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Por qué no investigamos

Comentando con el dibujo y la palabra un reciente informe de la OCDE, Antonio Mingote ha tenido el acierto de escribir, sobre las imágenes de dos cejijuntos españoles, esta sentencia admonitoria: "En España no funcionará la investigación mientras no investiguemos seriamente por qué no investigamos". Muy cierto. Porque si para las enfermedades del cuerpo sigue siendo válido el viejo aforismo sublata causa, tollitur effectus, quitada la causa, suprimido el efecto, igualmente válido debe serlo para las dolencias sociales. Y con cimas geniales, como la de Cajal, o con bochornosas hondonadas, como la del mundillo en torno a Torres Villarroel, dolencia social de España ha sido, desde que en el siglo XVI se inició la revolución científica, la insuficiencia de nuestra investigación.Pero ¿es cierto que en España no se investiga? Formulada en redondo, la respuesta afirmativa sería un flagrante desconocimiento de nuestra realidad y soberana injusticia. En no pocos campos de la ciencia, la producción actual de los españoles es muy estimable, y en ocasiones eminente. Buena parte de lo que aquí se hace en bioquímica y biología molecular, en filología clásica y románica, en fisica, en química, en historiografía, en genética, en psicología, en ecología y en otras disciplinas tiene curso internacional; es, como más de una vez he dicho, "producto exportable". Y si de hecho no lo es más, la causa hay que buscarla en otra penosa realidad: que publicar ciencia y pensamiento en castellano es en muchos casos hablar al mundo desde el fondo de un pozo.

No es cierto que en España no se investigue; sí lo es que en España se investiga poco. En términos cuantitativos: el rendimiento de nuestra investigación científica dista bastante de ser el correspondiente a una nación europea de 40 millones de habitantes. Lo cual nos obliga a matizar la certera admonición de Antonio Mingote en términos menos tajantes: "Para que en España funcione satisfactoriamente la investigación, es preciso investigar con seriedad por qué investigamos poco". Así planteada la exigencia, expondré las líneas cardinales de mi respuesta.

1. Motivos de orden histórico. No le demos vueltas: la causa de que la España de los llamados siglos áureos fuese tanto en las artes literarias, en las artes plásticas, en la vida religiosa y en la expansión colonizadora, y tan poco en la creación científica, debe buscarse en la existencia de una mentalidad y un sistema de: prestigios poco compatibles con los hábitos psicosociales que desde Copérnico, Vesallo, VIeta, Erasmo y -en cierto modo- Paracelso exigía y exige el cultivo de la ciencia. Contra esa mentalidad tuvieron que actuar e hicieron lo que hicieron nuestros meritorios, pero modestos científicos de esos dos áureos siglos.

¿ En qué consistió tal mentalidád? ¿Cómo se formó en la España ulterior a Covadongal Que cada cual responda como le plazca. A mi modo de ver, sólo lo hará convincentemente quien acierte a ofrecernos una síntesis viva y armoniosa de lo que respecto de tan grave problema, y sin excluir, por supuesto, la consideración de otros dictámenes, han escrito tres grandes historiadores actuales: Américo Castro, José Antonio Maravall y Antonio Domínguez Ortiz. Ojalá este aserto sea un reto para nuestros más jóvenes cultivadores de la historia.

2. Consecuencias inmediatas. Realizada según esa mentalidad y ese sistema de prestigios, la estructura de la sociedad española no podía ser suelo idóneo para el cultivo de la ciencia. En las clases dominantes, porque la ciencia no interesaba. En los posibles hombres de ciencia -los españoles con la vocación y el talante adecuados-, porque no disponían de recursos -léase el excelente libro de Luis Gil sobre la sociología de nuestro humanismo renacentista-, y sobre todo porque el mundo en que vivían frenaba o impedía la osadía de la mente. En lo tocante a la vida intelectual, nuestro Renacimiento no fue, contra la entusiasta pintura del Meriéndez Pelayo joven, un conjunto de espíritus "osados e inquietos los unos, sosegados y majestuosos los otros, agitadores todos, cada cual a su manera, sembradores de nuestros gérmenes y nuncios de ideas y teorías que proféticamente compendiaban los varios y revueltos giros del pensamiento moderno".

Todos los de mi edad aprendimos de niños que los enemigos del alma son el mundo, el demonio y la carne, y al ir creciendo, cualesquiera que hayan sido las personales actitudes frente al demonio y a la carne, a muchos nos ha dejado perplejos eso de que el mundo guerree contra el alma, siendo así que ésta se forma en el mundo y en el mundo se enriquece. Hasta que la vida nos hizo descubrir que el mundo es el lugar social de tres poderosos señuelos, el mando, el lucro y la fama, y que la comezón de lograrlos puede corromper las almas y con frecuencia las corrompe. Pues bien: si el cultivo de la ciencia ennoblece el alma, poderoso enemigo de ella fue el modo como el primero y el tercero de esos tres señuelos operaron en el mundo español de los siglos XVI y XVII.

3. Consecuencias tardías. El ejemplo de la Europa moderna y la relativa secularización denuestra sociedad dieron lugar en el siglo XVIII a un incipiente, pero prometedor auge de la investigación. La botánica y la química que en España se hacían eran ya producto exportable. Pero la osadía intelectual de los científicos seguía siendo escasa -qué bien nos lo hace ver, en cuanto a la matemática y la astronomía, la conducta del noble y valioso Jorge Juan-, y las vicisitudes de nuestra historia -miedo a las posibles consecuencias de la Revolución Francesa, consiguiente crispación de la sociedad tradicional, prisión de Jovellanos- pronto dieron al traste con esa auroral posibilidad.

Siglo XIX. En el orden político, división de España en dos mitades enfrentadas y las "altas llamaradas de esfuerzo" de que hablara Ortega. En el orden intelectual, descenso a un nivel lamentable, del que sólo sobresalen, mas no lo suficiente, los pocos hombres que no se resignan al penoso hundimiento de nuestra ciencia. Hacia 1850 -escribe Meriéndez Pelayo- "aprendíase fisica sin ver una máquina ni un aparato, o más bien no se aprendía de modo alguno, porque los estudiantes solían cortar por lo sano, no presentándose en la universidad sino el día de la matrícula y el del examen".

La indudable paz social que la Restauración de Sagunto trae a la vida española, ¿creará condiciones favorables para el cultivo de la ciencia? No resisto la tentación de copiar una parte de la animada respuesta que, sin proponérselo, dio a esa interrogación Melchor Fernández Almagro: "Nadie miraba a lo lejos. Inconsciencia y optimismo. Pasada la batahola de la Revolución y la República, salvado el momento dificil de la muerte de Alfonso XII y sumido el país en enorme calma chicha, el gran niño que era España se entretenía en discutir a propósito del crinien de la calle de Fuencarral o, poco más tarde, del submarino inventado por Isaac Peral. El cuadro de nuestros grandes hombres, para mayor felicidad, estaba cubierto dos veces y permitía elegir: Cánovas o Sagasta,

Pasa a la página siguiente

Viene de la página anterior Galdós o Pereda, Calvo o Vico, Lagartijo o Frascuelo... Libres de cuidados, las gentes se consagraban a sus ocios predilectos. Triunfaban, con los toreros y los cantantes de ópera, los oradores, los poetas fáciles y los prosistas amenos... Chotis de Chueca en los organillos. Pronto su Marcha de Cádiz se convertirá en himno nacional...". Secularizados, degradados, la estructura y el sistema de prestigios de la sociedad española seguían haciendo punto menos que imposible la existencia de una investigación científica minímamente satisfactoria. Y, sin embargo...

4. La salida del bache: primera respuesta. Algo bueno había en el seno de esa sociedad, bajo su epidérmico pintoresquismo: paz, libertad intelectual (no suficiente, en todo caso; dígalo, si no, la lamentable historia de la penetración del dar-winismo en España) y un creciente interés por la ciencia y por el prestigio que ella otorga. No otro fue el sentido profundo de la famosa polémica de la ciencia española: se polemizaba sobre nuestra contribución a la ciencia, porque en círculos cada vez más amplios sinceramente se la estimaba. No puede extrañar, pues, que en la España de la Restauración y la Regencia surgiese una respuesta esperanzadora a la triste situación en que la ciencia española se encontraba. Una generación de esforzados pioneros -Cajal, Meriéndez Pelayo, Hinojosa, Codera, Bolívar, Olóriz, Gómez Ocafia, San Martín, Torres Quevedo, Calderón y Arana, Turró, Ferrán, Torroja, García de Galdeanoprotagonizó esa importante novedad. Con ellos, la ciencia hecha en España era de nuevo, tanto o más que en los mejores años del siglo XVIII, producto exportable. Cuidado: en modo alguno pretendo afirmar que ese conjunto de hombres fuera, como decían los viejos humanistas, proles sine matrecreata, fruto de generación espontánea. Todos empezaron su tarea apoyándose en lo poco que hasta ellos había en España. Milá y Fontanals precedió a Meriéndez Pelayo; Maestre de San Juan y Simarro a Cajal, y así en otros casos. Gustosamente quiero recordar la generosa diligencia con que durante los últimos 40 años ha sido explorada la obra científica de los precursores de tal pléyade de sabios; empeño en cuyo cumplimiento se han distinguido José María López Piñero, María Luz Terradas, Roberto Marco, Agustín Albarracín y Luis García Ballester. Pero eso no quita grandeza y significación a la espléndida hazaña de esa generación de pioneros. En la sociedad española de 1875, sólo un camino había para hacer ciencia: el que día a día fraguasen la inteligencia y el tesón de cada uno de los aspirantes a esa meta. Mucho antes de que el hoy tópico "Caminante, no hay camino..." fuese formulado, entonces tuvo hermosa realidad. Dos palabras definen la índole y el estilo de ese decisivo paso hacia la conciliación entre España y la ciencia moderna:robinsonismo y quijotismo. Robinsonismo, porque en robinsoniano aislamiento tuvieron que iniciar su carrera científica y avanzar en ella los miembros de esa generación. Quijotismo, porque sólo con una enorme dosis de moral quijotesca era posible entonces la entrega a la investigación científica. No en vano proclamó Cajal en 1905, como consigna salvadora, el "quijotismo del trabajo científico". Como Don Quijote a Dulcinea, así quiso Cajal que los españoles sirvieran a la ciencia, y así hicieron lo que hicieron él y algunos de sus coetáneos. Desde entonces hasta hoy, no poca agua ha corrido por los ríos de España. En consecuencia, algo más habrá que decir, si queremos saber de veras por qué los españoles no investigamos todavía lo suficiente.

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