Juegos de muerte
Jóvenes al volante arriesgan la vida en las madrugadas de la carretera de La Coruña
La cuesta de las Perdices está otra vez de moda. El espacio abierto de la propia carretera de La Coruña, sus antros de lujo y salas de fiestas, lugares de reunión de los más afamados calaveras madrileños y pista de pruebas para los primeros deportivos de sus hijos, reviven hoy sus viejas tradiciones gracias al éxito conseguido por las nuevas discotecas, Oh Madrid y Baby Q. Hoy, cocidos a base de centraminas, cocaína y whisky, los jóvenes retoños se bañan vestidos, echan gasolina desnudos y recorren la autopista entregándose a juegos de velocidad en los que sólo el peligro de muerte produce nuevas sensaciones.
Son las 4.30 de la madrugada del sábado, cuando tres chicos jóvenes, conduciendo cada uno una potente moto, bajan por la autopista a toda velocidad. A esa hora hay ya muy poco tráfico, y los jóvenes se complacen en hacer numeritos con sus máquinas, cambiándose de carril, entrecruzándose y formando tirabuzones en el asfalto. Sólo aminoran la marcha, de forma brusca, cuando aparecen las luces que anuncian la proximidad de OH. Sus motos quedan aparcadas junto a la cerca de la discoteca, tres más entre las muchas Yamaha, Kawasaki, Hondas y Vespas que cubren un rincón de la explanada. Los tres jóvenes entran en la discoteca entre bromas y gritos excitados.Un colega de la velocidad no tuvo tanta suerte. Un mes antes, a la entrada de la discoteca Pachá de Villalba, siempre de madrugada, un muchacho se encaramó en una moto poderosa y reluciente y comenzó a hacer diabluras, subiendo y bajando por la calle, y a provocar arriesgados trompos derrapando la máquina por el asfalto.
En un momento dado, el joven creyó advertir unas luces detrás suyo, como si pertenecieran a un coche policial, y volvió la cabeza para ver mejor. Esta vez, sus reflejos le fallaron. Afortunadamente sólo se produjo fractura craneal y numerosas contusiones.
A las 5.30, apenas media hora antes del cierre de OH, el trasiego de coches que salen y entran es constante, como a lo largo de toda la noche. Un empleado del local reconoce que hay "muchos locos" al volante que alcanzan velocidades arriesgadas: "Ayer mismo -jueves-, llegó un muchacho en una moto, sin casco, que comentó al aparcar que había venido desde el principio de la autopista a 220 kilómetros por hora. Y a otros chicos catalanes -que vienen de vez en cuando- les oí que habían venido desde Barcelona en poco más de tres horas. Pero son los menos; la mayoría de la gente conduce normalmente, aunque a estas horas todo el mundo esté un poco bebido".
El éxito de las discotecas de la cuesta de las Perdices puede deberse en parte a que han recupera do un espacio de diversión que siempre estuvo identificado con un sector de la alta sociedad madrileña. Baby Q, remozada su decoración, ocupa el palacete que en su tiempo fue la sala de fiestas Villa Romana, y hasta hace un par de años, Nueva Romana. Oh Madrid se anuncia como situada en 8700 Perdices, en referencia al kilómetro 8,700 de la citada cuesta, desdeñando el nombre oficial de avenida del Padre Huidobro.
Una oferta sofisticada
Oh Madrid ha enviado últimamente por correo, como invitación, un frasquito con tres cápsulas, todo ello introducido en su en vase de cartón y con su correspondiente prospecto de instrucciones de uso e incompatibilidades, a imitación perfecta de los habituales frascos farmacéuticos. Las cápsulas, eso sí, no contienen ningún fármaco más o menos estimulante, sino la invitación para, entrar al local.
Ambas discotecas hacen gala de los detalles de sofisticiación propios del lugar y del público al que van dirigidas. La oferta es aceptada inmediatamente y respondida con más sofisticación. Esa respuesta se plasma en imágenes y actitudes que no puede asumir el común de los mortales: la ropa, en absoluto estridente, pero sí muy cara; el saludo -darse la mano es un complicado ritual que exige tres movimientos, y si no lo conoces, ya has sido descubierto como no perteneciente al círculo-; los ve hículos y la audacia que propor ciona la prepotencia.
Las discotecas son suyas, y la carretera, a partir de las tres o las cuatro de la madrugada, también Entonces, la autopista está prácticamente desierta, y los coches de policías municipales de Madrid y Las Rozas brillan por su ausencia. En cualquier momento surge la apuesta: una carrera carretera arriba hasta el primer o segundo cambio de sentido, y volver entre gritos de triunfo del auriga vencedor y las protestas del vencido.
Juegos por los que se reafirma la propia superioridad. La juerga incluye baño en la piscina, vestidos. La guinda la pone después la cara del empleado de la gasolinera cercana cuando se acerca al coche para poner combustible y se encuentra con una niña preciosa vestida exclusivamente con braguita. "Pero, chica", dice el empleado cuando consigue reponerse, "que te vas a resfriar". "Es que venimos de bañarnos, y no vas a conducir con el vestido mojado".
"Una vez", dice otro empleado, "vino un coche a echar gasolina y me sorprendió la forma de viajar de la acompañante del conductor. Llevaba los pies en el asiento, el culo apoyado en la ventanilla y el cuerpo fuera, agarrada con las manos a la baca del vehículo. Pero no me he fijado si iba así cuando circulaba por la autopista".
"Los niños de papá, dicho sin ningún sentido peyorativo, de los cuales muchos trabajan en profesiones liberales viven de vender su imagen y coleccionan sensaciones". Así se expresa L. M., un joven de 25 años, relaciones públicas de varias discotecas en sus nueve años de profesión en el gremio. "Lo que pasa es que las sensaciones acaban por repetirse y volverse monótonas".
Centramina a 400 pesetas
Estar siempre en la cresta de la ola empuja a uno a probar nuevas fórmulas de diversión, y aquí entran las centraminas -400 pesetas unidad- combinadas con el alcohol y completadas con alguna que otra rayita de cocaína.
La cocaína y el alcohol exigen velocidad, carreras alucinantes, sentir el viento en el cuerpo e incluso, en casos extremos, cambiar de descapotable o Suzuki en plena marcha. Unas rayas de cocaína o de spid -anfetamina pura en polvo, 7.000 u 8.000 pesetas el gramo-, cinco o seis copas "y te pones como una moto". Así iba el propio L. M. en la madrugada del miércoles, un día no especiálmente proclive al desmadre.
La historia tampoco es enteramente nueva ni reservada a la cuesta de las Perdices. El mismo jueves, los,transeúntes que andaban por la avenida de Oporto contemplaron estupefectos a un coche, lanzado a buena velocidad, desdeñando semáforos y cruces. En el capó del coche iban sentadas dos mujeres, ambas rubias, gritando y riendo.
La sangre joven siempre ha sido amante de la velocidad. Los padres de los actuales locos del volante eran en gran parte los mis mos que hace 20 o 30 años iban a tumbar la aguja a la cuesta de las Perdices, pero ahora sus reflejos están agudizados -y crispados- por las mezclas explosivas. Nadie los ve. No les ponen multas de trá fico. Y, desde luego, las noticias no trascienden fuera del grupo.
Es un grupo amplio, pero minoritario en proporción a los miles de jóvenes que los fines de semana abarrotan las pistas de baile. Los encargados de las discotecas son discretos. Allí no pasa nunca nada. A veces un joven muere en la carretera de La Coruña, en la cuesta de las Perdices. Es sólo un accidente de tráfico.
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