_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

La fachada del arte

El artista es persona de humor vago y tornadizo: está llevando con dificultad sus problemas de estatalización. La forma vaga y tornadiza del funcionario y del político no coinciden con la suya, y la interacción de estos abundantes personajes nos está dando unas formas artísticas sorprendentes. De pronto, estalla un ballet nacional, estatal; de pronto, se calla una orquesta. O un grupo de escritores se planta fieramente contra el IVA y se declara en desobediencia civil. O el teatro lanza su ansiedad en cada esquina, con medios de fortuna, agarrándose al clavo ardiendo grecorromano o mezclándolo con el astracán.El dinero está sobredorando la cultura: festivales, congresos; cursos de largo verano; heroicas expediciones al extranjero con cuadros, cajas de películas, catálogos editoriales, tejidos y modelos, vídeos y sonidos; paternalismos sobre la evanescente y etérea movida; viajes patrocinados de críticos, intelectuales y periodistas con inagotablers itinerarios entre el románico y el cuplé, mezclados con la paella y el gazpacho; rescate de cuadros perdidos, contabilidades del patrimonio escondido en las casas sombrías donde los atesoran los viejecitos. Todo esto era un sueño, y ahora., a veces, da unos resultados inquietantes. Una doble contabilidad.

La situación pinta un fresco fascinante. El artista -lo mismo el del pathos que el del logos; sobre todo, el del logos, que siempre ha sido más frívolo y sabe de verdad. que la naturaleza de las cosas es la inconsistencia- se mueve dentro de ese marco como el perro de Paulov, entre el estímulo y la descarga eléctrica. Nunca ha desdeñado las monedas -los ducados del de Osuna o los libramientos ¿le Hacienda- a condición de: que haya una ficción de libertad, y ahora hay algo más que una ficción. O de que tenga la sensación de que es más astuto que el dispensador del oro, pero esto frecuentemente no es más que un arreglo psicológico interno. Cervantes no consiguió engañar más que una vez, con el Quijote; pero Goya tuvo que huir al extranjero, con otros cuantos. El artista ha vivido siempre en España entre la luz del oro -nada más que su luz- y la sombra de la cárcel; o del exilio, o de la muerte. Ahora no está en ese claroscuro dramático, y la proyección de la alternativa de la muerte no la tiene más que con los aniversarios de los viejos colegas fusilados. Su problema es mucho más pequeño: es una dialéctica con el gusto del funcionario convertido en legión. Le resulta más fácil ceder en esta pequeña pelea que ante la gran amenaza sobre su vida y hacienda: es su temperamento.

El funcionario cultural, que se segrega con toda naturalidad en la nueva atomización española y que aparece en cada organismo, tiene una fisonomía interesante. Suele ser hombre que en su infancia no demasiado lejana declamó en el colegio, concurrió a la rebotica de alguna de las librerías que se apedreaban, conoció a los grandes poetas por las canciones y amó todo ello; pero tuvo que elegir otra vía. Se le quedó una frustración; y sus compañeros se la compensan promoviéndole a un despacho, grande o pequeño, de pueblo o de cabecera, de la administración cultural. Hay que acudir a estos entrañables y valiosos aficionados porque hay muhos puestos que cubrir; y porque los verdaderos artistas (que en el fondo siempre son, también, aficionados) son vistos, con alguna desconfianza. Entran difícilmente en los reglamentos y, además, son materia de sospecha: los que han accedido al poder están pagando con sangre su debilidad. El funcionario cultural alberga viejos sueños, quiere verlos realizados a través de otros; y suele elegir a los otros buscando entre los que fueron, también, reprimidos en su arte. Hay una contradicción entre los altos gobernantes que tienen como lema no volver nunca atrás, echar paletadas de cemento en la losa de los sueños, y el pequeño funcionario que al administrar estas riquezas inmateriales, este humo del arte, trata por todos los medios de volver al camino en el que se quedó inmóvil. No acepta los principios de la reconversión industrial.

Cuando un tema da mucho que hablar, lee todo lo que haya que decir.
Suscríbete aquí

Pero este personaje romántico tiene otros componentes. Quiere encerrarlo todo en estatutos, reglamentos, albaranes, ordenanzas; y tiene en todo ello una responsabilidad. Tiene en sus manos un dinero público; y es honrado. La corrupción en el mundo del arte no existe apenas, y las denuncias suelen ser inconsistentes. A no ser que nos fijemos en dos puntos graves: una desviación de los valores fundamentales del arte y una disociación de éstos con respecto a la sensibilidad pública. Aun estos casos el móvil aparece como atenuante, y a veces hasta como eximente. Es el móvil del éxito. Está tan anidado en el alma del funcionario cultural como en la del artista; sólo que el funcionario tiene la autoridad y los medios para crearlo: inventa el acontecimiento, lo mantiene, lo defiende. Una de sus formas de buscar el éxito es la cantidad: producir el mayor número de hechos culturales en el menor tiempo posible, se desgasten o no (es decir, aunque no lleguen a ser absorbidos por la sociedad, aunque sean sucesos únicos producidos para una mayoría de invitados). Es una penetración del consumismo, de la psicología de la ansiedad, de la magia de la oferta. La otra forma es hacer preceder y seguir el hecho durante un tiempo breve por los; suficientes medios de resonancia como para convertirlo en acontecimiento.

Hay algunas dudas acerca de si el arte puede generarse por esta inseminación artificial: in vitro. Sobre todo, si esta nueva gestión del ¡arte puede mantener una calidad, que es un principio esencial. La palabra es peligrosa, y hay que explicarla: calidad no es cuestión de prestigio, de minoría, de refinamiento, tal como se usa a veces, sino un misterioso halito que se encuentra en formas diversas y que es independiente de su jerarquización: está en la escritura de Ortega y Gasset o en la voz de Miguel de Molina, por usar sólo ejemplos del pasado; en una forma sublime de lo vulgar o en una capacidad comunicativa de lo exquisito. La nueva gestión del arte produce la cantidad sin detenerse en la calidad (tomada en esta acepción), y su obsesión. política por convertir cada hecho en acontecimiento, porque la noción misma se pierde al relacionarse con los inismos tratarnientos. Esta táctica, que en otros tiempos podría compararse: con la de la infantería rusa -lanzar enormes masas sobre el objetivo, con la seguridad de que algunos llegarían- presenta enormes riesgos. Está el señalado antes de la disociación entre arte y pueblo en el momento en que se busca lo contra:rio; está también el de que como el dinero no es tanto, su entrega a la dispersión produzca una baja de calidad suplementaria: no ya la que pueda residir en el artista, sino la de que los rriedios que han de sostenerla y difandirla se vayan a la chapuza. Atinque sólo sea por una cuestión estadística, este país no da para tanto como se quiere producir, ni para tantas rivalidades. El riesgo que atañe al artista es el de la confusión. Sabe ya que el tiempo de aislarse en su buhardilla para sorprender un día al mundo con una obra esplendorosa ha terminado; pero sabe que su obra, para difundirse y convertirse en acontecimiento, aunque sea fagaz, tiene que pasar por un conjunto de funcionarios culturales -estatales, autonómicos, municipales, privados- que reúnan su esfuerzo; que los gustos y la buena fe de cada uno de ellos puede no coincidir, e incluso presentarse como rivalidad. En esta confusión, puede malograrse.

Se ha construido una gran fachada: se debe al tesón, al romanticismo, a la eclosión biográfica, de los funcionarios culturales (este breve relato colectivo no corresponde, naturalmente, a todos, sino a la mera fantasía de la media: hay muchos que lo mejoran, muchos que lo empeoran). A veces los sucesos no muestran esa fachada a punto de hundirse: no tiene cimientos, es un gran decorado apenas sostenido. Pero no se sabe si es peor ese derrumbamiento y una nueva forma de conciencia artística, o que se mantenga tiempo y tiempo la fachada, añadiéndole ornamentos y barroquismo, para tapar sólo un solar donde crecen hierbas ralas y pastan cabras.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_