Una condena inmoral
Lo que más me ha sorprendido del documento del cardenal Ratzinger sobre los homosexuales es su evidente inutilidad, puesto que no contiene novedad alguna. ¿Qué finalidad tiene publicar, dar a conocer un documento que no dice nada nuevo? Sólo puede servir para confirmar las dudas que engendrara el anterior y que éste no hace más que reiterar, y para confirmar certidumbres que, en algunos casos, se habían vuelto inciertas. Pero también puede servir, y éste es el caso, según mi parecer, para revelar una inseguridad de fondo, justamente, sobre lo que se acaba de reiterar. Es un poco lo que ocurre cuando en un grupo alguien que cree dirigirlo golpea el puño sobre la mesa y grita: ¡aquí mando yo!, lo que es muestra inequívoca de que allí no pinta nada. En la Iglesia católica está sucediendo precisamente esto en lo que respecta a la homosexualidad.Desde hace años ya, tal vez desde hace décadas, pero en los últimos tiempos con gran fuerza, se halla en aumento el número de creyentes católicos que son homosexuales y así lo manifiestan, y, simultáneamente, quieren continuar declarándose y siendo católicos. La auténtica novedad, está claro, no es la existencia de homosexuales creyentes, sitio el hecho de que éstos hagan explícita declaración de ambas realidades: de su homosexualidad y su fe. No ha sido, simpIemente, un proceso espontáneo que se verificó sin razonamientos y apoyaturas teóricas. Detrás de este movimiento está no sólo la liberalización sexual que ha alcanzado Occidentc, no sólo la comercialización del sexo que ha trivializado todo lo que a él se refiere, no sólo el fin de viejos tabúes y la quiebra de las tradicionales inhibiciones sociales. Todo esto podrá ser considerado respecto al fériómeno global de la homosexualidad enel mundo moderno, pero, en lo que respecta a la orientación de la Iglesia católica, a la condición de homosexual y a la profesión de fe, existen dos grandes revoluciones ya acaecidas y que no es posible ignorar, ni siquiera por parte del ex Santo Oficio. La primera es la revolución que afecta a la concepción fundamental del sexo heredada del pasado. Desde el momento en que Pío XII afirmara que el acto sexual no es un mal, sino un bien que se justifica incluso por sí mismo y que, por tanto, resulta lícito aun cuando no sea procreativo, ya por la avanzada edad de los cónyuges, ya porque tiene lugar en períodos naturalmente infecundos, se rompió un vínculo que hasta entonces había sido absolutamente indisoluble.
Pera la tradición cristiana, representada de manera clave y decisiva por san Agustín, quien recogiera las tradiciones culturales antiguas en esta materia y las insertara en el cuerpo del cristianismo histórico, la única justificación moral de la sexualidad era la procreación. Una sexualidad no procreativa era inconcebible. El acto sexual, para encontrarse justificado, tenía la necesidad de ser vuelto honesto por la voluntad procreativa; de otro modo era algo sucio y vergonzoso, impúdico. SI un acto sexual, si una práctica seXUal no son ya sucios en sí mismos, incluso cuando no son procreatívos, entonces las reglas para juzgar como moral o innioral una práctica sexual determinada ya no podrán hacer referencia a la procreación y, por tanto, tampoco a la diferencia sexual, que es condición necesaria para la procreación. El sexo es un bien, incluso cuando no es procreativo; entonces la tradicional condena de la hom0sexualidad como no procreativa se torna inmoral al perder su motivación principal, y entonces, para juzgar una relación sexual, debe hacerse referencia a otros criterios.
Se trata de una orientación que, como veremos en seguida, se basa en un punto de vista que también puede ser rechazado, pero que, en vez de eso, es examinado y juzgado bajo la luz de las nuevas condiciones y de las nuevas convicciones, también teológicas y doctrinales.
Simultáneamente a esta revolución cultural y teológica, en la Iglesia católica tenía lugar otra, la de la interpretación histórica de los textos bíblicos. Resulltaba ya claro y aceptado, luego de siglos de discusiones y décadas de condena, que los textos bíblicos no deben leerse autoináticamente y sin interpretación alguna, como si fuesen directa y literal expresión de fe.
Los textos deben ser interpretados para así comprender la dinámica histórica, es decir, para comprender lo que hay en ellos de la cultura propia del tiempo en que fueron escritos y lo que hay, contrariamente, de expresa verdad de salvación y de fe. Este principio, primeramente contestado y condenado duirante décadas, precisamente por el Santo Oficio, ha sido consagrado en el concilio e inaugura la posibilidad, también en lo que respecta a los textos sobre sexualidad y homosexualidad, de una interpretación diferente.
Es verdad que, por ejemplo, en el Antiguo Testamento hay textos que parecen durísimos contra la homosexualidad, pero es posible actualmente leerlos como expresión de la cultura procreativa y exclusivarnente heterosexual del pueblo hebreo. Lo mismo puede hacerse también con textos análogos de san Pablo, que es el único autor del Nuevo Testamento que habla extensamente de este asianto. Jesucristo jamás habló de ello... Se trata de textos discutibles y discutidos, pero forman opinión y toman cuerpo, generando discusiones y debates.
Esto es válido para las iglesias protestantes y para la católica, que, respecto a este asunto, nunca ha abierto siquiera un mínimo resquicio, y ha avadado, en el transcurso de los sliglos, niarginaciones y feroces prácticas discriminatorias y punitivas contra los homosexuales.
En nuestros días comienza a afirmarse un razonamiento sobre la sexualidad que no excluye, quede bien claro, la dimensión procreativa que pueda terier la misma, pero considerándola como una de las factibles, y no necesariamente la característica de su ejercicio. En esta línea, y teniendo en cuenta que cada vez con mayor frecuiencia las ciencias humanas sostienen que un cierto grado de hornosexualidad puede ser innato a la fisiología de un individuo, se empieza a pensar que, como no todos los actos heterosexuales son moralmente idénticos, de igual manera, no lo son tampoco los homosexuales. De aquí se desprende, consecuentemente, la afirmación según la cual una relación homosexual que sea sinceramente respetuosa de la libertad y de la sinceridad en la comunicación, de la fidelidad y de la ternura, de la generosidad en la entrega y del colinpromiso, puede ser moralmente honesta, y, en realidad, más honesta que muchas relaciones heterosexuales, posiblemente bendecidas por el sacraraento del matrimonio, pero basadas en el dinero, en la dominación, en la falta de afecto y de respeto, en la violencia y el engaño. Se trata innegablemente de un razonamiento nuevo que, cada vez, se afirma más, no obstante las condenas individualles de teólogos, de textos teológicos y de pastorales. Tengamos presentes las experiencias del suizo
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Pfurtner, del italiano Valsecchi y del libro estadounidense La sexualidad humana. Nuevas orientaciones del pensamiento católico norteamericano, que fueron condenadas dura, pero ineficazmente. Las ideas no se detienen con la censura. Con estas argumentaciones teóricas a la espalda y con la fuerza de la protesta de grupos cada vez más numerosos de homosexuales creyentes y practicantes, el problema se ha impuesto, cada vez más, a la atención de la Iglesia y se ha manifestado más acuciante.
Oficialmente, la respuesta fue un tímido indicio de diferenciación entre comportamiento homosexual, siempre declarado inmoral, y orientación homosexual, que, si no se convertía en comportamiento, no era en sí misma un mal. La distinción fue hecha, precisa y explícitamente, por el propio Juan Pablo II en un famoso discurso pronunciado en Filadelfía (Estados Unidos), pero el documento de Ratzinger reniega de la misma, haciendo abierta crítica al Papa al afirmar que también la orientación homosexual es en sí misma inmoral, en tanto que intrínsecamente perversa. ¿Se trata de una cerrazón provocada, como alguien escribió, por el miedo que provoca el SIDA? ¿Se trata de una maniobra de la derecha tradicionalista en busca de una revancha luego de la aventura progresista de Asís, en la que la verdad cristiana corrió el riesgo de presentarse como una más entre tantas otras verdades religiosas y teniendo como cómplice de ello al mismo Juan Pablo II? ¿O se trata más bien de una desesperada tentativa por parte del Santo Oficio, para retomar el control de los obispos, decididos ya a andar cada uno por su propio camino pastoral?
Todo puede ser. Esto es cierto, pero hasta que no se afronte el verdadero nudo teológico del problema, es decir, el de la relación entre la concepción humana y cristiana de la sexualidad y su significado procreativo, los documentos así llamados pastorales, los pronunciamientos disciplinarios, las reprimendas dirigidas a los obispos y teólogos, carentes de indicios de profundidad, sin atisbos de bibliografía, faltos de una nota científica, no lograrán cambiar nada.
El nudo permanece intacto y el miedo no es sólo hacia la homosexualidad o al SIDA. Sobre el mismo nudo también está basada la cuestión de la Humanae Vitae, el documento de hace 18 años, con el que se pretendió resolver, bloqueándolo desde el principio, el problema, precisamente, de la relación entre sexualidad y procreación, entre moralidad y anticoncepción, entre naturalidad y artificialidad de los comportamientos sexuales.
Lo esencial en toda esta cuestión es que ninguno olvide qué se trata de la carne viva de hombres y mujeres vivos, de la dimensión más profunda y más sentida de muchas personas.
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