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Europa, sin caballos

Fernando Savater

De cuando en cuando, entre tantas recuperaciones impertinentes, olvidos intencionados y perduraciones fraudulentas como esmaltan nuestra actualidad cultural (el posesivo vale para cualquier país europeo del lado de acá), un auténtico acontecimiento sin mácula reúne la oportunidad del arte con el arte de la oportunidad. Así fue, por ejemplo destacado, el montaje de una ópera semidesconocida de Rossini -Il viaggio a Reims-, realizado en el Festival de ópera en Pésaro en 1984, y cuya grabación apareció un año más tarde en Deutsche Grammophon. La recuperación de una ópera olvidada de Rossini -el alegre, sutil y mágico Rossini, a quien han adorado Schoenhauer, Wagner y la mayoría de los aficionados al bel canto hasta el día de hoy- parece casi tan asombroso como revelar la existencia de una nueva pirámide, y más si se tiene en cuenta que la pieza en cuestión es una de las más exquisitas obras maestras de su autor. Estrenada en 1825 con gran éxito, en su postergación han concurrido la dificultad de reunir un elenco de al menos media docena de primerísimas voces, imprescindible para su buena realización, con un argumento aparentemente en exceso circunstancial. En Pésaro se solventó brillantemente la primera dificultad y, bajo la dirección de Claudio Abbado, se juntaron Cecilia Gasdia, Katia Ricciarelli, Ruggero Ralmondi, Lucia Valentini Terrani, Enzo Dara, Leo Nucci y otros destacados intérpretes del momento. En cuanto al argumento, en él estriba precisa,mente, a mi juicio, la opertunidad histórica de la obra y el motivo de esta nota.La acción transcurre en la misma época del estreno de la ópera, durante la eflimera restauración borbónica en Franela. Un grupo de personas de joyeuse compagnie se reúne en un balneario llamado El Lis de Oro, en Plombières, para marchar desde allí hasta Reims, donde va a ser coronado condignamente Carlos X. Los reunidos,provienen de todos los países de Europa y presentan variados estados y caracteres: una célebre poetisa romana; un par de viudas de muy buen ver, oriundas de Polonia y Francia; un anticuario erudito; militares de diversas graduaciones provenientes de Rusia, Inglaterra o Alemania; un almirante grande de España, y la huésped de todos ellos, la encantadora tirolesa que regenta el hotel termal, ayudada por un médico estrafalario y otros aláteres. No falta tampoco una joven griega huérfana, protegida de la poetisa y compañera de sus viajes. Todos estos personajes se sienten unidos por su común entusiasmo ante el nuevo orden pacífico y armonioso que imaginan próximo en Europa, gracias a las entronización de Carlos X y al final de las secuelas de la Revolución Francesa y el bonapartismo. Sin embargo, sus peculiares humores, celos y chaladuras les enfrentan en varias ocasiones, hasta el punto de que, en cierto momento, sólo una hermosa canción de la poetisa logra salvar una dificil situación de hostilidad personal entre dos de los caballeros. Pero es que, como bien señala el barón tedesco, "todos tenemos un ramalazo de locura, y el mundo es una jaula de locos donde, quizá porque es redondo, no se puede encontrar ni una sola cabeza convenientemente cuadrada". El literato apasionado por las antigüedades, Don Profondo (magistralmente interpretado por el gran Ruggero Ralmondi), canta un aria de gracia mozartiana en que pasa revista a las diversas manías de cada uno de los concurrentes, empezando -¡buena lección!- por las suyas propias: obsesiones por lo antiguo frente a lo moderno, o viceversa; por la moda, por el linaje, por los viajes y el comercio, por las conquistas, por las joyas o por la nueva música.

Cuando parece que todo está definitivamente listo para la partida y los circunstantes se han sobrepuesto a sus episódicas contrariedades reciben la más desoladora noticia: por mucho que se busque, no hay forma de encontrar ni un solo caballo por los aledaños, pues todos han sido ya requisados por otros viajeros más previsores. A fin de cuentas, la expedición no podrá marchar hacia Reims, y las celebraciones de la coronación les están tan vedadas como cualquier otro ideal soñado. Desolación en el grupo, pero no de excesiva duración (¡no olvidemos que éste es el mundo de Rossini!. Todos los huéspedes preparan una gran fiesta, con los fondos que habían guardado para el viaje, en el jardín de El Lis de Oro. Como colofón de ésta, cada uno y cada una cantan una canción con alguna música típica de su tierra (el inglés utiliza los acordes de God save the king porque reconoce no saber ninguna otra ... ) y una letra alusiva a la próxima concordia europea bajo la égida del nuevo orden restaurado.

Aparte del inimitable encanto de cada uno de los detalles de la composición (¡quién hubiera podido estar en el estreno, en el que intervino la mismísima Giudita Pasta, entre otros nombres casi igualmente ilustres!), la propia fábula merece cierta irónica y amable reflexión. En verdad, esta ópera sonriente dramatiza una gran frustración: los viajeros no logran llegar a Reims para la coronación del nuevo rey, pero tampoco la armonía conservadora que añoran sabrá instaurarse en Europa. Lo que va a comenzar es la era de las insurrecciones revolucionarias y de los enfrentamientos nacionalistas, que culminarán, menos de 100 años después, en la primera gran convulsión mundial. El mundo político, intelectual y artístico representado por el genio amable de Rossini está definitivamente condenado. La Europa conservadora. reunida es impotente para llevar a buen puerto su proyecto de perpetua concordia; perdidos los caballos de su antiguo régimen, serán otros feroces percherones llegados del futuro los que arrastren hacia abismos entonces difícilmente imaginables. Nietzsche, que en otras ocasiones fue tan certero profeta, no acierta cuando escribe en una de sus obras de juventud: "El resultado práctico de la democratización, que va siempre en aumento, será, en primer lugar, la creación de tinos Estados Unidos Europeos, en los que cada país, delimitado según sus condiciones geográficas, ocupará la situación de un cantón y poseerá sus derechos particulares; entonces se tendrán muy poco en cuenta los recuerdos históricos de los pueblos, tales como han existido hasta el presente, porque el sentido de la piedad que rodea esos recuerdos será poco a. poco desarraigado de cuajo bajo el imperio del principio democrático, ávido de innovaciones y experiencias. Las rectificaciones de las fronteras, que serán también necesarias, se harán de manera que se las ponga al servicio de las necesidades del gran cantón y, al mismo tiempo, al conjunto de los países aliados, pero no a la memoria de un pasado cualquiera que se pierde en la noche de los tiempos" (Humano, demasiado humano).

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A la presente hora europea, varias moralejas pueden sacarse de este operístico Viaje a Reims. La carencia de caballos en el libreto quizá sirva para explicar por qué un ex ministro de Transportes de ejecutoria no demasiado brillante no puede llegar a presidente del Parlamento Europeo. Y otros factores no menos próximos a la ópera bufa sabrán justificar tantos reclamos a la solidaridad patriótica en un organismo cuyo único sentido debe ser estar por encima de tales circunscripciones nacionales. Verdaderamente, es más fácil escandalizarse del nacionalismo ajeno (sobre todo si aún no ha logrado consagración estatal) que administrar racionalmente el propio... No hay más que ver con qué buena conciencia diplomática el mismo portavoz gubernamental puede demostrar sana congoja ante la cerrazón británica a negociar la soberanía de Gibraltar y no menos sana intransigencia ante la indiscutible soberanía española en Ceuta Y Melilla. Si quiere llegar a ser algo más que un pasatiempo edificante, la unidad europea debe buscarse otros fundamentos que la simple restauración conservadora en lo político y la neoexaltación nacionalista en lo económico y cultural.

Mientras las cosas sigan como están, seguiremos todos practicando el bel canto con las mejores y más superficiales intenciones, pero faltarán los caballos imprescindibles para que lleguemos a ninguna parte.

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