañana a la tarde el sentido del tráfico se torna como los girasoles, vuelven muchos de los que se iban, suben muchos de los que bajaban.Bella entre las bellas, la Autopista 5 cruza California de Norte a Sur pegada al océano Pacífico. Fue construida con la prosperidad de los años sesenta y con los criterios más generosos de protección al conductor y de consideración estética para el usuario. Su pulido asfalto cambia de tono, como el agua del vecino océano, con la luz que le ilumina, y soporta un tráfico eterno, sin parada, en medio del cual sobresalen los camiones inmensos, monstruosos en ocasiones. La 5 es mucho más que una vía de comunicación, es el espejo donde se miran el resto de las maravillosas autopistas californianas.

Separados por adelfas de gran envergadura y arbustos de clima meditarráneo, los dos lados de la Autopista 5 tienen cuatro o cinco espaciosos carriles, según los tramos, por los que la circulación avanza apiñada, como troncos de pino por los ríos forestales. Con una velocidad máxima permitida de 55 millas, apenas 90 kilómetros por hora, traspasar los 100 es arriesgar una dura multa. Tal límite amontona los vehículos, los hace compañeros de viaje y durante muchos kilómetros es fácil encontrar a derecha e izquierda los mismos coches una y otra vez.

Cualquiera de los buenos automóviles ha de guardarse la potencia de sus caballos y acomodar su paso a un límite de velocidad al alcance de camionetas o pesados camiones de mudanzas. Así, no hay adelantamientos rápidos. Ya no se trata, como en las carreteras españolas, de un vehículo detrás de otro, que al adelantar contempla con fugacidad el interior del coche adelantado. La fugacidad desaparece, a derecha e izquierda los compañeros de viaje van atados a nuestro ritmo por la limitación de velocidad. Siempre hay conductores con prisa o con ganas de correr, adelantando por la izquierda, pero, con todo, la lentitud al adelantar es obligada. No es esa maniobra brusca de la carretera estrecha que requiere casi un salto a la izquierda seguido de un acelerón, y de una vuelta más o menos precipitada a la derecha. No existe tanta premura, la necesidad de concentración es menor.

A primera vista, ni en la 5, ni en las otras autopistas californianas sucede, nada anormal. Todo es orden, la velocidad es uniforme, sólo un poco por encima del límite. El césped o las trepadoras laterales tienen riego automático y cuidados sistemáticos. Las adelfas y los arbustos de la separación central, siempre verdes, se repiten y repiten. El Pacífico asoma de cuando en cuando, y lo mismo sucede con la highway patrol, que deja verse enseñando el colmillo. No se ven papeles y no hay suciedad o cajetillas de tabaco por ningún lado. Quien tira algo por la ventanilla arriesga una multa de muchos miles de pesetas y el posible desprecio de los otros ocupantes del vehículo.

Por la noche, los inmensos indicadores azules y blancos se encienden. Las autopistas se iluminan. El efecto es curioso. Los carriles marcados por plaquitas reflectantes blanco-verdosas devuelven la luz de los faros y enmarcan los tonos rojizos de las traseras de los vehículos, cuyas formas van desde las largas y estrechas de los haigas anticuados a las redondeadas de algunos modelos británicos, o las enormes de los camiones.

Cuando el conductor y los ocupantes viajan sin angustias en un automóvil fiable, la autopista parece envolver con su halo y la brisa del océano todo lo que marcha sobre ella. Los grandes coches automáticos cobran todo su sentido. Sus potentes motores devoran con facilidad las suaves pendientes de las autopistas. Su ruido es un lejano ronroneo que facilita la audición de la radio o la música. Y si la parte delantera del coche tiene la ventaja de una mayor visibilidad y de más cabida para estirar las piernas, la trasera se transforma en un lugar íntimo para el pensador solitario y para el tibio tacto de la caricia amorosa. ¿Cuántas intersecciones felices se habrán producido en los atardeceres prolongados por la noche brillante de la 5.

Pero para el ojo agudo del usuario frecuente de las autopistas californianas, para el ojo entramado, existe al amparo de la limitación de velocidad y de, los cuatro o cinco carriles paralelos un mundo complejo de sutiles interacciones. Ahí está el guiño homosexual, la sonrisa esperanzada, el gesto con los dedos. Junto a ello existe la amenazadora furgoneta cuyo exterior de aspecto brutal, pegado durante horas al retrovisor, podría ocultar los peores peligros. También circula el camión inmenso de ruido, toneladas y metros que lleva un inquietante espejo retrovisor con el que espía las piernas o los senos que inocentes o descuidadas chicas llevan al aire en los meses de calor.

Entre los usuarios de las autopistas californianas existen quienes desean encontrar en la ocupante del coche vecino a la persona que puede hacerles felices para el resto de sus vidas. Hay un mundo de deseos, una búsqueda de amor o sexo a través de las ventanillas, desde las que se lanzan estrepitosas sonrisas destinadas a conseguir que el otro salga de la autopista en la salida más próxima y se produzca el contacto.

Para facilitar esa búsqueda, dos espabiladas mujeres, Susan Harper y Heidi Wooddall, acaban de organizar un club denominado Automates, es decir autopareja.

Una mujer, pongamos por caso, ve a un hombre conduciendo un Buick con su bello perfil iluminado por un techo corredizo abierto. Quizá sea, de verdad, un agente de la propiedad inmobiliaria con dinero. Le mira fijamente al pasarlo por su izquierda, y cuando él devuelve la mirada, gira ostensiblemente la cabeza. Con el adelantamiento ya iniciado, ella se vuelve para mirarle y él corresponde con la mirada y sonríe. La siguiente jugada es de la chica. Acelera, enseña su matrícula y, junto a ella, la pegatina de miembro del club Automates. Si el varón es también socio no tiene más que telefonear. En el club le darán los detalles personales de la chica que ha provocado el intenso y emocionante intercambio de miradas. A su vez, el club le informa a ella de los datos personales del conductor del Buick, y pide autorización para darle al galán la dirección o el teléfono con el fin de que, ya sobre datos seguros, pueda iniciar el contacto. Las creadoras del club manifiestan muy felices que, en un 80% de los casos, las personas así puestas en contacto llegan a conocerse. De este modo, dicen ellas, se evitan los disgustos de las falsas apariencias. El que parecía ser un agente de la propiedad inmobiliaria bien colocado podría resultar un salvavidas de piscina que los domingos por la mañana está obligado a llevar al zoológico al niño de su primer matrimonio.

Por los cuestionarios a rellenar cuando se entra en el club, el 10% de los miembros son homosexuales. Según apunta el Reader, el periódico californiano que levantó la noticia del club, era práctica homosexual el encuentro en las autopistas. El nuevo club no haría sino encauzar las cosas y evitar los riesgos del loco que lleva un hacha en el suelo de su automóvil sin tener un maldito árbol que cortar. Pero así como en el constante cambiar del océano Pacífico es posible contemplar una vez entre mil el famoso y rarísimo rayo verde, el viajero de las autopistas californianas puede asistir una vez entre muchas, al menos eso dice la leyenda de la Autopista 5, al terrible espectáculo del adolescente que salta en marcha de un coche a otro; entonces la autopista se tiñe de plaza de toros. La autopista siempre es un espectáculo distinto.

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