¿Hemos llegado tarde?
El lector me perdonará el tono alarmista del titular. No quiero angustiar a nadie, sino llamar la atención sobre un problema que creo que va mucho más allá del simple dato coyuntural. Me refiero al problema de los partidos políticos en nuestro país.Desde el punto de vista de la teoría política, lo que está ocurriendo es insólito. El partido que ganó las dos primeras elecciones legislativas, UCD, desapareció pura y simplemente en la tercera. Por la izquierda y por la derecha, todos los partidos han pasado o pasan por crisis profundas y han vivido o viven divisiones dolorosas y paralizantes. Por el momento e salvan unos pocos. Pero viendo cómo van las cosas, nadie se atrevería a vaticinar que los partidos hoy inmunes a la crisis seguirán siéndolo el día que pierdan el poder.
Todo esto tiene, naturalmente, una explicación. O, más exactamente, varias. Existe, en primer lugar, una explicación histórica. En los dos últimos siglos, España no ha tenido nunca un período de libertades democráticas suficientemente largo y estable como para poder consolidar un sistema moderno de partidos políticos. Todos los períodos democráticos y reformadores de nuestra historia reciente han sido breves e inestables, y todos han terminado con golpes militares. De hecho, el período democrático que más tiempo ha durado es el actual, el que empezó con las elecciones legislativas de junio de 1977.
Los partidos políticos que se presentaron a aquellas elecciones se organizaron prácticamente sobre la marcha, con dirigentes y militantes nuevos y, en general, poco experimentados. Los partidos con mayor experiencia u organización se habían forjado en la clandestinidad, contra el franquismo, y tuvieron que proceder a rápidas adaptaciones de su estructura, de su estrategia y de sus equipos dirigentes, con las consiguientes conmociones internas. La mayoría eran, pues, partidos nuevos, con escasa militancia. Pero tuvieron que asumir grandes tareas, poniendo por delante de todo la necesidad de estabilizar la democracia en una situación de grave crisis económica y frente a unos aparatos de Estado reticentes que procedían del régimen anterior y estaban literalmente intactos. En aquella tarea se quernaron y de hecho se siguen quemando todavía muchas energías personales colectivas.
Esta es una de las explicaciones de lo que está ocurriendo. Pero hay otras. Y una de ellas es la que da razón del título de este artículo. Me pregunto, en definitiva, si en España no habremos llegado tarde para crear un sistema de partidos en el sentido clásico, tal como lo define el artículo 6 de nuestra Constitución.
Nosotros llegamos efectivamente tarde a la democracia, cuando la mayoría de los países de nuestra área europea llevaban ya años de experiencia democrática. Mientras los nuevos partidos surgidos en la posguerra mundial experimentaban profundas evoluciones estructurales e ideológicas, nosotros nos debatíamos en la dictadura franquista. Al iniciar la transición, quien más quien menos pensaba en los modelos de aquellos partidos europeos, es decir, en grandes partidos de masas que agrupaban a sectores concretos de la sociedad sobre bases clasistas o conflesionales y casi constituían unas sociedades por sí mismos. Pero el hecho es que en nuestro entorno europeo de 1976-1977 aquellos partidos políticos estaban en plena transformación, dejaban de ser o no eran ya partidos de clase o de grupo en sentido estricto, perdían militancia y se transformaban desigualmente en meros mecanismos de selección de personal político, es decir, en grandes instituciones electorales sometidas a las leyes de la publicidad y del marketing, con un protagonísmo creciente de los respectivos líderes carismáticos. Y esto no sólo ocurría en los partidos de la derecha, sino también en los de la izquierda, procedentes de una tradición y de una práctica social muy diferentes.
Cuando hoy constatamos que en España los partidos políticos son débiles, que la militancia es escasa -la más baja de la Europa democrática-, que la mayoría han padecido o padecen graves crisis internas y que el protagonismo de los partidos es sustituido cada vez más por el protagonismo de los respectivos líderes, lo que de verdad constatamos es que nuestro sistema de partidos políticos se ha adaptado abruptamente a los procesos de transformación de los partidos políticos en otros países de capitalismo desarrollado, partiendo de una base mucho más precaria y sin haber tenido tiempo ni ocasión de estructurarse ni de funcionar de otra manera. Cuando me pregunto si hemos llegado tarde lo hago en este sentido.
En términos generales, esto no es bueno ni malo. Es un hecho que, en todo caso, plantea problemas nuevos y muy serios. Y en nuestro país, algunos muy singulares. Tantos años de dictaduras militares y de pseudoparlamentarismo bajo las anteriores monarquías oligárquicas y excluyentes han hecho de la sociedad española una sociedad poco articulada social y políticamente, con escasas dotes de autoorganiz ación y muy pendiente del paternalismo de la autoridad establecida. Por todo lo dicho, esta misma sociedad desconfla de los políticos y carece de mecanismos de referencia colectiva estables y fácilmente accesibles. Cada partido que entra en crisis y se divide es un factor más de perplejidad y de desconfianza hacia todos los partidos.
Pero resulta que esta sociedad española, en su conjunto, está inmersa en un acelerado proceso de cambios, que modifican muchas referencias anteriores y generan otras nuevas. La encuesta publicada por este mismo periódico hace unas semanas sobre "el tono vital de España" era muy reveladora. La imagen que daba era la de una sociedad que confía en su futuro inmediato y que se siente bastante satisfecha con su presente. Y esto es enormemente importante para el balance global de la transición política, pues significa que, pese a todo, los partidos y las instituciones, con sus limitaciones e insuficiencias, han sabido impulsar una transición que ha culminado con éxito y la sociedad española, dentro de su diversidad, está superando los traumas legados por tantos años de dictadura, de represión y de fragmentación y entrando en una fase inédita y muy estimulante de estabilidad democrática.
Por eso, la pregunta de si hemos llegado tarde -y yo creo que efectivamente es así- sirve sólo para describir la situación y no para valorarla. Nuestra sociedad está cambiando de tal modo que no sólo no hemos tenido ocasión de crear un sistema clásico de partidos políticos sino que ya no es útil intentarlo. Ya no sirve proponer soluciones basadas en las recetas de períodos anteriores -como la de los partidos de masas clasistas o confesionales, o la de los partidos-sociedades- porque la estructura de nuestra sociedad requiere otras cosas. Hoy por hoy, lo que le ofrecemos es un conjunto de carismas personales, ideologías nacionalistas, propuesetas corporativas y algún que otro modelo superado por la historia. Esto tampoco sirve de mucho porque una sociedad como la nuestra necesita referencias seguras y estables y éstas no lo son.
Partiendo de lo que tenemos y del balance de estos años de transición, se trata, seguramente, de encontrar nuevas formas de hacer política. En una sociedad que pese a todo camina hacia adelante y conria en el futuro colectivo del país, el papel de los partidos y de las instituciones públicas no debe consistir en pretender la exclusividad del protagonismo y de la representatividad, sino en crear las condiciones para que los ciudadanos puedan autoorganizarse con el fin de ejercer libremente sus derechos individuales y colectivos, en igualdad de condicibnes, sin privilegios ni marginaciones sociales. Éste es seguramente el auténtico desafío político del futuro. Y en él deben basarse, a mi entender, todas las reflexiones sobre la estructura, la organización y el papel de nuestros partidos políticos.
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