De los Capetos a la 'cohabitación'
Hace ahora 1.000 años que Hugo Capeto fue elegido y consagrado como rey de los francos, poniendo fin a las querellas dinásticas entre carolingios y robertianos y fundando la dinastía de su nombre. La asamblea de los notables y eclesiásticos lo eligió en el año 987. Y en una solemne ceremonia religiosa celebrada en Noyon fue ungido como rey por el arzobispo de Reims, Adalberon, ayudado por Gerberto, el más brillante eclesiástico de su tiempo, formado en Vich, y que llegaría a ser Papa con el nombre de Silvestre II.Capeto usaba el sobrenombre que se convirtió en apellido por llevar siempre puesta la capucha, distintiva del abadengo de San Martín de Tours, que le pertenecía. Resultó ser un príncipe astuto y tenaz. Consagró rápidamente a su hijo como sucesor del trono, incorporando así, de forma visible, la fuerza de la herencia a la institución monárquica, hasta entonces electiva. Luchó contra los poderosos señores feudales del entorno, aliándose con las ciudades y los gremios. Fue juntando tierras y vasallos para incorporarlos a su minúsculo reino de L'Ile de France con un sentido patrimonial de campesino ambicioso de riqueza y poder. Tuvo una línea de sucesores varones que duró hasta 1328, pasando en esa fecha, por vía femenina, la corona de Francia a la casa de Valois y, desde ella, a los Borbones. En junio de 1987 se cumplirá ese milenario francés, que es también un milenio importante de la historia de Europa. Y ha sido el presidente François Mitterrand quien ha decidido dar solemnidad a esa efeméride, que precederá en dos años a la solemne conmemoración en París del segundo centenario de la gran revolución que llevó al patíbulo al último de los continuadores del linaje de los Capetos. Luis XVI hacía el número 32 de esa larga dinastía.
Francia ha tenido siempre arraigado en su conciencia histórica el sentido del Estado, que significa, sobre todo, el respeto al espíritu de la continuidad. Es decir, la secuencia homogénea de Fines y de voluntades a lo largo del tiempo. La República respetada y restablecida como forma de Estado por De Gaulle desde el manifiesto de Bayeux después del desembarco de Normandía, en 1944, dio lugar al establecimiento de la IV República, que se reveló ineficaz para hacer frente a las graves crisis nacionales e internacionales de la posguerra contemporánea. En 1957, la trágica lucha de liberación nacional argelina repercutió con tal fuerza en la metrópoli que el Estado republicano estuvo a punto de naufragar. El general De Gaulle actuó entonces con notable osadía y coraje, aprovechando aquella quiebra de las instituciones para dar un golpe de fuerza, pedir los poderes plenos y anunciar la redacción de un nuevo proyecto de República, que iba a someter a referéndum nacional.
La Constitución de la V República fue aprobada por gran mayoría en 1958. La novedad ideológica e instrumental que introdujo el general en ese texto fue la de utilizar la consulta directa al pueblo como elemento básico que evitara las ineficaces debilidades de los sistemas anteriores. Se ha discutido mucho el origen de este criterio impuesto por el general a los redactores de la Constitución. ¿Fue acaso el recuerdo de su amigo André Tardieu, autor del libro Le souverain captif, cuya tesis -en los años treinta- era precisamente la utilización del referéndum para evitar el confuso predominio de los Parlamentos fraccionados e ingobernables? Lo cierto es que Georges Pompidou, siendo primer ministro en 1962, se dirigió al Parlamento con aquella frase que sorprendió a muchos: "La forma más perfecta de democracia es la que acude al referéndum para conocer directamente la voluntad popular".
No pensaban, probablemente, los redactores de la Constitución de 1958 que podía darse fácilmente la circunstancia de que un presidente de la República elegido por el sufragio popular tuviera una filiación determinada, mientras que la Asamblea, elegida también por sufragio universal, reflejara mayoritariamente otra tendencia ideológica enteramente antagónica. Sin embargo, esa situación se ha dado de manera rotunda después de las últimas elecciones generales. Y la cohabitación se ha instalado como una necesidad obligada en la vida pública francesa, sin que por el momento hayan chirriado con excesiva estridencia los rodajes institucionales, como habían profetizado numerosos expertos politólogos.
El presidente de la República, Mitterrand, y el primer ministro, Chirac, conviven ejerciendo sus funciones con respeto mutuo a los ámbitos de poder respectivos, a pesar de las abismales diferencias doctrinales que los separan. La opinión pública asiste curiosa al espectáculo y se regocija en ocasiones de la insólita situación, que tiene bastante de teatral y también mucho de probanza seria de la verosimilitud de los mecanismos establecidos por la Constitución gaullista.
Leí con detenimiento las cuatro páginas de una larga entrevista concedida recientemente por el presidente Mitterrand al periodista Alain Duhamel. El jefe del Estado entraba de lleno en el tema de la coexistencia suya con el primer ministro Chirac. La tesis del huésped del Elíseo es que la Constitución gaullista tiene no una, sino varias lecturas. Y que es precisamente al llegar a estas situaciones límite cuando hay que examinar con rigor el texto supremo para interpretarlo con acierto. La hermenéutica que expone el jefe del Estado francés es brillante y sólida. La Constitución otorga, por ejemplo, al presidente, elegido por el sufragio directo, la decisión del uso de las armas nucleares. "La disuasión soy yo", dice en un momento de la entrevista. Y junto a las grandes líneas de la defensa nacional, que también le corresponde definir, están asimismo los horizontes generales de la política exterior de la nación. El primer ministro tiene, en cambio, atribuida una función gobernante indiscutible en todas las materias restantes de política. Y, por supuesto, lleva a cabo el desarrollo puntual de la política exterior o defensiva que haya diseñado el presidente de la República. Mitterrand advierte en su entrevista sobre los peligros que entrañaría el abusar del artículo 49-3 de la Constitución, que permite guillotinar en ciertos casos los debates parlamentarios con el voto de la mayoría.
Esta polémica doctrinal revela, a mi juicio, el predominio del sentido del Estado en la clase política. Es decir, la conciencia de que existen en la conducta de los negocios públicos temas que por su trascendencia no permiten vacilaciones ni discrepancias, porque afectan visceralmente al interés supremo de la nación. Es una visible confirmación de que la idea de la continuidad se halla presente al tratarse de los horizontes de largo alcance.
Con el diminuto reino que el fundador Hugo Capeto inició en 987 se puso en marcha la andadura de Francia hasta llegar a la V República, después de 1.000 años de historia. Mitterrand quiere recordarlo públicamente. Es ello un episodio de carácter simbólico de sumo interés. Representa la trayectoria de un pueblo con grandes y tenaces voluntades definidas a lo largo de 10 siglos de existencia. La cohabitación del socialismo presidencial con el conservatismo del primer ministro, dentro del marco constitucional, obliga a entenderse a estos dos hombres tan dispares en cuanto significa servicio a los objetivos esenciales de la nación que los eligió libremente, en sucesivas elecciones, para que ejercieran el poder.
Ahora mismo, en la grave crisis estudiantil y universitaria, movilizadora de cientos de miles de jóvenes en toda Francia, con el trágico episodio de la muerte de uno de ellos, ha funcionado de modo silencioso la opinión del jefe del Estado: "No acepto la violencia", que engloba en la descalificación a las dos partes enfrentadas en la lucha callejera.
La decisión del primer ministro retirando la ley ha sido una prudente medida táctica para desactivar la marea protestataria. La cohabitación sigue adelante porque es una solución necesaria. El texto de la Carta Magna de la V República es más previsor de lo que pensaban sus críticos, entre los que se encontraba en 1958 el actual presidente de la República, su avisado beneficiario.
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