El templo de los caídos
David Crockett y Jim Bowie (que no Jim Crockett y David Bowie) fueron dos de los legendarios héroes americanos que resistieron hasta la muerte la carga del Ejército mexicano al mando del general Santa Anna en el improvisado fuerte El Álamo. Esa historia de caídos por la independencia había de llevarse tarde o temprano a la pantalla. Y con cuanta más monumentalidad, mejor. Ahí es nada la monumentalidad que John Wayne, él solo, emblematiza. Y para la ocasión no se limitó a encarnar a ese hombre con pieles de castor en el cráneo, sino que, además, como haría años más tarde en Boinas verdes -otra exaltación exaltada-, la dirigió y se encargó de la producción. Buenos actores (Widmark, Harvey, Boone, Wills ... ) fueron situados estratégicamente en un reparto decoroso, y Dimitri Tiomkin contribuyó a inmortalizar la película con una banda sonora memorable. Se dice que John Ford, que casualmente debía pasar por ahí, echó una mano a Wayne y rodó algo.Y el resultado es lo que debía ser, ni más ni menos. Casi tres horas de espectáculo majestuoso, aire puro y bellos colores, pero, lástima, tan emocionante como una castaña en la lavadora. Entendámonos. De Ford podía haber aprendido Wayne tres o cuatro cosillas técnicas, esa picardía antañona del ojo clínico. A mover masas y a estallar dinamita cómodamente sentado en la silla del director.
Pero hay una membrana que de un John a otro John desapareció por el camino. Se le Puede llamar poesía, o intimismo, o quizá sensibilidad. O las tres cosas a la vez. Escenas como la de Richard Widmark recibiendo la noticia del fallecimiento de un ser querido, que están ahí para emocionar, no emocionan en realidad porque previamente no se ha barnizado a los personajes con pintura humana: sólo son fieras salvajes que entre sudores y sangres levantan un pueblo con esfuerzo casi bíblico. El espectáculo, ya se ha dicho otras veces, es vistoso, eso sí.
Más emoción tiene, aunque sus personajes estén también pintados con brocha gorda, Los caballeros del rey Arturo, aventuras del insigne Lancelot fabricadas a mano en la factoría de la Metro-Goldwyn-Mayer por el sólido Richard Thorpe y con Robert Taylor, Ava Gardner y Mel Ferrer de encarnaduras populares. Para nostálgicos de los torneos aquellos que eran una manera fresca de entender el cine, el entretenimiento sin delirios de grandeza.
Entre tanto caballo norteamericano, las especias soviéticas de esta tarde televisiva no tendrían sentido si no fuera porque fue precisamente la Academia de Hollywood la que concedió un oscar a Moscú no cree en las lágrimas, de VIadimir Menshov. Se trata de un oscar reaganiano que tiene su explicación: se trata de una comedia dramática donde la familia y la sumisión de la mujer en la sociedad son los valores eternos y casi únicos para el bienestar del país. Una película, pues, bastante acomodaticia y sin sobresaltos, a ratos simpática, a ratos plúmbea.
El Álamo se emite hoy, a las 21.35, por TVE- 1; Los caballeros del rey Arturo, a las 16.05, por TVE-1, y Moscú no cree en las lágrimas, a las 19.00, por TVE-2.
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