Magníficos rectores, miserable Universidad
El artículo sobre la Universidad española firmado por seis de sus rectores y publicado en EL PAÍS el pasado 15 de octubre no constituye precisamente un grano de sal. Su decidida voluntad de soslayar conflictos y deficiencias reales con los gestos de una retórica triunfalista constituye más bien un lugar frecuentado por la opinión pública de hoy. Su moral es la del tradicional: todo va bien, aquí no acontece nada. Su discurso, según el cual la Universidad española vive el mejor de los momentos posibles, puede suscitar cualquier cosa menos sorpresa. Y, no obstante, merece la pena subrayar sus desafueros, porque al fin y al cabo la autoridad que ampara a sus autores está llamada a consolidar de una manera definitiva la miseria de la Universidad actual.El artículo en cuestión no deja espacio para grandes disputas. Sus esgrimidos argumentos no son, en rigor, mas que dos: uno legalista, sindicalista el otro. Y su discurso es más elocuente por lo que soslaya que por lo que predica. Su alarmante signo es, en fin, su estrechez de miras.
El problema específico que la Universidad española arrastra desde los gloriosos días de su edad escolástica es, en primer lugar, su deficiencia científico-técnica. Quizá nuestros rectores hayan olvidado, entre tanto, las críticas que la inteligencia española ha sembrado, desde Ramón y Cajal hasta Américo Castro, a su anquilosada vida intelectual. Estas críticas de ayer y de hoy han topado siempre con un mismo escollo: una burocracia académica siempre sólidamente anclada, ideológica lo mismo que institucionalmente, a las instancias del poder político, pero intelectualmente incompetente. En tercer lugar, el atraso de la Universidad española ha estado y sigue estando condicionado a la ausencia o a la debilidad en España de las grandes corrientes críticas y reformadoras de la cultura moderna. Nos ha faltado el espíritu educador de los ilustrados, escribió una vez Ortega, a quien nadie puede atribuirle precisamente una especial simpatía por el siglo de la crítica. Y por último, bajo el problema de la Universidad siempre se ha venido discutiendo la cuestión del atraso español, y no sólo desde sus coordenadas económicas, sino también en sus manifestaciones culturales: la falta de vitalidad intelectual, que se ha amparado y hoy se sigue refugiando en nuestras aulas.
Nuestros rectores responden a las críticas, todavía incipientes e inarticuladas, que en los márgenes de la Universidad actual se dirigen contra su disfuncionalidad, invocando la perfección inherente a sus renovadas leyes y a las nuevas garantías institucionales que protegen las pensiones del profesorado. Sin duda alguna, el estatuto jurídico de la Universidad española ha cambiado: era una vieja cuenta que las propias transformaciones sociales y políticas de la sociedad española había dejado pendiente. Y las leyes, en fin, se respetan, pues aunque en lo particular casi siempre sean injustas, no por ello dejan de ser leyes. Sólo que el problema de la Universidad actual comienza en otro lugar. Me parece ridículo a estas alturas que rectores de nuestras universidades insistan sobre sus más o menos discutibles perfecciones jurídicas, cuando en realidad lo que debiera discutirse y analizarse son sus resultados y consecuencias.
Deterioro
La Universidad española de los últimos años ha sufrido un nuevo deterioro de sus ya desgastadas instancias gracias a un fantástico incremento de sus tareas jurídicas y administrativas, que no han estado apoyadas, ni siquiera jalonadas, por una discusión abierta y por una reforma de su concepto de educación, de investigación y de comunicación social. Más aún, la absoluta preponderancia de las funciones administrativas y legales, las politiquerías de bajo nivel que persistentemente favorecen y la arrasadora mediocridad que estimula su proceso igualador han asfixiado, en cuanto a sus contenidos intelectuales, la posibilidad misma de reformar y transformar las escleréticas tradiciones de la enseñanza en España. La misma perspectiva de una reforma universitaria se ha convertido hoy en un vacío eslogan político, en la medida en que nunca llegaron a definirse sus perspectivas científicas, teóricas o sociales, tempranamente secuestradas por los discursos administrativos y jurídicos, y por la desaforada ansia de poder que se pertrechaba tras ellos.
Los rectores del mencionado ,artículo esgrimen retóricamente el poder mitológico de las estadísticas para demostrar el insoslayable progreso de la labor científica de la Universidad española en los últimos años. Es un gesto que, en el mejor de los casos, puede perdonarse por ingenuo. Al leer su discreta lista de abstrusas cifras recordaba cómo se confeccionan los formularios del ministerio en los que se deja constancia exacta de nuestra institucional actividad científica. Se llenan con cualquier cosa, lo mismo que la olla de pobre, porque sirven para obtener dinero a título de progresar la investigación. Y como el beneficio es pequeño, el engaño parece menor.
Con esta anécdota no pretendo desmentir las afirmaciones propagandísticas de nuestros rectores sobre la investigación realizada en las universidades actuales. Pues lo que me parece más lamentable aún es que, en lugar de sugerir un análisis del carácter fundamentalmente adverso a la investigación que distingue la vigente enseñanza universitaria, hagan gala de los mismos irreflexivos recursos que los diseñadores de imágenes publicitarias. Una Universidad que se vale de los manuales y de los apuntes como fundamental instrumento didáctico, que carece de bibliotecas funcionales y puestas al día; una Universidad que ha degradado las tesis doctorales a un requisito tan laberíntico desde el punto de vista burocrático como trivial en un sentido científico e intelectual; una Universidad que ha sancionado un concepto pétreo de asignaturas, en lugar de revisar sus métodos de enseñanza y sus sistemas de evaluación, y que ha instaurado un funcionariado académico con auténtica mentalidad de coroneles, no constituye precisamente el lugar más propicio para la investigación y la comunicación científicas,
El estrangulamiento de la vida intelectual de nuestras aulas por jerarquías académicas que no se legitiman por su actividad científica, sino por su astucia burocrática, la compartimentación departamental que ha patrocinado el juste milieu académico, el concepto policial de las evaluaciones de los estudiantes, la opacidad sistemática que preside la dotación de estipendios y prebendas académicas y la más descarada rutina proyectan hoy un horizonte negro en los grises escenarios de nuestras aulas. Hoy ya se dibuja en el ambiente de miseria académica la disyuntiva entre la deserción a mejores climas o la creación de institutos de investigación independientes.
Pretender eximirse a estos dilemas en nombre de la perfección de renovadas leyes, como hicieron los seis rectores en el mencionado artículo, da fe, en todo caso, de la alarmante mentalidad burocrática que predomina en nuestras universidades. El problema es más amplio y más profundo que los vituperios políticos y las decisiones legislativas. Es una cuestión de concepciones teóricas, hábitos culturales, actitudes intelectuales y preparación científica. Las urgentes exigencias de una transformación jurídica de la Universidad española justificaban hasta cierto punto la hegemonía del discurso administrativo sobre los problemas de índole intelectual. Hoy, la Universidad debiera abrirse más bien auna discusión pública sobre sus resultados positivos y negativos, y sobre la generalizada trivialización de la vida cultural española que nuestras aulas protagonizan. Siempre es necesario cuestionar las formas de una cultura, los contenidos del conocimiento, los medios de la creación. En un período histórico de rápidos cambios y desorientación como es el nuestro, la labor de la crítica se vuelve todavía más necesaria. El último propósito del mencionado artículo de los rectores es conjurarla. Pero el miedo a la crítica es el hilo de oro que históricamente ha enlazado las prolijas figuras del autoritarismo español.
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