Los norteamericanos empiezan a estar cansados del 'Irangate', según revela un sondeo
Los norteamericanos comienzan a manifestar cansancio por las complejidades del Irangate y sólo un 20% lo sigue con detalle. La Prensa está perdiendo credibilidad como resultado de este escándalo, que el ciudadano medio considera que está siendo explotado demasiado con rumores, insinuaciones no probadas y verdades a medias. Pero la Prensa aún es más estimada (un 63%) como institución qué el presidente, el Congreso, el Pentágono o la Agencia Central de Inteligencia norteamericana (CIA). Éstos son los principales resultados de un sondeo Gallup realizado por encargo de la empresa propietaria del diario Los Angeles Times.
Estos datos pueden confortar a un Ronald Reagan, asediado en la Casa Blanca, que confía en que el paso del tiempo sin la aparición de nuevas historias que le impliquen directamente en el desvío de fondos a la contra borrará poco a poco la peor crisis de su presidencia. Las insinuaciones de dirigentes republicanos de que sería más fácil superar esta historia si el presidente pidiera perdón por lo ocurrido, utilizando el discurso del Estado de la Unión, que pronunciará el próximo día 27 ante el Congreso, ha sido rechazada de plano por la Casa Blanca: Reagan "no tiene nada que hacerse perdonar; ya dijo que se cometieron errores". Los reaganistas confían en montar una resurrección política presidencial para ese día, alumbrando alguna nueva idea que distraiga la atención, como una batalla por la competitividad de la industria americana, o incluso anunciando la luz verde para desplegar la primera fase de la guerra de las galaxias.Pero los norteamericanos, a la vez que hartos de una historia molesta "que está dañando al país y a su imagen en el mundo", continúan sin creer las explicaciones de Reagan. La credibilidad presidencial no se recupera aunque su índice de popularidad (52%) asciende algo desde el 47% en que cayó en septiembre. La clase media norteamericana es la que está perdiendo interés por el Irangate: es una historia que no les gusta porque quieren al presidente y el escándalo le deja en mal lugar.
Han pasado ya varias semanas sin que los investigadores del escándalo consigan el arma humeante que implique directamente al presidente. Cada vez son más escasas las historias de primera página y los periódicos continúan dando vueltas a los manejos de los mismos personajes: el teniente coronel Oliver North, que ya no es para la Casa Blanca un héroe nacional, sino un bocazas megalómano; John Poindexter; el director de la CIA, William Casey, y los intermediarios en el tráfico de armas: Manucher Gorbanifar y Adnan Kashogui. Sí parece cada vez más claro que la CIA estuvo implicada desde el principio en la historia: hay, al parecer, cintas magnetofónicas de los frecuentes contactos entre North y Casey, y el jefe de la estación de la CIA en Costa Rica ha sido destituido.
Es un goteo de detalles. El ex consejero de Seguridad Nacional, Robert McFarlane, testificó ayer a puerta abierta ante el Comité de Relaciones Exteriores del Senado. Se conocen algunos datos nuevos sobre su viaje a Teherán, armado con un pastel de chocolate y dos colts regalo de Reagan a Ruhola Jomeini. Se negó a seguir negociando si no ponían en libertad a los cuatro rehenes norteamericanos, no conformándose sólo con dos como le ofrecían los clérigos islámicos. Pero esto ya, en dosis repetidas, produce tedio.
La crisis entra en una fase poco spectacular, pero continúa erosionando diariamente la capacidad de gobernar de la Administración de Reagan. La Casa Blanca, con su actuación, acepta abiertamente el mal menor: el presidente es incompetente, no recuerda, no se entera, no conoce los problemas, pero no autorizó ni supo del desvío del dinero a los contras. Hay nuevos testimonios de que Reagan, que todavía no se ha recuperado de la operación de próstata, está más distraído que nunca y no comprende los problemas importantes.
La batalla interna en el seno de la Administración se ha recrudecido, con los halcones, encabezados por el secretario de Defensa, Caspar Weinberger, y sin contar con el secretario de Estado, George Shultz, presionando al presidente con un plan concreto, de 100.000 millones de dólares (unos 13 billones de pesetas), para desplegar, a comienzos de los años noventa, la primera fase de la Iniciativa de Defensa Estratégica (SDI).
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