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Disquisiciones inactuales: lo feo

,Se me permitirá -o me permitiré yo mismo- terciar entre mis amigos Carlos Castilla del Pino y Vicente Verdú en la minipolémica suscitada por la nota de fealdad con que, supongo que como boutade, un distinguido arquitecto había calificado al edificio de El Escorial? Pues... ,por qué no? En algo hay que pasar el rato y distraer a los lectores, abrumados y apesadurnbrados sin duda por tantas catástrofes naturales y artificiales, huinanas e inhumanas, con que cada día les confrontan las páginas del periódico.

Para empezar, quiero remitirme a un recuerdo mío ya bastante remoto. Regresaba yo por primera vez a España desde mi largo exilio en el verano de 1960, disfrazado no de peregrino, sino de turista, conduciendo un automóvil de matrícula extranjera, cuando, al preguntar en un albergue del Guadarrarna por el camino hacia El Escorial, alguien me recomendó que mejor visitase el Valle de los Caídos, mucho más bonito. De lo bonito que este monumento era ya había podido formarme idea antes por unas fotos a todo color de la revista norteamericana Time; agradecí el consejo y seguí adelante para Madrid, -adonde me proponía llegar sin demora.

Metiendo ahora baza en el asunto debatido, empezaré por apuntar que se trata, en último extremo, de una vieja cuestión batallona de la especulación filosófica: la de la objetividad o subjetividad de los valores, cuestión cuya complejidad misma impide las soluciones tajantes; de otro modo no hubiera sido materia de tanta y tan alta discusión. En principio no resulta difícil ponerse de acuerdo sobre la existencia objetiva del valor; en principio, todos reconocemos valores, y de continuo nos referimos a ellos, los invocamos, los sentimos funcionar en la conducta de las gentes. Tomemos por ejemplo el de Justicia, escrito así, con mayúscula. ¿Quién no percibe, quizá de manera innata, que algo es justo o injusto? El niño, a quien nadie ha instruido al respecto, se revuelve contra una decisión paterna que considera injusta, y sólo la aceptará en su fuero interno cuando se le hayan hecho ver las razones que la justifican, supuesto que en verdad las haya. Podremos todos equivocarnos al juzgar; y si hemos incurrido en error de juicio, tal vez la reflexión propia o ajena nos haga rectificarlo. Incluso podremos inclinarnos, en la práctica y a sabiendas, en favor de lo que reconocemos injusto si ello nos beneficia; pero aun entonces sabemos que es injusto: la validez del principio. se nos impone con absoluta evidencia. Si yo sostengo que El Escorial es feo, o que el Valle de los Caídos es bello, estoy apelando al valor objetivo de belleza, por más que mi juicio les parezca a otros atinado o erróneo. La dificultad comienza cuando, en el terreno de la práctica, el juicio de valor se aplica a los casos concretos. Objetivamente, ¿es feo El Escorial? ¿Es bello, objetivamente, el Valle de los Caídos?

Pretender que ambas opiniones tienen igual peso, y que todo se reduciría a personales apreciaciones, equivale en definitiva al absurdo de negar en principio la existencia de los valores. Absurdo, digo, porque en tal caso no tendría sentido hablar de la justicia, o de la belleza, o de la verdad, o de lo que fuere, ni cabría ya discusión alguna acerca de sus relaciones con el orden de la realidad práctica; pues, en efecto, cualquier posible discrepancia en el juicio tiene que ir referida al valor, y no podrá darse sin estar basada en su implícito reconocimiento. Y una vez reconocido en principio el valor como base imprescindible de todo juicio práctico, habrá que aceptar que este juicio resultará atinado o fallido dependiendo de que quien lo formula haya percibido acertadamente o no la calidad de la materia juzgada en relación con el valor al que es referida.

Al individuo humano se le concede así no, desde luego, una facultad libérrima para decretar por sí y ante sí acerca de lo que es justo o injusto, bello o feo, verdadero o falso, sino la capacidad de percibir con mayor o menor acuidad el valor positivo o negativo en los casos de la realidad práctica. Esta percepción está condicionada, sin duda, por las variantes históricas de la cultura, y, dentro de los muchísimos elementos que configuran ésta, será la educación del gusto lo que, en estética, lleve a descubrir y apreciar -o, respectivamente, a depreciar- los objetos ofrecidos a la contemplación. Pero, como quiera que sea, y no importa bajo qué factores condicionantes de estimulación o de inhibición paralizada, siempre habrá de ser un descubrimiento de aquello que yace en el objeto mismo lo que ponga en valor, como con galicismo suele decirse, su calidad estética. A principlos del siglo actual, los escritores de la generación del 98 (Baroja, Azorín, Unamuno, Machado) descubrieron la belleza del árido y desolado paisaje castellano, que a los Ojos de anteriores generaciones era tenido por feo; lo inventaron, en la acepción original de esta palabra. Y no sería imposible, aunque sí arduo quizá, establecer los condicionaniletitos sociológicos de ese descubrimiento.

La poesía, la pintura, el arte en general, enseña a ver la naturaleza; son los artistas quienes crean el paisaje como objeto estético. Pero su belleza, dicho queda, reside en la naturaleza misma; estaba ya ahí, aguardando la coyuntura que la hiciera patente. La obra de arte bien lograda cumple la función de destacarla; la absorbe, la incorpora y la trasunta en una estructura autónoma, haciéndose así depositarla privilegiada del valor belleza.

Ahora bien, ese objeto que es la obra de arte responde a los condicionamientos culturales a que su elaboración estuvo sometida, se encuentra marcado por signos de su tiempo y lugar, que a veces pueden aparecer en rara conjunción con los de los nuestros (recuérdese el entusiasmo cubista por la escultura del África negra), pero que con más frecuencia lo separan y hacen ajeno a nuestra hora presente. En este caso habrán de resultarnos extraños. Toda cautela será poca entonces para pronunciarse acerca de su pretendida belleza, pues es probable que, se nos escape, que seamos incapaces de percibirla, tal como no oímos la música oriental cuando no estamos hechos a ella...

Pero dejemos ya, lector, estas vanas y ociosas disquisiciones inactuales y, volviendo la página, paguemos de nuevo la debida atención a la cotidiana ración de atrocidades -tan urgentes como efimeras- que la crónica de sucesos nos depara.

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