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El ladrón que pedía dinero

El asaltante 'convenció' a la dueña del piso para que le entregara 15.000 pesetas, y ahora le exige más

El caso de A. L., alemana occidental, fotógrafa, mujer de carácter, separada y con un hijo, tiene los rasgos de suspense que caracterizan cualquier filme de Hitchcock. El caso aún no ha terminado, y es la incógnita de cómo evolucionará lo que sume en la angustia y el insomnio a la protagonista. A. L. encontró un ladrón en su casa el último sábado de noviembre, un caco muy singular, que se limitó a pedirle dinero, charló con ella un buen rato y luego se marchó. Lo malo es que las visitas menudearon.

La casa de A. L., en la quinta planta de un elegante edificio cercano al paseo de la Castellana, es hoy una especie de bunker abarrotado de rejas, cerraduras inviolables y cristales blindados. Ya era algo parecido antes del pasado 29 de noviembre, pero ahora las medidas de protección se han reforzado drásticamente.Ese día, a eso de las 12.30 de la noche, A. L. se levantó de la mesa de su despacho, se dirigió a la cocina a prepararse un café, y en el pasillo, en penumbra, se dio de bruces con un hombre alto, joven, de unos veintipocos años, moreno, vestido con un chándal azul y que esgrimía un destornillador.

"Me llevé tal susto, me quedé tan paralizada por la sorpresa, que no pude ni manifestar el miedo que me entró de golpe en el cuerpo. Le pregunté quién era y qué hacía en mi casa, y él me dijo que me tranquilizara, que no quería hacerme daño. El hombre estaba sereno, y no daba la impresión de brutalidad, de estar dispuesto a la violencia. Balbuceé que iba a prepararme un café y le invité a tomar otro. Puede parecer absurdo, pero tenía miedo de hacer cualquier cosa que pudiera irritarle. Esa noche estaba sola en casa. Mi hijo estaba pasando el fin de semana con su padre".

A. L. y el intruso estuvieron hablando durante casi una hora, que el desconocido aprovechó para comerse un bocadillo, además de para interesarse por la vida de su forzada anfitriona y contarle a su vez aspectos de la suya.

Antes de irse, el desconocido relató a su forzada anfitriona una extraña historia acerca de que se había dado cuenta de que era una señora, que ya no iba a investigarla más y que le diera algo de dinero con que sobornar a dos supuestos compinches para que tampoco ellos siguieran la investigación. El desconocido se marchó con 15.000 pesetas y pareció que ahí acababa todo.

Pero al día siguiente por la noche llamaron por el interfono. "Era el mismo hombre, que quería subir a casa otra vez. Yo ya no sabía qué hacer. Me había pasado toda la noche sin dormir, pensando en las mil cosas, todas desagradables, que podían haber ocurrido. Había comprobado que entró por una pequeña ventana lateral, muy estrecha, protegida por un cristal blindado que apareció fundido, como quemado por un soplete".

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A. L., pese a todo, bajó al portal y tuvo que escuchar otra vez las desgracias personales del singular ladrón, "pero estaba muy crispada". "No me gustaba el cariz que tomaba el asunto. Me negué a darle ni una peseta más y le dejé en la puerta de la calle. Esa tarde había regresado mi hijo y yo dormité en el suelo del estudio, frente a la ventana forzada. El lunes y el martes no paré hasta encontrar un albañil, que me puso una reja en la ventana, pero aun así tampoco el martes pude dormir".

Al mediodía del miércoles llamaron a la puerta. A. L. miró por la mirilla y pensó que aquello empezaba a convertirse en una pesadilla. El desconocido estaba otra vez allí, y quería entrar.

"Yo estaba ya muy nerviosa y le repetí que no una y otra vez, porque él insistía. Se marchó y volvió a intentar convencerme desde el interfono. Cuando me convencí que se había ido, bajé y le pregunté a la portera cómo había subido. La portera me dijo que llevaba un sobre en la mano y que le dijo que me traía unas fotos urgentes".

Un chándal azul

Fue entonces cuando A. L. llamó al 091. La policía llegó media hora más tarde y hablaron sobre lo que se puede hacer en un caso así, "pero la verdad es que no se puede hacer gran cosa"."El hombre no había robado nada de casa, y no me había causado daño físico alguno. Aun suponiendo que le localizaran y detuvieran, estaría en libertad enseguida, y entonces podría tener deseos de venganza, así que preferí no poner la denuncia. Los policías me dijeron que ya habían tenido noticias sobre un hombre que se ha visto por el barrio vestido con chándal. No sé si será el mismo".

A. L. llamó a varios amigos y amigas, tanto para tranquilizarse como para pedirles consejo. Algunos le propusieron prestarle una, pistola y otros le sugirieron o se ofrecieron a pegarle al individuo una buena tunda. El jueves y el viernes no pasó nada. A. L. sigue en tensión, bromea con el lujo que supone tener un ladrón particular pero de cuando en cuando le aflora el sentimiento depresivo de estar prisionera en su propia casa.

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