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Volver a 'Werther'

En otro tiempo, leer un libro en un parque al atardecer solía ser privilegiado de los adolescentes instruidos de casi todo el mundo. Ahora, en estos años de controles electrónicos, enternece ver en una capital europea a un muchacho leyendo bajo un tilo la novela de un clásico. Pero el hecho de encontrar el 13 de agosto de este año a un joven hojeando Werther en un banco de Unter den Linden de Berlín Este, como muestra la fotografía que me remite un amigo corresponsal de Prensa en el como de su extrañeza, es algo que ya cobra una dimensión especial. Porque el lugar elegido por el embelesado que sostiene esta obra de Goethe está situado a pocos pasos de la puerta de Brandenburgo, la frontera más delicada (y por ello la más propensa a la melancolía) de nuestro continente cuando se conmemora el 252 aniversario de la construcción de la archiconocida barrera.A la vista de la información que aquí se ha dado, todo debió desarrollarse según las previsiones. De un lado, la ya tradicional protesta de una madre reclamando a sus hijos retenidos en el sector Este; de otra, el suicidio frustrado de un señor con pancarta que denuncia el cierre a piedra y lodo de quienes ese día desfilan exhibiendo su orgullo de combatientes antifascistas por las avenidas de la RDA. Como colofón, la promesa de distensión esgrimida por gobernantes y aliados de ambas demarcaciones (hablamos desde Europa, claro; en otras latitudes las intenciones parecen ser distintas). Sin demasiados preparativos, las representaciones han logrado, bien aireando la bandera del socialismo histórico, bien cepillando el escaparate de la moderna democracia, el grado de dignidad que los testigos exigían. Todos cumplieron, incluidos los informadores internacionales, al transmitir el lamento de un jefe de Estado por la existencia del "monumento a la inhumanidad" y la flamante pose del otro presidiendo el desfile. Lo que sin duda chocaba en medio de tales escenarios era esta anacrónica -y por ello casi obscena anécdota- protagonizada por un muchacho en ostensible entrega a la lectura. Pero ningún ciudadano lo miró. Ni siquiera los bibliófilos que a diario frecuentan Unter den Linden intentaron una aproximación. Nadie llegó a husmear el título del intrigante y encantador objeto. El mozo estaba fuera de lugar. Tan sólo fue inmortalizado por mi corresponsal -que, consciente de su inutilidad, me envía la escena de entre sus materiales de deshecho- y unos turistas japoneses que desde el lado inverso intentaron compungidos fotografiar, en el límite mismo de su peregrinar por el autollamado mundo libre, a todo mamífero viviente.

Al cabo de casi un mes me ha llegado la imagen del embebido joven y reconozco que su gesto (compartido posiblemente por cientos de miles de jóvenes lectores que esta novela tiene hoy en el mundo, incluida la película de Pilar Miró exhibida estos días en Venecia) no es de fácil asimilación en las distintas sociedades que hoy conviven o pelean dentro y fuera de Alemania. Para todas ellas esta actitud -por demodé, ridícula y apasionada- ha perdido el sentido de la historia. Muchos han expresado esta opinión en tanto se alinean en una y otra faz de la puerta de Brandenburgo, cerrada con violencia razonada y mantenida con la seguridad que resulta del equilibrio del terror. A mí lo que me choca ahora es esta nueva estética que ha consagrado la delirante fascinación por el ejercicio de la fuerza sin dejar un resquicio para aliviar la desnutrición afectiva o afirmar, mediante la contemplación del arte o el compromiso radical con la vida, la subjetividad amenazada.

Por esto yo también celebro que el día 13 de agosto de 1986 un lector alemán, con personaje de novela interpuesto, me transmita, como Werther, cuyo último deseo es ser enterrado con el vestido del amor, la medida del gasto emocional que, en esta década de indigestión atómica, es todavía posible. No se me ocurre, como en algún caso pudiera suceder, sonreír ante este contrapunto pintoresco, aparentemente trasnochado, ni saludar al esperado nuevo ciclo romántico de fin de siglo. Prefiero acusar recibo, en una fecha en la que casi todos han hablado de fraternidad y genocidio, de otro humanismo que despierta.

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