Nochevieja en Ainielle
Fue el único recuerdo que conservé de ella. Todavía lo llevo, atado a la cintura desde entonces, y espero que ese día, cuando los hombres de Berbusa y Oliván me encuentren, me acompañe también con el resto de la ropa al cementerio. Lo demás -los retratos, las cartas, las fotos- está todo allí esperándome desde hace mucho tiempo.Al principio, cuando la descolgué, anonadado como estaba por el descubrimiento, ni siquiera me acordé de liberarla de aquel trágico lazo que oprimía estrechamente su garganta. Fue ya fuera del molino, mientras trataba de arrastrarla entre la nieve del camino, cuando de nuevo reparé en la presencia de la soga y, sin saber qué hacer con ella, casi sin darme cuenta, me la até a la cintura para que no dificultara más aún el ya penoso esfuerzo de trasladar hasta casa el cadáver de Sabina.
No me volví a acordar de ello hasta pasados varios días. La precipitación de los acontecimentos en un primer momento (la llegada de los hombres de Berbusa y Oliván -a quienes logré avisar de lo ocurrido tras caminar durante horas por el monte en medio de la nieve y la locura-, el largo y silencioso velatorio de la noche y el posterior entierro bajo la dura luz helada de aquel amanecer) y la terrible soledad que se abatió sobre la casa y sobre el pueblo cuando los hombres volvieron a partir hacia los suyos me sumieron en un estado de total indiferencia del que tardé muchos días en salir. Sentado día y noche junto a la chimenea, sin acordarme apenas de comer ni de dormir, sin levantarme siquiera de mi sitio salvo para mirar de tarde en tarde a través de la ventana la sombra de la perra tirada como un trapo en el portal, ni siquiera me di cuenta de que el cordel seguía conmigo, atado a la cintura, como un áspero cinto o como una maldición.
Cuando lo descubrí, sentí la misma conmoción que, ahora, nuevamente, acaba de volver a sacudirme: esa brusca aspereza, de esparto viejo y seco, que atraviesa la piel y recorre la sangre y desgarra el recuerdo como una quemadura. A veces, uno cree que todo lo ha olvidado, que el polvo de los años ha destruido ya completamente lo que a su voracidad un día confiamos. Pero basta un sonido, un olor, un tacto inesperado, para que, de repente, elaluvión del tiempo caiga sin compasión sobre nosotros y la memoria se ilumine con el brillo y la rabia de un relámpago. Aquella noche, además, el recuerdo estaba aún en carne viva. O mejor: ni siquiera era un recuerdo todavía, sino la sucesión interminable de la imagen que seguía habitando en mi mirada. Yo estaba ahí, junto a la cama, completamente a oscuras, definitivamente roto ya por el cansancio y por el sueño y no sé si decidido o resignado a enfrentarme de una vez a la infinita soledad que, desde hacía varias noches, me esperaba entre estas sábanas. Fue en el instante mismo de empezar a desvestirme. De pronto, la mano tropezó con algo extraño y la aspereza inesperada de la soga me estremeció de arriba a abajo dejándome aturdido al borde de la cama.
Mi primera intención fue arrojarla a la lumbre. Pero, cuando volví a ba ar a la cocina, aquélla ya se había apagado y los rescoldos agonizaban lentamente en medio de la noche. Para poder quemar la soga tendría que encender de nuevo el fuego, y yo estaba nervioso y muy cansado. Además, la leña también se había acabado y hubiera tenido que volver a buscar más hasta la cuadra. Decidí que lo mejor sería guardarla en cualquier parte, esperar al día siguiente para, por la mañana, cuando volviera a levantarme, ya más tranquilo y despejado, encender la chimenea y sentarme a su lado a contemplar cómo la soga se convertía poco a poco en un montón de brasas. Sin embargo, ni en la cocina ni en las habitaciones hallé un lugar donde dejarla. La imagen de Sabina regresando en la noche a por la soga y mis propias pisadas deambulando por la casa -como si fuera un asesino que buscara un escondite inexpugnable para el arma de su crimen- me convencieron enseguida de que no podría dormir, ni tan siquiera pensar en acostarme, mientras aquel trozo de cuerda continuara estando dentro de la casa. Al final, cada vez más nervioso y asustado, como si aquella soga comenzara ya a quemarme entre las manos, salí a la calle y la arrojé con fuerza, en medio de la noche y de la nieve, lo más lejos que pude de la casa.
Recuerdo que dormí durante muchas horas: 15, 20 tal vez. O quizá más. Quizá dormí durante días enteros -días que nunca he vuelto a recordar ni a recobrar- y aquella luz que regresó a mis ojos (y que al principio confundí con el primer temblor del alba) no era la claridad del día siguiente, sino la de dos o tres días después. No lo sé. Ni siquiera intenté nunca averiguarlo y ahora menos aún podría ya importarme. Sólo sé que dormí durante mucho tiempo, lenta, pesada, interminablemente, y que, cuando desperté, estaba ya otra vez empezando a anochecer.
En el portal, la perra seguía inmóvil tirada en un rincón. Apenas había cambiado de postura desde la última vez. Hundida en la penumbra, frente a la nieve helada que rebasaba ya con creces el muro del corral y el comienzo de la ventana de la cuadra, ni siquiera se volvió para mirarme cuando me sintió bajar por la escalera. Seguramente tenía hambre. Llevaba varios días sin comer, igual que yo. Busqué algo por la casa y, al final, encontré en un arcón un trozo de pan viejo y corrompido por el frío. Se lo tiré delante de ella, pero la perra lo miró apenas un instante, indiferente, sin moverse siquiera de su sitio. Luego volvió ligeramente la cabeza y se quedó mirándome con los mismos ojos fríos y apagados, con la misma turbadora inexpresión que sólo días antes descubriera en los ojos insomnes y quemados por la nieve de Sabina.
Entre tanto, la noche había caído nuevamente sobre Ainielle. Aquello que al principio confundiera, al despertar por fin de tan pesado y largo sueño, con la primera claridad del alba, no era sino la sombra desgarrada con que el anochecer comienza siempre en el invierno a deshacer el horizonte y las montañas. Sentí frío. Busqué una pala y abrí una estrecha zanja en medio de la nieve hasta la cuadra. Mientras dormía, había nevado nuevamente -nieve sobre la nieve y hielo sobre el hielo- y el corral estaba ahora sepultado bajo una gruesa y dura capa que me llegaba ya hasta la cintura. Tuve que escalar durante un rato ante la entrada hasta poder por fin abrir la puerta y recoger la leña necesaria para el fuego. Luego, de vuelta en el portal, dejé entrar a la perra en la cocina y me dispuse una vez más a resistir la noche junto a la chimenea.
Todo empezó de nuevo, sin embargo, con el descubrimento de aquel viejo retrato de Sabina. Había estado siempre allí, en la pared de la cocina, justo encima del escaño en que ella siempre se sentaba y que, ahora, permanecía ya vacío e inmensamente solo frente a mí. Era una antigua fotografia amarillenta -Sabina con la ropa de domingo: aquel vestido pobre y negro, aquella pañoleta de hilo gris sobre los hombros, los mismos pendientes de la boda desempolvados para la ocasión- que un fotógrafo de Huesca le había hecho cuando bajamos a despedir a Casimiro a la estación. Yo mismo le había puesto un marco de madera y colgado en la pared. Desde entonces -hacía ya 22 años- había estado siempre allí. Pero los ojos se habitúan a un paisaje, lo incorporan poco a poco a las costumbres cotidianas y lo convierten finalmente en un recuer
Nochevieja en Ainielle
do de lo que la mirada alguna vez aprendió a ver. Por eso, aquella noche, cuando de pronto reparé en la presencia amarillenta del retrato, los ojos de Sabina se clavaron en los míos como si, en ese instante, ambos se hubieran visto por primera vez. Sobresaltado de repente, desvié la mirada hacia la lumbre. Los troncos crepitaban doloridos y, a su lado, la perra dormitaba mansamente, ajena por completo a mi mirada y a la fotografía que seguía velando su fiel sueño desde la polvorienta soledad de la pared. Nada cambiaba en apariencia la costumbre invariable de otras noches. Nada rompía la fisonomía familiar de la cocina en torno a mí. Pero, al trasluz atormentado de las llamas, sobre el respaldo del escaño para siempre ya vacío, los ojos de Sabina me miraban fijamente, perseguían a los míos como si aún siguieran vivos en aquel viejo papel.Poco a poco, a medida que la noche fue avanzando, la presencia de la fotografía empezó a hacerse más molesta y obsesiva cada vez. Concentré la mirada en la espiral del fuego. Cerré los ojos tratando de dormir. Pero todo era inútil. Los ojos amarillos de Sabina me miraban. Su soledad antigua se extendía como una mancha húmeda por toda la pared. Pronto entendí que la tranquilidad y el sueño de horas antes serían ya imposibles mientras aquel viejo retrato siguiera frente a mí.
La perra despertó, sobresaltada, y se quedó mirándome sin entender muy bien. Yo estaba ya junto al escaño, nervioso y aturdido, pero dispuesto a poner fin a aquella situación. El recuerdo cercano de la soga me empujaba. El temor a la locura y al insomnio había comenzado a apoderarse ya de mí. Cogí el retrato entre las manos y lo miré otra vez: Sabina sonreía con una gran tristeza, sus ojos me miraban como si aún pudieran ver. Y, en la desolación extrema de aquel andén vacío, su soledad de entonces atravesó mi corazón. Sé que nadie jamás me creería, pero, mientras se consumía entre las llamas, su voz inconfundible me llamaba por mi nombre, sus ojos me miraban pidiéndome perdón.
Aterrado, salí de la cocina. Cerré la puerta a mis espaldas y me hundí en la oscuridad. Casi instantáneamente, un frío inexplicable me invadió. La casa estaba helada, cargada de amenazas, cuajada de silencio y de humedad. En medio del pasillo, me detuve y escuché. El eco de las llamas se había sofocado tras la puerta, pero la voz sonaba ahora de nuevo junto a mí. Atravesado por el pánico, miré a mi alrededor. La oscuridad era absoluta, llenaba mis pupilas como una maldición. Busqué en el bolso la linterna y la encendí. Un sudor frío me recorrió la cara. Una descarga seca me paralizó. En la pared del fondo del pasillo, junto a un antiguo y olvidado calendario, Sabina me miraba nuevamente, sentada a mi derecha en el escaño, en un viejo retrato de los dos. Lo arranqué de su sitio sin pensarlo y me abalancé por la escalera hacia la habitación. Había comprendido que debía de actuar con rapidez.
Los cajones, las arcas, los baúles. Las habitaciones de arriba y el desván. El armario de la ropa y la cocina. Nada quedó sin registrar. Poco a poco, todas las cosas de Sabina -las fotografías, las cartas, los pendientes y el anillo, incluso algunas ropas y recuerdos familiares- fueron amontonándose en medio del pasillo. Todo cuanto aún pudiera prolongar su presencia dentro de la casa. Todo cuanto aún pudiera seguir alimentando su espíritu y su sombra alrededor de mí. Cuando volví a bajar, un viento seco batía ya toda la casa, golpeaba las ventanas y las puertas sin encontrar la paz.
En medio de la calle, la noche me detuvo. Era la misma noche de horas antes, aunque cruzada ahora por mi exasperación. Inmóvil en la nieve, respiré largamente el aire frío. Dejé que me inundara la helada claridad. Luego, muy despacio, mientras la respiración y el pulso recobraban poco a poco su ritmo originario, me alejé de la casa caminando entre la nieve y busqué con la linterna la vieja portillera de la huerta. Abrirla me costó mucho trabajo. La nieve la cubría por completo y el cerrojo rechinaba agarrotado por una negra costra de hielo y de humedad. Por fin, conseguí entrar. Contemplé el viejo muro, la soledad del pozo, los árboles inmóviles como fantasmas arrecidos en medios de la nieve. Busqué un lugar cerca del muro y comencé a cavar. Como temía, la tierra estaba helada, entumecida por la escarcha y el olvido. La pala rebotaba contra ella, se doblaba sin fuerza entre mis manos como si golpeara encima de una losa o sobre el nervio vegetal de una raíz. Tuve que cavar durante casi media hora, con la linterna en la boca y el sudor helándoseme en la cara, hasta lograr por fin abrir un hoyo lo suficientemente ancho y profundo como para que en él cupiera la maleta en la que había metido todas las cosas de Sabina. Era una vieja maleta de madera y hojalata. Mi padre la había hecho para mí cuando me fui al servicio y, desde entonces, había ido conmigo a todas partes. Ahora le acompañaba a ella, solas las dos bajo la tierra, en su definitivo viaje hacia la eternidad.
Amanecía cuando volví a la casa. Una luz fría se derretía como plomo entre la bruma y un pálido fulgor iluminaba suavemente el interior de la cocina y el pasillo. Todo estaba otra vez tranquilo y en silencio dentro de la casa. Incluso el fuego, debilitado ya y reducido a un círculo de brasas amarillas, acariciaba ahora el sueño de la perra en su serena placidez antigua. Recuerdo que, al entrar en la cocina, miré por vez primera en mucho tiempo el calendario. Aquella que acababa era la última noche de 1961. Me senté en el escaño y, mientras me dormía, decidí que nunca más volvería a pasar solo ninguna Nochevieja de mi vida.
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