_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

El tirón

Adelaida García Morales nació en Badajoz en 1946. Es licenciada en Filosofía y Letras. Ha publicado los relatos El Sur -que ha sido pasado al cine- y Bene. Obtuvo el Premio Herralde de novela con El silencio de las sirenas. En El tirón una mendiga, sin otra identidad más que su viejo cuerpo y su nombre, nos cuenta la historia de sus vagabundeos y de sus vanos esfuerzos por robar.

A veces olvido mi nombre: ¿Carmen? ¿María? ¿Juana? Así se llamaban otras mujeres que conocí. En la actualidad serían tan viejas como yo si no hubieran muerto. Ahora recuerdo y fijo en el interior de mi cabeza la palabra: Rosario, para que no se me vuelva a escapar. Mi nombre y mi cuerpo, cubierto con ropas de otras, son mis únicas posesiones. Sobre el asfalto de cualquier calle, entre cemento y adoquines, instalo cada noche mi campamento, constituido sólo por mi presencia. Es mi hogar. Ando y repto por plazas y rincones, de portal en portal, buscando siempre un hueco donde detenerme. Casi no tengo recuerdos, y cuando los tengo se me aparecen como si fueran ajenos. Ya no me pertenecen. Nada me pertenece. Sólo mi cuerpo y mi nombre. Y el espacio que ocupo también es mío. Porque también yo ocupo un lugar en el espacio, y eso nadie puede impedírmelo. Nadie puede arrojarme de aquí, de la intemperie, de las esquinas, de las aceras, como ya lo hicieron de mi casa. Me expulsaron a ninguna parte, a la desolación de las calles, a este errar continuo que no me está permitido abandonar. Evidentemente, yo no puedo, ni ahora ni antes, pagar un alquiler, por bajo que sea. Incluso el tiempo se ha borrado de mi mente o, mejor dicho, se ha transformado en un pasar amorfo de diferentes luces que van y vienen del día a la noche y de la noche al día. Un único movimiento sin fisuras ni medida son mis años incontados. Camino extraviada por la ciudad, sin territorio fijo, entre sus anuncios luminosos y las basuras de sus habitantes. A veces, cansada de tanto exterior, entro en portales oscuros. Subo y bajo tontamente las escaleras para concentrarme en alguna actividad. Claro que no soy útil para nadie, para nada. No produzco más que para mí y sólo el agotamiento necesario, que no es poco, para derrumbarme sobre cualquier superficie y, por dura que sea, dormir, desaparecer durante una noche entera. De la providencia no espero nada bueno, desconfío de esa indiferencia glacial que la caracteriza hasta el punto de tenerle miedo. Y, sin embargo, entro en bares y cafeterías con la absurda esperanza de que me caiga la ayuda de un buen samaritano. Es inútil, siempre inútil. Termina tirándome a la calle algún esquinado camarero. A veces basta un gesto desabrido de cualquier cliente para que yo misma me retire a mi sitio, a mi deambular insoportable. En esos lugares, las bebidas, los hombres, los ruidos, las mujeres, las comidas, las sillas, los desperdicios, los olores, las luces, los camareros... todo ello amalgamado constituye un solo ser monstruoso y sin contornos que me rechaza de una u otra manera. Y eso que inspiro lástima, o al menos debería inspirarla. ¿Qué otro sentimiento humano podría despertarse ante mi aspecto? Aunque ¿qué sé yo de mi aspecto? Hace ya tanto tiempo que, afortunadamente, los espejos no existen para mí... A pesar de ello aún mantengo de mi persona la noción de una figura lamentable reflejada en un cristal sobre el fondo negro de los escaparates. Y a juzgar por la pesadez con que arrastro las piernas, por la ropa con que me cubro desde hace tanto tiempo, siempre la misma, mi apariencia debe ser casi escandalosa. He comprobado que estoy menguando y, cuando tanteo la piel de mi rostro, endurecida y reseca, arrugada como el pellejo de un elefante, trato de imaginar qué clase de cara tengo. Estoy convencida de que en algunas ocasiones infundo temor, incluso miedo, sobre todo cuando, con tan poca eficacia, emprendo alguno de mis trabajos con la intención de sobrevivir, ese gran empeño de la especie a que pertenezco. Desde luego, no me importaría estar integrada en cualquier otra especie, incluso lo preferiría. Con frecuencia también yo siento miedo, un miedo cerval de cuanto me rodea, que me obliga a esconderme estúpidamente en algún zaguán de poca luz, como si así, al amparo de la penumbra, estuviera a salvo de no sé qué. Y eso que pienso, si es que a lo que pasa por mi cabeza se le puede llamar pensamiento, que ninguna catástrofe que me sobreviniera me importaría gran cosa. Total, como sólo soy una, es decir, casi nada... Esta mañana me refugié en un sombrío y amplio portalón que daba acceso a un lujoso edificio. Era, además, el lugar idóneo para mi trabajo. Me crezco imaginando que puedo robar, que alguna vez lo lograré. Se trata, claro está, de un robo menor: un bolso. Es mi meta, mi lotería, mi esperanza. Entonces me repito en voz baja: ¡Puedo robar! ¡Puedo robar! Naturalmente, poder no puedo, y no sólo por las escasas fuerzas de mi vejez sino, además, y muy especialmente, por mis zapatillas. Con ellas no puedo articular mis movimientos ni siquiera con la poca agilidad que corresponde a mi edad. Me dejan medio pie en el asfalto. Son grandes, demasiado grandes para mí, y al compás de mis pasos se balancean de un lado a otro de tal manera que rara vez caen bajo mis pies. Correr, ese elemento indispensable para mi trabajo, es algo que me está vedado. Arrastro mis piernas como pesados sacos de borra. Y, sin embargo, más de una vez me enardezco y, olvidándome de estos detalles, tiro de un bolso. Tiro para nada, claro, ¿quién hay que sea más débil que yo? Ni siquiera llaman a la policía. ¡Como si a mí me importara ir a la cárcel! Algún lugar del espacio tengo que ocupar. ¡Qué más da uno que otro! Pues bien, esta mañana decidí trabajar. Es tan importante sobrevivir... Una señora con el mismo aspecto del edificio en cuyo portalón me refugiaba, salió del interior sin reparar en mí presencia. Enseguida le intercepté el paso y, sin ningún preámbulo, agarré su bolso con desfallecimiento pero decidida. Ni siquiera por mi vejez inspiro respeto: me llevé una sonora bofetada y una mirada de desconcierto que no se podía desprender de mi cara, de mis ojos vacíos, de mí expresión de nada. Ella, la señora, se marchó sin protestar, sin acusarme, como si de súbito me olvidara o yo me hiciera inexistente. Aunque estoy habituada a fracasos semejantes, no renuncio con facilidad a mi propósito. Como sólo tengo uno... Esta misma tarde, a la hora de mayor trasiego, antes de que las tiendas se cerraran, una anciana me detuvo sujetándome suavemente por un brazo. Extrajo de su bolso una cartera y me hizo un regalo: una limosna. "Tenga usted, buena mujer", me dijo, conmovida. Tomé el billete de 100 pesetas contrariada, mientras contemplaba los otros, más valiosos, que permanecían en su poder. No le di las gracias, pero tampoco me separé de ella. Era más vieja y más lenta que yo. Eso me enaltecía. Me situé a su lado, por la parte interior de la acera, por la preferente. Era ella la que tenía que subir y bajar el bordillo cada vez que un transeúnte se cruzaba con nosotras rozando la pared. No habíamos avanzado mucho cuando me dijo: "Otro día le daré más, buena mujer". Yo no le respondí. He perdido la costumbre de hablar; me digan lo que me digan, jamás me doy por aludida. Y ese pertinaz mutismo debe estar en consonancia con mi aspecto, pues a nadie le sorprende. Además, no soporto ningún ruido. Constantemente me hieren los tímpanos los motores de los coches, sus bocinas, sus puertas, los gañidos de los. perros que apartan a patadas del mercado, las palabras, músicas y estruendos de los televisores, las conversaciones de los humanos, los maullidos de los gatos en celo... "Que mañana le daré más, buena mujer", repitió mi compañera con impaciencia. Claro que yo no quería más: lo quería todo. Obstinada en acompañarla hasta el final, es decir, hasta realizar mi trabajo, hice como si no la escuchara. Ella se detuvo y me miró con inquietud. Presumo que ya empezaba a asustarse. Entonces le sonreí. Y no por amabilidad, sino porque tengo la fantasía de que mi sonrisa atemoriza. ¿Qué otra cosa podría provocar una sonrisa desdentada por la que asoma un único y puntiagudo colmillo, tan superfluo como una garambaina? Sin lograr deshacerse de mi compañía, continuó su camino que, hasta cierto punto, era también el mío, tratando ahora de ignorarme. Con un gesto brusco cambió su bolso al brazo que me resultaba más inaccesible. No es que hubiera intuido niís intenciones: las había visto, pues yo no dejaba de mirarlo, calculando la intensidad y velocidad del salto, más bien del saltito, que tendría

El tirón

que dar para tirar de su fortuna, mientras la inmovilizaba de alguna manera, poniéndole la zancadilla, por ejemplo. Ella aceleraba el paso cuanto podía, y yo, siempre sonriendo, me mantenía a su lado, pegada a su brazo, sin el menor esfuerzo. Cuando una se decide a robar, ha de hacerlo donde pueda y como pueda. ¡Y es tan difícil! Si yo que, al fin y al cabo, soy un ser humano, lo cual no significa mucho, estuviera tan mimada por las leyes como lo están los bolsos, los objetos de los escaparates, los alimentos de los mercados, el dinero de los bancos... Pero no, desafortunadamente, no soy ninguna de esas cosas. El hecho es que, al fin, me decidí a tirar y tiré del bolso con toda la fuerza de que disponía. La anciana gritó en todas las direcciones. Una auténtica multitud poblaba ambas aceras. Pidió socorro, llamó a la policía, se desgañitó cuanto pudo. Yo, mientras tanto, agarrada a su bolso, pero renunciando ya a conseguirlo, pues sus fuerzas resultaron ser superiores a las mías, sonreía ampliamente, satisfecha de la perfecta indiferencia con que seguían desfilando nuestros hermanos. Cuando se deshizo de mí, me miró con dureza, con una hostilidad que no entonaba con el que parecía ser su rostro de costumbre: dulce y bondadoso, tal como se mostró al encontrarme. Claro que yo la odié: desde un principio. Pues he olvidado decir que odio, las cucarachas, los perros, las moscas, los gatos, los moscardones, las ratas, las polillas y a todos los demás moradores de las ciudades. No había razones para que continuara allí, frente a ella, observando su rostro congestionado mientras me dedicaba exabruptos en total disonancia con su ropa y sus maneras. Así que le di la espalda y traté de retirarme. Pero ella me lo impidió. Agarró mi mano y, retorciéndome los dedos y arañándolos, consiguió recuperar su limosna. Como comprendí que nada tenía yo que hacer en aquella situación, me puse de nuevo en camino, extenuada, consumida, apoyándome a veces en las fachadas viejas y ennegrecidas o agarrándome a ellas, introduciendo mis dedos por las oquedades de sus ladrillos corroídos por el tiempo y el abandono. Tan ciega y mecánicamente caminaba, que casi tropiezo con un mendigo. Debió haberse quedado rezagado allí, en las inmediaciones de unos grandes almacenes. Ya habían cerrado sus puertas todas las tiendas, pero él continuaba en su sitio, sobre una silla de ruedas más vistosa que su figura, un puro escuerzo, inmovilizado por la parálisis o, quizá, sólo por una extrema endeblez. En el suelo, lejos del alcance de sus manos, había extendido un trozo de tela mugrienta sobre el que habían ido cayendo las limosnas de la tarde. Sin perder tiempo, me agaché a sus pies con el propósito de improvisar un hatillo y hacerme con su capital. Pero sus inertes piernas, galvanizadas de pronto, me golpearon en el pecho haciéndome rodar por el suelo junto con todas sus monedas. Con sorprendente agilidad, el mendigo saltó de su silla. Y así, disputándonos cada peseta, los dos reptamos y manoteamos en todas direcciones. Al fin, de aquel chapoteo en el polvo de la acera saqué yo algún dinerillo. Claro que no me alcanzaba para una buena sopa, mi único alimento. En varios establecimientos traté de conseguir, sin éxito, que me sirvieran al menos media ración. Finalmente, un camarero sensible accedió a pasarme a la cocina y, gracias a sus recomendaciones, pude tomar el caldo de una sopa al que le sustrajeron antes, minuciosamente y en mi presencia, hasta el último de sus tropezones. Al regresar a la calle, sentí un agradable sopor. Anduve unos metros y enseguida me colé en un portal que no parecía estar vigilado. Agazapada en el hueco de la escalera, logré quedarme amodorrada hasta que alguien, el portero, no hay duda, me zarandeó con brusquedad y me arrojó al exterior. Ahora he de continuar mi largo paseo, como si mi movimiento fuera el giro de una ruleta. Caigo donde mi impulso acaba, me detengo en cualquier rincón donde ya no puedo más. Al fin tengo sueño, pero me impide dormir la claridad insoportable de la tarde, esta tarde artificial, impuesta, perturbadora, inmóvil e indiferente a los relojes y al paso natural del tiempo. Sin embargo, no me lamento. La cena y el aire cálido, acogedor, del verano, me reconfortan. Mi enemigo real es el frío, el frío que paraliza mis manos, mis piernas, mi rostro. Lo padezco igual que si fuera un cuerpo extraño y punzante incrustado en mi propio cuerpo. Presiento que cuando vuelva el invierno me descubrirán una mañana convertida en un carámbano. No sé a qué clase de agujero me arrojarán entonces. Pero alguien tendrá que ocuparse de mis restos, aunque sólo sea por motivos estrictamente higiénicos.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_