La confusión de Europa
LAS SANCIONES contra Siria adoptadas por el Consejo de Ministros de la Comunidad Europea (CE) reflejan la voluntad de superar una situación conflictiva e incómoda que se había creado entre el Reino Unido y los otros miembros de la CE. Los ministros defendieron, en el curso de la reunión, posiciones dispares, pero lograron -con la excepción de Grecia y no pocas tensiones- un compromiso que consiste en la aplicación de medidas más bien simbólicas para restringir sus relaciones con el Gobierno de Damasco. Los doce quieren hacer sentir a éste que debe poner fin al apoyo que presta a actividades terroristas. Pero la posición de la CE sigue distanciada de la británica: no hay condena de Siria, ni retirada de embajadores, ni medidas de ruptura. Sin embargo, el Gobierno de Thatcher ha obtenido una satisfacción, y puede decir a su opinión pública que hay acuerdo en la CE para aplicar restricciones a las relaciones con Siria.En cuanto a la lucha contra el terrorismo internacional, es dudoso que lo decidido en Londres tenga utilidad. Agrega más bien una pieza más a un conjunto de contradicciones y confusiones en el que se van deteriorando tanto la fuerza moral -decisiva en esta causa-como los criterios de eficacia política. No se trata de poner en duda que Siria haya ayudado a grupos terroristas, pero no existe razón mayor para considerar que el caso Hindawi exige, precisamente ahora, adoptar contra Siria medidas de castigo. Ello es particularmente incoherente en el momento en que se pone al descubierto que EE UU, para obtener la liberación de ciertos rehenes, ha suministrado armas a Irán, otro país cuyo apoyo al terrorismo es evidente. ¿Cuál es la actitud adecuada con los países que apoyan al terrorismo?, ¿bombardear Trípoli, romper con Damasco, negociar con Teherán? La CE necesita definir una política que sea lógica y que tenga un respaldo moral.
Por otro lado, el atentado preparado por Hindawi en Heathrow sigue rodeado de misterio: hay un trasfondo movido por servicios secretos al que no llegan las investigaciones judiciales. En sus declaraciones a The Washington Times, Chirac ha evocado posibilidades que no cabe descartar, como la implicación de personas ligadas al Mosad o de sirios interesados en dañar al presidente Asad. Cuando el Gobierno de Thatcher pide a la CE que se solidarice con su decisión de romper con Siria, lo que está en cuestión no es la validez de la sentencia de un juez, que tiene su ámbito propio de aplicación; está en juego una decisión política, y la mayoría de los países de la CE discrepan políticamente del Reino Unido sobre la actitud que debe adoptarse con Damasco. Por eso, aunque solamente Grecia ha hecho pública su reserva, otros países intentaron reducir al mínimo su compromiso en las medidas contra Siria.
El problema de fondo es que una política europea en el Próximo Oriente tiene que reconocer el papel de Siria en Líbano y en la región, y contar con ella para buscar caminos de paz. El presidente Asad ha restablecido sus relaciones con Jordania, y ello debe facilitar el diálogo con otros países árabes moderados. Sería absurdo que la política europea empujase aún más a Siria hacia el radicalismo árabe y fomentase el estrechamiento de sus vínculos con la URSS. En definitiva, lo que se echa aquí en falta es la carencia de unos planteamientos políticos comunitarios con respecto al mundo árabe y muy concretamente ante el contencioso de Oriente Próximo. No parece desaforado pensar que la actitud británica en este caso está inspirada tanto por razones de índole nacional como de conveniencia sincronizada con los intereses de los Estados Unidos. Una operación de aislamiento diplomático contra Siria sería difícil de concebir desde una perspectiva de política exterior europea, en la medida en que las responsabilidades por la tensión en Oriente Próximo son fuertemente compartidas e imposibles de deslindar con la limpieza a la que parecería apuntar la actitud británica.
La reunión de Londres ha puesto de manifiesto que la presidencia del Reino Unido tiene una concepción muy discutible de lo que debe ser la política exterior común de la CE. El método seguido es adoptar una decisión unilateral y luego pedir, en nombre de la solidaridad que debe unir a los miembros de la Comunidad Europea, que todos hagan suya la posición del Reino Unido. Un paralelismo a este tipo de comportamiento tan insular habría que verlo, por otra parte, en la reciente decisión británica de extender los límites de explotación económica en los mares circundantes a las Malvinas, lo que podría, eventualmente, acarrear conflictos con otros miembros de la Comunidad Europea.
Mal camino es, en cualquier caso, tanto el que mira a oriente como el que lo hace al Atlántico austral para llegar a una verdadera plataforma exterior europea, que exige un acuerdo permanente para discernir los puntos posibles de una política común. El Reino Unido ha mostrado escasamente en las últimas semanas una voluntad de integración de actitudes, ya que no se plantean, por el momento, mayores profundidades institucionales, lo que nos ha de recordar inevitablemente a Margaret Thatcher reclamando en un próximo pasado a los restantes miembros de la Comunidad la devolución de una parte de la contribución británica al fondo comunitario. En aquella ocasión fue posible llegar a un arduo compromiso; esta vez la negociación habrá sido laboriosa pero apenas se ha hecho más que decorar lo que es un verdadero desacuerdo de fondo.
Londres debe aprender la lección del conflicto que ha surgido inicialmente en el caso de Siria, y que solamente se ha superado gracias a la flexibilidad de países como Francia y España, que han optado por administrar su desacuerdo con discreción.
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