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Reportaje:

Gandhi bate récords de Gobiernos

El hijo de Indira coloca 'parches' para evitar la ruptura de un país con 800 millones de habitantes

Tras dos años en el poder, a Rajiv Gandhi se le acumulan las dificultades. Con la excepción del frente económico, el primer ministro indio tiene conflictos abiertos en su propio partido gobernante, el del Congreso (Indira); un foco de tensión agravado con Pakistán, en el Norte, y otro en Sri Lanka, en el Sur; disputas raciales o religiosas en dos Estados, Cachemira y Assam, a las que hay que tomar la temperatura cada semana para que no deriven en una lucha civil.

Rajiv Gandhi acaba de entrar al trapo en Punjab, donde el terrorismo sij no deja de crecer, permitiendo que el Ejército asuma poderes especiales durante los próximos seis meses. Afortunadamente para él, o quizá no tanto, la oposición política no existe, es una colección de viejas glorias siempre divididas que sueñan con los tiempos en los que disfrutaron alguna cuota de poder.¿Qué mantiene unido a un país pobre de 800 millones de habitantes y 22 Estados diferentes delimitados fundamentalmente sobre bases lingüísticas? Rajiv Gandhi, que ganó las elecciones de diciembre de 1984, dos meses después del asesinato de su madre, con el único lema de la unidad nacional, va a necesitar algo más que la simpatía general que le alzó entonces como primer ministro para acabar con buen pie su mandato en 1989.

Lo de menos es que haya cambiado ocho veces su Gabinete ministerial en dos años. El Partido del Congreso tiene una larga tradición de puñaladas internas en la lucha por el poder, y Gandhi no está dispuesto a que nadie se sitúe en una posición que le permita hacerle sombra. La última de sus víctimas ha sido su primo Arun Neliru, hasta hace unas semanas poderoso ministro del Interior e íntimo asesor político, y ahora condenado al ostracismo.

Aunque metido en los corredores del poder hace sólo seis años, Gandhi tiene probablemente el instinto suficiente (no pudo tener mejor maestra) para lidiar con las dificultades de su partido. Al fin y al cabo, ha sido él quien ha transformado la imagen de una corte de septuagenarios en busca de prebendas en otra más vendible de jóvenes tecnócratas, compañeros suyos de estudios, comprometidos en principio solamente con la idea de la eficacia administrativa.

Punjab tiene la décima parte de la superficie española, y en la región vive la mayoría de los 13 millones de sijs que hay en la India. El Ejército ya tuvo anteriormente esos poderes, después de que Indira Gandhi ordenara en 1984 el asalto al Templo Dorado -La Meca de los sijs, una religión fundada en el siglo XV por el guru Nanak-, y las cosas no pudieron ir peor. La espiral de la violencia sectaria ha crecido tanto como los agravios religiosos, políticos, económicos y territoriales que los sijs tienen contra los hindúes que gobiernan en Nueva Delhi.

Barnala, traidor

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Punjab ha sido un trágico escaparate exterior para la India, en forma de titulares de periódico, durante los dos últimos años y medio. Los asesinatos políticos se cuentan por millares.

Gandhi lo tuvo al alcance de la mano hace sólo 15 meses. Dos tercios del electorado de Estado votaron en septiembre de 1985 y una abrumadora mayoría lo hizo por un partido sij nacionalista, el Akali Dal. Previamente, Rajiv Gandhi y el líder sij Sant Longowal, posteriormente asesinado, habían llegado a un acuerdo que satisfacía una buena parte de las demandas de esta comunidad: Chandighar, la capital del Estado, con un estado especial, se transferiría territorialmente a Punjab; serían resueltas las disputas con dos Estados vecinos sobre las aguas de tres ríos, y se haría público un informe encargado por el Gobierno sobre los disturbios que asolaron Nueva Dehli tras el asesinato de Indira Gandhi y que tuvieron a la comunidad sij de la capital india como blanco principal. Año y medio después no se ha cumplido una sola de las cláusulas principales del acuerdo que debía pacificar Punjab.

El centro político ha sido destruido en aquella región a manos de la inflexibilidad de Gandhi, por un lado, y del fundamentalismo secesionista, de otro. El primer ministro del Estado, Barnala, que se echó en los brazos de Nueva Dehli, está políticamente acabado y afrontará dentro de dos semanas una moción de no confianza planteada por el ala radical de su partido, cuyo máximo dirigente, Prakash Singh Badal, está en la cárcel desde el lunes pasado, acusado de instigar el terrorismo. La escisión del Akali Dal se profundiza de día en día, y con ella la pérdida de fortaleza de los moderados. Barnala es casi un traidor; Badal, un semihéroe, y el extremismo gana terreno.

Jubilación dorada

Los sijs se sienten tratados como ciudadanos de segunda, y los turbantes color azafrán, que son el signo externo de apoyo a la Federación de Estudiantes Sijs, un movimiento radical, se multiplican en las ciudades y pueblos de Punjab.

Delhi ha perdido la credibilidad, y eso hay que cargarlo fundamentalmente en el debe de Rajiv Gandhi. Una de las razones importantes de que eso haya sucedido es la incapacidad del primer ministro para dar publicidad a las conclusiones del denominado informe Mishra sobre la matanza de sijs en la capital india en noviembre de 1984. Allí se establece que importantes figuras del partido gobernante tomaron parte activa y premeditada en los asesinatos y saqueos de aquella fecha, según fuentes de toda solvencia en Nueva Delhi.

Zarandeado por los santones de su partido, él mismo metido hasta el cuello en una operación de cambio y moralización del I Congreso, que no le perdonan quienes consideraban que la pertenencia a la jerarquía era un seguro de jubilación dorada, Rajiv Gandhi carece, según sus críticos, de la firmeza necesaria para tomar decisiones radicales. La situación en Punjab ha llegado a un punto en que al Gobierno indio sólo le quedan dos opciones: o poner toda la carne en el asador del desacreditado Barnala, lo que a los ojos de los sijs será entendido como complicidad entre el Akali Dal y los designios centralistas de Delhi, o dejar morir políticamente al jefe del Gobierno punjabí y asumir directamente poderes en el Estado, algo previsto por la Constitución, y que podría desembocar en una guerra civil.

Población musulmana

Gandhi intenta ganar tiempo en Punjab y evitar la cirugía. Entre otras causas, porque necesita aclarar su propia solidez política. En primavera se celebrarán elecciones en los Estados de Bengala occidental, Cachemira, Tripura, Kerala y Haryana. Este último, que limita con Punjab; Cachemira, de población mayoritariamente musulmana, y que Pakistán reclama como parte de su territorio, y Bengala, dominado por los comunistas, son patatas calientes para el primer ministro indio. Gandhi ha concluido recientemente un acuerdo de coalición con el jefe del Gobierno de Cachemira, Farooq Abdullah, para evitar el desastre en una de las zonas más revueltas y sensitivas de la India.

Y hay más. En julio próximo el Parlamento elegirá a un nuevo presidente de la nación para reemplazar a Zail Singh, cuyo mandato de cinco años expira entonces. Aunque el cargo de presidente de la India es más representativo que otra cosa, Gandhi desde el primer momento ha rriantenido a Zail Singh fuera de juego, sin consultarle una sola medida política de importancia e incluso sin hacerle partícipe de los protocolarios informes que se siguen de cada viaje al exterior de un jefe de Gobierno.

Se dice, en consecuencia, que Singh, un sij, puede estar dispuesto a presentarse a la reelección, lo que no haría las cosas más fáciles para un hombre que necesita restaurar las profundas heridas del partido gobernante.

4.000 años de dominio racial

Rajiv Gandhi no debe sentir mucho consuelo al leer los periódicos que le cuentan cómo cada 12 horas una mujer india se arroja a la pira funeraria de su marido, que todavía se sacrifican niños en ofrendas rituales en su país o que le acusan de dejar desamparados a los miles de parados como consecuencia del desastre industrial de Bhopal, que se ha llevado a casi 3.000 personas por delante y cuyo segundo aniversario se ha cumplido esta semana.Al primer ministro le quedan, y no es poco, su popularidad y la satisfacción de que en el terreno económico las cosas no van tan mal como se temía. Las medidas de liberalización adoptadas por Gandhi y la flexibilidad que ha imprimido su política en este terreno atraen inversiones extranjeras y comienza a mejorar la competitividad de las empresas nacionales. Pero, aun en este capítulo, una cosa son las intenciones y otra diferente el tejido social en el que se han de aplicar.

La ruptura con el modelo de socialismo económico practicado durante 40 años en la India, anunciada por Gandhi en un vigoroso discurso el pasado 29 de octubre, se enfrenta con una sociedad dominada desde hace 4.000 años por el sistema de castas, donde el inmovilismo viene dictado prácticamente desde la cuna.

Más del 65% de los indios son analfabetos y 300 millones de personas viven por debajo de la línea considerada como límite de la pobreza. Reducir impuestos y subsidios por decreto no significa necesariamente penetrar la barrera social de ineficacia, corrupción institucionalizada y enquistada burocracia. Y esa barrera es una de las muchas que todavía hoy separan a la India de un Estado moderno.

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