Porvenir de las nacionalidades
Casi simultáneamente, en virtud de una. de esas coincidencias que sin duda son más que mera casualidad, pues deben de responder a alguna preocupación común del momento, yudo leerse días atrás en EL PAÍS un artículo del joven novelista Alejandro Gándara sobre Identidad e impostura, que se refiere a un determinado aspecto de la realidad española actual, y verse en televisión un programa sobre Otros pueblos: Italianos, que, aun cuando por inferencia y al sesgo, apunta también al mismo aspecto de dicha realidad española. Como resulta obvio, se trata, en uno y otro trabajos, del nada fácil y siempre de nuevo controvertido problema de los caracteres que distinguen a las -entidades colectivas para las que se invoca o pretende una comunidad histórico-cultural. Concretamente, de la vieja ciaestión que en manera muy directa planteara Renan, con un opúsculo que fue famoso en su día bajo el título de ¿Qué es una nación?
En términos teóricos (esto es, fuera del contexto histórico) no sería quizá demasiado arduo precisar los elementos que entran a constituir cualquier cuerpo colectivo dotado de un distintivo carácter singular; pero, cuando se habla de nación se pone en ello un especial énfasis, pues se está haciendo referencia no a un cuerpo colectivo cualquiera, tal cual pudiera serlo la aldea, la ciudad o la comarca, sino de un cuerpo colectivo de condición privilegiada por la carga de iniciativa histórica que -en cuanto centro potencial de voluntad política- se le reconoce, se le atribuye o se pretende conferirle.
Pues, en efecto, lo que la época moderna ha entendido por nación es, en verdad, el cuerpo del Estado democrático burgués que desde: la Revolución Francesa hasta las guerras mundiales fue instrumento idóneo para las pugnas de poder en el escenario de la historia universal (un instrumento que el desarrollo tecnológico terminaría por hacer obsoleto y ya inservible, hasta embarazoso). La I Guerra Mundial convirtió el principio de las nacionalidades, bajo cuya inspiración se habían aglutinado los pueblos europeos para formar unidades políticas mayores -Estados nacionales-, en un principio disgregador, desintegrador, disolvente, dando lugar a que surgieran como hongos los nacionalismos locales. Tras la II Guerra Mundial, a falta de un nuevo principio ordenador de la convivencia humana, se ha implantado sobre el planeta la rivalidad de superpotencias que amenazan destruirlo, y ante las cuales toda pretensión de soberanía nacional resulta ya irrisoria; y éste es un hecho patente, aceptado en la conciencia de quienes no estén dispuestos a cerrar los ojos frente a la realidad.
Siendo ello así, el caso particular de España deberá ser contemplado dentro de este cuadro general. La actual situación de nuestro país, a la que Gándara, en su inteligentísimo escrito, se refiere más por vía de alusión que de manera explícita, resulta en el fondo -pese a los perfiles grotescos que él apunta- bastante patética, y reclama de todos un esfuerzo de interpretación desapasionada y de discreta comprensión.
Hay que tener en cuenta antes de nada que España, privada desde siglos atrás de iniciativa histórica, fue mantenida por el franquismo en un aislamiento aún más cerrado -técnico, pudiera decirse-, del que al fin hemos salido con el empacho de tanta retórica patriotera, empacho que aconseja una cura de sobriedad verbal e impone el deseo de atenerse a la realidad de los hechos del mundo en que vivimos. Creo que, en verdad, es éste el temple dominante ahora entre nosotros. Si los italianos de hoy pueden ironizar con desenfado acerca de su propia nación, y preguntarse, como se lo preguntó el profesor Umberto Eco en el programa de marras, si Italia existe, para postular, como postuló, que ella es una creación de Dante, Garibaldi y la televisión italiana, o bien reconocer, como ahí mismo reconoció el periodista Indro Montanelli llanamente, que el pasado de su nación es inglorioso, creo que los españoles prefieren en esta hora volver la página y, olvidando el famoso problema de España, mirar hacia el futuro de su país dentro de las Comunidades Europeas y de la alianza militar en que también participa. No parece en verdad que de momento tengan buen curso ni sean ya de recibo los viejos y vanos tópicos tan frecuentes hasta ayer, ni, desde luego, encuentran base oficial que los sustente. La Constitución de la Monarquía ha desechado la forma de Estado centralizador que respondía al modelo de un nacionalismo español y, con el reconocimiento de las autonomías regionales, ha dejado el campo libre al nacionalismo local, tanto de aquellas comarcas donde había una pretensión de histórico arraigo como de otras que, incoativamente, pueden acaso fraguarlo a favor de las instituciones de administración autónoma, poniendo en pie la impostura de que hablaba Gándara en su artículo.
Ahora bien, si las condiciones de nuestro tiempo en un mundo de tecnología avanzada que exige cuerpos políticos de magnitud y envergadura mayor, como lo sería Europa en caso de constituirse por su parte en otra gran potencia, hacen fútiles los pujos de antiguas naciones -Francia y el Reino Unido, empeñadas en reafirmar una imposible soberanía-, fácil será darse cuenta de que los nacionalismos locales no tienen demasiadas perspectivas de salir adelante ni ir a parte alguna con el arcaico artilugio de la consabida ideología decimonónica.
Sin embargo, no faltan quienes continúen proclamándola, afirmen profesarla, y todavía se atengan a sus supuestos, pese a que éstos han periclitado ya decididamente. Las fórmulas verbales y los hábitos mentales suelen sobrevivir a las realidades básicas que les dieron origen, y eso con mayor razón en circunstancias como las actuales, cuando las nuevas realidades creadas por el vertiginoso cambio tecnológico y social de que somos testigos no ha dado lugar todavía a que surjan fórmulas adecuadas a la. solución de los nuevos problemas organizatorios de la convivencia humana, en sustitución de las que han llegado a ser no ya inservibles, sino perturbadoras.
De ahí el marasmo intelectual y el desenfreno práctico en que hoy se encuentra sumido el planeta. Si quienes en él manejan las palancas del mando, si los gobernantes de las antiguas naciones siguen aferrados a los viejos conceptos inmanejables y -por ejemplo- el nacionalismo francés, muy particularmente, ha impedido hasta ahora que Europa se constituya, unida, en el centro de poder que haría de ella una entidad política considerable y pieza eficaz en el plano mundial, nada tiene de extraño que quienes venían actuando en el terreno local dentro de tal o cual tradición nacionalista -y claro está que no hablo aquí de los tontos y los aprovechadores ridiculizados por Gándara en su artículo- tampoco acierten a acomodar su pensamiento y sus actitudes a las condiciones del presente.
No sé si será dar por hecho lo que uno desea (el wishfull thinking inglés) si digo que, dentro de ese panorama general, España, por su parte, está experimentando un proceso de adaptación particularmente ágil y flexible a las dichas condiciones del presente. Quizá sea esto el bien que nos compensa de los males pretéritos, pero me parece advertir que sus instancias gubernamentales superiores están desprendiéndose con rapidez de los arraigados prejuicios nacionalistas de un españolismo a ultranza, fuente ayer de tanta incomodidad, malestar y resentimiento entre aquellos sectores de la población del Estado que se remiten a tradiciones culturales diferentes, para, de acuerdo con la tónica dominante en el ciudadano común, atender a los serios problemas de la sociedad contemporánea con olvido de alucinadas mitologías. El modo como los Gobiernos de la democracia española han asumido y vienen practicando la integración del país en el contexto de la política mundial es, al respecto, signo bastante indicativo.
¿Qué ocurre, entretanto, con los nacionalismos locales, cuando ya empiezan a amainar los excesos revanchistas con que las autoridades autónomicas quisieron reproducir en su esfera, y desde su perspectiva las mismas imposiciones oficiales tan vituperadas antes, al provenir del Estado central? Sin duda, se oye por ahí proclamar de cuando en cuando el principio de soberanía nacional como base de una postulada independencia política para. el territorio correspondiente; pero si descartamos la conmovedora ingenuidad de alguna, que otra alma simple, tales invocaciones suelen ir encaminadas a cubrir ocultos designios, no menos siniestros que los procedimientos de acción puestos en juego al efecto para procurar alcanzarlos. Pero -aparte este caso, más emparentado en el fondo con los impulsos destructivos que: sobre toda la superficie de la Tierra aterrorizan a una sociedad carente de principios organizatorios adecuados que no con la fanática fe en el vetusto principio de soberanía nacional usado como justificación- la evidencia de que la actual civilización de avanzada tecnología hace inoperante tal principio parece haberse impuesto a la mente de cuantos viven en la realidad de los hechos. Así lo da a entender la mera observación del espectáculo ofrecido por la actividad política de las autonomías históricas, y así se deduce de las palabras, medias palabras y elocuentes silencios de sus líderes responsables, pero, por encima de todo, de los movimientos con que procuran hacer acto de presencia en la manera posible dentro de las instituciones comunitarias europeas. No creo equivocarme si pienso que su eventual instalación dentro de un ámbito político ancho y complejo cual sería el de una Europa unificada es percibida como promesa de muy confortable pertenencia a una estructura de convivencia libre de las antiguas tensiones, tensiones que, de cualquier modo, se están aflojando, a en el seno del Estado de las autonomías.
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