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Adiós a la burguesía

Los sucesivos fracasos del centro-derecha en España ofrecen un prolongado espectáculo al que no es muy fácil hallar parangón. Las zozobras de centristas, democristianos, reformistas, nacional-regionalistas y liberal-conservadores en los últimos 10 años permiten sospechar que, como en tantas otras cosas, en este país se nos ha hecho demasiado tarde para poder contar con sólidos partidos al estilo europeo burgués; dado que la historia no impone a los pueblos ninguna obligación de circular por los caminos trillados, ese retraso quizá nos haya llevado ya definitivamente a soslayar tal experiencia, para bien y para mal.Desde luego, la carencia no es de ahora, sino que viene a remachar una arraigada tradición. Como es sabido, fue en España donde se inventó, en torno a las Cortes de Cádiz, el vocablo liberal, pero bourgeois fue sólo un neologismo tardío, pronunciado en lengua exótica y arrojado como dicterio a los moderados y acobardados industriales por los liberales-proletarios, es decir, los libertarios. Y desde entonces, nuestra historia más cercana ha podido ser interpretada como una sucesión de abdicaciones y oportunismos asustadizos por parte de endebles agregados burgueses deseosos de protección.Tal vez fuera en ciertos núcleos del antifranquismo donde se forjara por última vez el diseño de una burguesía. ideal. No fueron sólo los persistentes y siempre perentorios llamamientos comunistas a una burguesía no monopolista y no infeudada al capital extranjero o a los grupos capitalistas evolucionistas. Fueron muchos los que creyeron ver en el crecimiento económico de los años sesenta signos esperanzadores para la aparición de una nueva burguesía con capacidad de iniciativa y afán de mudanza, susceptible de prestar una contribución a la democracia de la que sus antecesores habían sido francamente deficitarios. No faltaron candidatos animados, a menudo desde la izquierda, a encabezar una derecha civilizada inspirada en viejos valores de liberalidad y modernización. Pero la relectura, hoy, de la lista de tales personajes resultaría más bien patética. Porque, al final, como todo el mundo recuerda, las transacciones hubo que hacerlas, más que con burgueses deseosos de dar a su clase una capacidad de dirección intelectual y moral de la sociedad, con altos funcionarios reconvertidos (burócratas, militares, sindicalistas verticales y demás). De ahí, sin duda, la incapacidad de travestir a la UCD, con su florilegio de saltimbanquis, del partido de la transición que fue en un moderno y consolidado partido burgués.Aquella búsqueda, hoy ampliamente defraudada., de una nueva burguesía ideal que hiciera honor al modelo de algunas burguesías europeas de centurias pasadas, reflejaba los límites del antifranquismo para imponer su propia alternativa política. Pero ideológicamente pudo hallar elementos de referencia incluso en el entusiasta panegírico que el mismísimo Karl Marx había dedicado al papel revolucionario, progresista y cosmopolita de la burguesía en la historia. (Hasta el punto que la argumentación marxista sobre la misión de relevo del proletariado venía a ser una proyección dialéctica al mismo de algunas virtudes que inicialmente habían sido atribuidas a la burguesía: el cuarto Estado, como le había llamado Babeuf, no tendría más destino que sustituir al tercero, en el que ya el abate Sieyès había creído ver todo lo necesario, es decir, trabajos particulares y funciones públicas, para constituir por sí solo una nación entera.)

Sin duda, la realización de tan altos designios habría supuesto, para la burguesía española, un verdadero giro histórico y la consecución de aquella capacidad de dominación estable y de consenso de la que siempre careció. Pero no es sólo que la derecha posfranquista esté letalmente lastrada por la larga trayectoria de moderantismo, proteccionismo, proverbial talante aprensivo, propensión a la delegación de las tareas políticas (especialmente en el militarismo) y colaboracionismo con la dictadura de sectores sustanciales de las clases acomodadas del país. Es, además, todo un empuje económico, así como una forma de vida y una mentalidad que imprimieron su sello a una época histórica de Occidente y permitieron identificar el interés de un grupo con el interés general, las que parecen haber entrado en obsolescencia irreversible. En Europa, el dominio de la burguesía comportó, en efecto, la difusión de valores tendentes a hacer del trabajo el fundamento de la vida social y de la riqueza moral, aprecio por el riesgo y la innovación, fe en los contratos y el cumplimiento de la palabra dada, aceptación de la competencia y la "moral del. mercado" -como decía lord Acton-, espíritu metódico de eficiencia y racionalización. Tales virtudes requerían apoyos sólidos e institucionalizados, entre otros, los que pudieran apuntalar la continuidad de la saga familiar: autoridad paterna, vocación de los hijos por el negocio, buenas bodas de las hijas, testamentos acertados, solidaridad doméstica ante la jungla exterior, discreción y buenos modales. Sólo sobre bases como éstas cabía una proyección de futuro y la conciencia de una misión histórica con respecto al conjunto de la sociedad, manifestada en la entrega de algún hijo a la Iglesia, a las artes o a la política.Hubo varias profecías sobre su desaparición. Si, para Marx, las contradicciones internas del desarrollo capitalista deberían conducir a una bipolarización de la sociedad, con la consiguiente crisis y asalto revolucionario antiburgués, para Joseph Schumpeter no era ya el fracaso del sistema sino su propio éxito el que debería llevar al crepúsculo de la función empresarial y con él a la defunción de la burguesía. Lo cierto es que el proceso de concentración e internacionalización de capitales de los últimos decenios no parece haber simplificado las estructuras sociales, sino que ha ido acompañado por una visible proliferación de accionistas, herederos, nuevos ricos y rentistas. "Las clases propietarias", como decía en el siglo pasado el marqués de Miraflores, se han ampliado numéricamente, Ahora bien, ¿una burguesía con conciencia de clase y voluntad dirigente de la sociedad? Seguramente hay ahora más burgueses, pero menos burguesía. Del mismo modo que hay muchos más asalariados, pero (por eso mismo) ya casi nadie cree en el proletariado como sujeto de un cambio social. Subsisten, desde luego, algunas familias oligárquicas en posiciones de poder, pero otras añejas estirpes se reciclan en las tecnoburocracias de las empresas multinacionales o estatales (algo así como lo que sucedió en los orígenes del Estado moderno con la ireconversión de la nobleza feudal mediante la compra de cargos públicos). Una especie de agonía por metástasis y dispersión.Tecnocracias y populismos parece que llevan, pues, las de ganar, aunque tampoco se pueole descartar que, en este final de siglo, estemos en los ¡inicios de una nueva acumulación originaria que tal vez engendrará en su día nuevos estilos y virtudes. Lo que parece difícil, sobre todo en España, es que vuelvan los Buddenbrook.

Josep María Colomer es profesorde Ciencia Política de la universidad Autónoma de Barcelona. Autor, entre otros, del libro Cataluña como cuestión de Estado.

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