Sexo sin niños, niños sin sexo
EL PLEITO que enfrenta en estos momentos a dos mujeres norteamericanas por la posesión de un bebé de nueve meses, engendrado por una de ellas por encargo de la otra y con el semen del marido de ésta, plantea en toda su crudeza, más allá de la especulación y de la pura teoría, los problemas humanos, éticos y legales que se derivan de la procreación artificial. Porque junto a la práctica ya generalizada de sexo sin niños, considerada como una de las conquistas de la sociedad del bienestar, se empieza a abrir camino en los grandes centros científicos y tecnológicos la idea complementaria de niños sin sexo, que ofrece la posibilidad de crear artificialmente vástagos humanos, con independencia del contexto sexual que acompaña a la paternidad tradicional.La idea de sexo sin niños ha contribuido a introducir una dosis de flexibilidad y relativismo en la moral de las relaciones sexuales. La de niños sin sexo plantea tan graves interrogantes que ha llevado recientemente a diversas instancias sociales -entre ellas el Comité Nacional de Ética organizado al efecto en Francia- a pedir una moratoria en la investigación y en la práctica de estas materias.
La procreación artificial consta de dos fases: la fecundación in vitro y la transferencia del embrión al útero. La primera consiste en extraer el óvulo y algunos ovocitos de un ovario femenino y ponerlos en contacto con espermatozoides en el interior de una probeta. Por transferencia se entiende la implantación de embriones así obtenidos en el útero de una mujer. La fase de la fecundación in vitro es éticamente menos complicada.
Hay personas que se inclinan a interpretar como conato de aborto el sencillo acto de extraer el óvulo al órgano femenino o como aberración moral el uso de semen no vertido en su natural receptáculo. El comité francés se limita en su intervención a recomendar que estas prácticas se restrinjan al caso de parejas de nula o baja fertilidad.
La fase de implantación del embrión en el útero materno plantea otros problemas. Cuando el óvulo y el espermatozoide proceden de los propios cónyuges, la cuestión no sugiere mayores reparos. Pero el caso de que una de estas células sexuales, o las dos, procedan de personas ajenas se presta a lecturas diversas. Una mentalidad conservadora puede interpretarlo como una violación del orden natural de la herencia biológica.
Una mentalidad progresista puede ver en esa práctica una forma más entrañable que la habitualmente establecida por el derecho positivo actual para la adopción de una criatura. Sin embargo, este supuesto genera, hoy por hoy, problemas legales de difícil solución, como se ha puesto de manifiesto en Estados Unidos con el caso de Baby M., el bebé de nueve meses que se disputan su madre legal y su madre biológica.
La primera mujer alquiló por 10.000 dólares el útero de la segunda para que gestara por inseminación artificial un bebé con el semen del marido de aquélla. Ahora la justicia norteamericana tiene que resolver la discrepancia surgida entre las dos madres sobre la posesión del niño habido. El juez se enfrenta a un tipo nuevo de contrato de arrendamiento, como es el de maternidad alquilada, y de cuya validez o no depende que esta grave cuestión tenga una salida legalmente controlada. Eso evitaría, por una parte, la aparición de un mercado negro de madres de alquiler para satisfacer la demanda de muchas parejas estériles, y por otra, la comercialización incontrolada de la fabricación de bebés.
Una de las contingencias de la manipulación in vitro es la producción de embriones sobrantes. Una vez cubiertos los objetivos previstos, puede no quedar ya disponibilidad de úteros donde implantarlos. En estos casos, tan problemático es el expediente de destruirlos sin más como el de conservarlos indefinidamente por congelación. El comité francés ha prohibido también no solamente los experimentos de trasplante embrionario del hombre al animal o viceversa, sino también los ensayos de embarazo masculino y los intentos de llevar a cabo in vitro el proceso total de la gestación. Todo ello parece razonable. Pero, independientemente del juicio que merezcan estas prohibiciones, hay otros conflictos cuya solución es más apremiante: los relativos a una eventual alteración de la configuración genética del embrión con finalidades terapéuticas o simplemente pragmáticas o estéticas.
Se dice que el papa Juan Pablo I, antes de acceder al pontificado, se apresuró a felicitar a los padres de un niño probeta, considerando meritorio que recurriesen al saber de los médicos para cooperar a la obra de la naturaleza. Pocos esperan, sin embargo, que la parsimonia con que el equipo de intelectuales de su sucesor, Juan Pablo II, demora la prometida publicación de un documento al respecto se traduzca en un criterio más progresivo.
Una normalización de la práctica de la procreación artificial debe resolver previamente el conflicto de intereses entre el desarrollo de la ciencia, el bienestar de los ciudadanos y las exigencias de una moral que salvaguarde el sentido humano de la vida. La manipulación prenatal de seres humanos no debe ser la llave que abra la puerta a la eugenesia. Pero la renuncia al conocimiento nunca ha sido la mejor fórmula para sacar de apuros a la sociedad.
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