¿Qué tipo de Hacienda pública queremos?
Aquella famosa frase de la monarquía absoluta, "el Estado soy yo", conlleva inevitablemente una respuesta simétrica en el resto de los ciudadanos: "El Estado es el otro". El Estado como algo ajeno, como superestructura, como un todo compacto y monolítico que nos trasciende y donde no nos sentimos integrados. Ésta es la conclusión sentida como un axioma por la mayoría de los ciudadanos en una dictadura. España ha vivido durante muchos años esta experiencia. El Estado no sólo no era del todos, sino que en muchos casos se percibía como un enemigo que atentaba contra la libertad individual. Las relaciones entre el Estado y el ciudadano estaban basadas a menudo en la hostilidad.Los pocos años democráticos de nuestro país son un período excesivamente corto para borrar esta sensación colectiva. En lo más profundo del inconsciente colectivo del pueblo español sigue existiendo un cierto miedo hacia el Estado y una desconfianza radical hacia los titulares del poder político. Este sentimiento no es gratuito: hunde sus raíces en experiencias vividas a lo largo de muchos años y en el convencimiento de que a esta democracia recién estrenada no le ha dado tiempo aún a desmontar dentro de nuestro Estado muchos nudos de poder que de forma autónoma perpetúan hábitos y comportamientos de la época dictatorial.
Hasta aquí la evolución sería normal, y sólo habría que esperar que los hábitos democráticos casasen en personas, instituciones, Administración y políticos y que nuestro país olvidase sus demonios domésticos para que se produjese el encuentro de reconciliación entre el ciudadano y el Estado.
Demagogia antiestatal
No obstante, en los últimos años existe un fenómeno preocupante. Determinados grupos de intereses pretenden usar demagógicamente esa desconfianza popular hacia el Estado. Hablan con bellas palabras de la libertad individual, del derecho a la intimidad, de la iniciativa privada, del peligro de estatalización de la economía; se pretende transmitir la idea del Estado enemigo del individuo, esquilmador de su patrimonio, derrochador del fruto del trabajo individual. La postura es tanto más demagógica cuanto que, en muchas ocasiones, proviene de sectores que durante muchos años han usado, usufructuado y abusado del poder del Estado.
Qué duda cabe que, al margen de posturas roussonianas, el papel del Estado es y debe ser moderador entre los distintos poderes individuales. Llevado hasta sus últimas consecuencias, la no existencia del Estado o del poder político implicaría un Estado semiselvático donde se impondría la ley del más fuerte. El debilitamiento del Estado beneficia, lógicamente, a aquellos que por poseer más cuota de poder social o económico estarían en una situación ventajosa en esa lucha social.
Determinada clase económica y política de nuestro país practica una estrategia ciertamente hábil, pero quizá por ello más peligrosa. Esta estraltegia podría resumirse así: "Usemos al Estado para nuestros fines, utilicemos sus mecanismos dle poder, hagámosle intervenir en la economía privada para que sirva nuestros intereses, socialicemos nuestras pérdidas; pero si el Estado se democratiza, si perdemos sus variables de control, si intenta servir al conjunto de la sociedad, entonces inmediatamente hablemos del Estado prepotente, del Gran Leviatán. Pidamos a gritos su neutralidad, exageremos su ineficacia, exijamos su pasividad económica, no sea que vaya a desnivelar el equilibrio existente, porque en ese equilibrio, aun sin el Estado, somos los más faertes".
Menores impuestos Es en el ámbito de la Hacienda pública donde esta hipocresía maniquea adquiere un carácter más virulento. Los impuestos, ciertamente, no gastan a nadie. Todos preferiríamos que no existiesen. Plantearse su existencia o su cuantía abstrayéndose del destino de los mismos es contemplar tan sólo una cara de la moneda, es caer en una demagogia fácil.
Para ser consecuente la visión debe ser global. Si se aboga por una disminución de los impuestos hay que añadir a continuación que se pretende menos pensiones, menos seguros de desempleo, menos escuelas, menos carreteras, peores servicios públicos, o una disminución de gastos militares o de fuerzas de orden público. Parece legítimo optar por una menor presión fiscal, siempre que se diga a continuación con valentía qué gasto o qué gastos públicos se quiere restringir.
Existe, no obstante, un elemento adicional en esta polémica que,no se debe olvidar por ser esencial a la misma. La situación social o económica influye de forma decisiva tanto a la hora de pagar impuestos como a la hora de ser beneficiarios de los servicios públicos. Por poco progresivo que sea un sistema fiscal, y por mal que funcione el aparato encargado de gestionarlo, es indudable que cuanto más altas sean las rentas que se perciben mayor es la cantidad que se está obligado a pagar a la Hacienda pública; por el contrario, no es absurdo imaginar que sean precisamente las rentas altas las que menos utilicen o sientan la necesidad de los servicios y bienes públicos. Que haya escuelas públicas suficientes no es esencial para el que puede pagar una enseñanza privada. Que la Seguridad Social no tenga suficientes medios sanitarios es indiferente para el que tiene posibilidades de acceder a la sanidad privada. De esa misma manera, a determinados niveles de riqueza, las pensiones o el seguro de desempleo son temas intrascendentes desde el puro interés personal.
Es comprensible que determinados grupos sociales o económicos aboguen por menores impuestos; lo que ya no es tan comprensible, y me atrevería a decir tampoco honesto, es que se intente vender como algo beneficioso para la mayoría de los ciudadanos.
Por otra parte, hay una cierta ambigüedad cuando se habla del volumen de impuestos o del nivel de presión fiscal. No siempre el incremento de recaudación proviene de modificaciones normativas, no siempre significa una mayor carga tributaria para el ciudadano que paga sus impuestos. En muchas ocasiones los mayores ingresos impositivos tienen su origen en un mayor grado de cumplimiento fiscal. Es la disminución de la elusión fiscal la causa inmediata del incremento de la presión fiscal. No se puede decir entonces que la gran mayoría de los ciudadanos pague más impuestos, sino tan sólo que las obligaciones fiscales afectan a todo el mundo y que se ha generalizado la obligación de contribuir a las cargas públicas. Claro que es precisamente esto, posiblemente, lo que molesta a ciertos sectores.
Si de forma seria y objetiva se analizasen las modificaciones normativas en materia fiscal realizadas en estos tres últimos años, es muy posible que quedásemos sorprendidos; comprobaríamos que la imposición a nivel global ha descendido, o al menos no se ha incrementado al mismo ritmo que los años anteriores. Por primera vez en la historia fiscal española se ha bajado significativamente la tributación del impuesto sobre la renta de las personas físicas y las cotizaciones sociales de los empresarios han descendido sustancialmente durante estos años. A pesar de ello, se intenta difundir muchas veces la idea de que en el último período ha aumentado considerablemente la imposición. Frases como "agobiados por los impuestos", "infierno fiscal", "aplastados por los tributos" y otras del mismo corte apocalíptico forman parte de un discurso al que son muy afines determinadas líneas ideológicas de nuestro país. Es diricil no caer en la tentación de hacerse la siguiente pregunta malintencionada: ¿qué es lo que de verdad molesta? ¿No será que por primera vez hay la voluntad política clara de que las obligaciones fiscales se extiendan a todos por igual? ¿No será que el grado de tributación importa poco a algunos sectores con tal de que se deje abierto el postillo para la evasión? Evasión que, por supuesto, no está por igual al alcance de todos los ciudadanos. Sólo algunos, los que cuentan con más posibilidades, más conocimientos, más asesoramiento, se benefician de ella.
Fraude fiscal
Es cierto que hoy, prácticamente, no es fácil encontrar quien defienda el fraude fiscal. Todos los partidos políticos en teoría lo condenan, pero ¿es así en la práctica?. Cuesta creerlo. Es dificil aceptarlo cuando se aboga por la amnistía fiscal, cuando se critica cualquier modificación normativa que tiene como finalidad dotar de instrumentos jurídicos a la Administración tributaría, cuando se pretende que no existan sanciones o que éstas sean tan pequeñas que pierdan todo efecto disuasorio.
Pedir que la inspección sea más eficaz, pero propiciar al tiempo una normativa jurídica que la paralice es practicar un fariseísmo político que no se atreve a defender públicamente sus verdaderas intenciones.
Se habla a veces de terrorismo fiscal. No es la Administración tributaria la que lo ha practicado. Otros intereses han sido los encargados de magnificar, exagerar o distorsionar las actuaciones o medidas de la Administración tributaría. Sería bueno analizar los medios, sanciones y actuaciones en materia fiscal que tienen otros países europeos. Durante estos años sólo se ha pretendido que la lucha contra el fraude fiscal no quedase reducida a una bonita frase de intenciones. No es terrorismo intentar una distribución más equitativa de la carga fiscal. Terrorismo es crear un estado indiscriminado de miedo, lograr que se generalice la percepción de amenaza; y ésa puede ser la táctica que quieran emplear aquellos a quienes no les interesa que la lucha contra el fraude continúe. Se pretende hacer creer a la opinión pública que todos están amenazados por Hacienda; pero la mayoría de los ciudadanos sabe muy bien que nada o muy poco tiene que temer de una Administración tributaria más eficaz.
Seamos claros: a algunos les gustaría que la Hacienda pública no fuésemos todos; pero entonces hay que tener la valentía de decirlo ext>lícitarr. nte.
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