Un partido sin palabras
Cuando irrumpió en el escenario de la política española apenas tenía el partido socialista otra cosa que palabra. Blandiéndola como su arma más poderosa, ya que de afiliados andaba por entonces escaso, emprendió el PSOE su ascenso hacia el poder.Fue una palabra eficaz, más por la convicción que la impregnaba y por el impulso moral que transmitía que por su contenido político. De lo que sería preciso hacer en lo inmediato pocos estaban seguros, pero todos estaban convencidos de la meta. La meta era el socialismo, al que se llegaría no desde luego por una revolución, pero sí por un proceso de transición. En torno a esa idea se celebraron mesas redondas, se prepararon brillantes ponencias, se organizaron mítines entusiastas.
Con el discurso de la transición al socialismo en los labios fueron los socialistas ocupando los llamados espacios de libertad. Pero aquella palabra central, que sirvió para orientar la marcha en la ocupación del nuevo espacio, resultó inservible para señalar el camino a seguir una vez el espacio ocupa, do, es decir, y por seguir con la jerga del momento, cuando los espacios de libertad se convirtieron en espacios de poder. Sus contenidos parciales -autogestión en lo económico, república en lo político- fueron cayendo en el olvido a medida que los diputados se sentaban en el Parlamento y los concejales 3 alcaldes entraban en los ayuntamientos.
Finalmente, cuando ya no quedó más espacio por ocupar que el Gobierno del Estado, el motivo central de aquel discurso se desvaneció: nadie ha vuelto a hablar nunca más de transición al socialismo (por eso quizá hablan ahora todos de su futuro).
Reforma radical
Al abandonar la palabra dura se cargó el acento en la blanda cuidando de adjetivarla dura mente: el PSOE sería, desde el Gobierno, el partido radicalmente reformador. La reforma radical, como locución organizadora del nuevo discurso socialista, sustituyó a la transición al socialismo con suavidad similar a la que en su día acompañó la sustitución por la reforma del viejo y entrañable vocablo de revolución.
Pero la reforma radical era, cuando se formuló, una idea, una palabra, no la expresión de una práctica política, de una acción de gobierno. Su función consistió en armar ideológicamente al partido para hacerle llegar hasta el Gobierno, pero resultó completamente muda respecto a lo que sería preciso hacer una vez el Gobierno en las manos. A lo más que se atrevía ese discurso era a enumerar los ámbitos en los que se introducirían reformas radicales: Administración del Estado, servicios públicos, economía. Nada quedó fuera, porque nada costaba realmente agotar la enumeración: policía, Guardia Civil, fuerzas armadas. Todo sería reformado, incluso la política exterior.
¿Qué ha ocurrido desde entonces a la palabra socialista? Pues que su choque con esa realidad material, dura y resistente, que es la sociedad industrial ha producido su estallido en discursos fragmentados, cuando no simplemente el silencio.
Quien no calla habla su propia lengua parcial, tomada a veces en préstamo a aquellos sectores y cuerpos de la sociedad que se pretendía reformar.
No hay ya ningún pensamiento central, ninguna palabra nuclear que guíe a la acción socialista en su conjunto: pasar de la transición al socialismo para llegar por la reforma radical al buen camino es algo más y diferente a un deterioro, es un derrumbe.
Este hundimiento de la palabra central constituye una novedad en la historia del socialismo. Los socialistas han dispuesto siempre de un cuerpo de ideas que les ha identificado y que ha impregnado de sentido su acción.
El eclipse actual de esa palabra no es ciertamente privativo del socialismo español, pero aquí ha ocurrido a medida que se afianzaba en el poder. Llegar al poder, ejercerlo y conservarlo aparece así -y así muchos lo experimentan- como una consecuencia de la pérdida de discurso, de identidad y de sentido.
Cinismo político
Tal conclusión abre las puertas al cinismo político, o sea, a esa forma de poder que consiste en mezclar sabiamente el carisma persona de un líder con la disciplina que es capaz de imponer un jefe. Carisma y disciplina dan estabilidad a las organizaciones políticas, pero, a falta de otra cosa, refuerzan su silencio, porque agostan las fuentes de la palabra, cegándolas con la adhesión, que es un grito, y la obediencia, que es un murmullo.
Quizá haya sido conveniente durante un tiempo hablar menos, sobre todo por la eclosión de discursos ideológicos, moralizantes y vacíos de contenido político que caracterizó los años de la transición. Pero quizá sea hora ya de que el socialismo español recupere la voz y la palabra y comience a hablar un lenguaje político que no se limite a ratificar beatamente la acción de gobierno o a discutir ideológicamente sobre el futuro. El socialismo ha sido desde su origen crítica del presente, incluso aunque el presente estuviera gobernado por socialistas.
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