_
_
_
_
_
Tribuna:LECTURAS DE VERANO
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

El alero de vidrio

José Antonio Gabriel y Galán nació en Plasencia (Cáceres). Es periodista y escritor. Autor de Descartes mentía, Un país como éste no es el mío, La memoria cautiva y A salto de mata. Dirige la revista El Urogallo. El alero de vidrio es la historia de un jugador de baloncesto cuyo cuerpo oscila entre el cristal y el acero.

Yo no era un jugador agresivo, sino más bien todo lo contrario. Se alababan mi técnica, mi astucia, mis reflejos, pero también se censuraban mi exiguo poderío, la escasa contundencia de mi comportamiento. Esto era precisamente lo que me impedía ser un fuera de serie, un producto para la NBA americana. En el baloncesto no basta con ser un artista, soy consciente de ello. Mis 2,01 no están sólidamente asentados en un corpachón arrollador. Algunos comentaristas deportivos me han comparado con una espiga. Está bien, la verdad es que mis quiebros de cintura se han hecho famosos: es un grácil balanceo que parece dividir mi cuerpo en dos partes autónomas. Por otro lado, yo me elevo bien en los rebotes, tengo un excelente sentido de la distancia y me precio de soltar el brazo como pocos. ¡Al carajo los mastodontes de la NBA y sus secuaces! Además, ahí están mis porcentajes en los rebotes ofensivos: ¿son acaso los de un jugador que rehúye el choque?A mí me han colgado el sambenito de la fragilidad y nada puedo hacer contra él. Mi mujer (que en el fondo también piensa que me falta reciedumbre) se enfada con los periodistas y creo que en muchas ocasiones tiene razón. Enma vela por mi buena imagen como una hembra en celo. Controla al milímetro las críticas que se me hacen y, en función de ellas, gradúa el trato que debo dar a los periodistas, las entrevistas que he de conceder, cuándo y cómo. Su espíritu calculador me lleva a veces a situaciones embarazosas, pero tengo que reconocer que si no fuera por ella me despedazarían entre unos y otros, pues saben que soy un hombre débil.

LAS SETAS

Cuando un tema da mucho que hablar, lee todo lo que haya que decir.
Suscríbete aquí

Pero todo esto es agua pasada, pertenece a un mundo anterior al 5 de marzo. En esa fecha sucedió algo que señaló mi existencia para siempre, arrojándome del armonioso paraíso en que me había movido hasta entonces. Era domingo. El día anterior habíamos ganado holgadamente el partido de liga y fuimos a cenar a casa de Walter porque su mujer había preparado un guiso exótico con unas setas que le habían regalado. No recuerdo bien el guiso, pero lo que jamás olvidaré es el nombre de aquel horrible veneno: amanita pantherina. Yo fui el primero en probarlo y ya noté un extraño sabor. De inmediato caí fulminado. Eran las once de la noche y hacía un viento desapacible. Me penetró un rabioso fuego, una lava arrasadora que se multiplicó por mis entrañas. Vomité sobre la mesa, en el suelo, un reguero de oscuro desperdicio me acompañó hasta el cuarto de baño, donde me desmayé.

Me llevaron, ciertamente, al hospital e ignoro cuántas perrerías me hicieron, qué técnicas emplearon para salvar una vida que estaba dando las boqueadas. Sólo tengo una lejana conciencia de que mi mirada iba y venía en medio de una violenta tempestad. Mi cabeza naufragaba en una sensación inmensamente repetida: se hundía bajo el agua, volvía a salir a flote en el extremo de mis fuerzas para desaparecer otra vez sin remisión. Cada emergencia era más breve que la anterior y yo debía gritar, sin duda, desesperado porque nadie me rescatara habiendo tanta gente a mi alrededor. Mientras me hallaba sumergido, todo era abismo, negación, bloqueo. Cuando salía a la superficie, recuperaba cada vez un rostro: sólo recuerdo el de mi hija reflejando un pánico violáceo. Ocurrieron muchas más cosas, pero nada era comparable a aquella mueca infantil que pugnaba por decir algo sin que sus labios se movieran ni un ápice. El síndrome panterínico es mortal en más del 10% de los casos. Yo estuve naufragando durante horas, ahogándome durante semanas, en la más absoluta de las abstracciones durante meses. No recibí ninguna luz ni consuelo, nadie pudo traspasar la opaca interrogación en que me había convertido.

Un día desperté en mi propia cama y me encontré a gusto. Mis ojos fueron a parar a la reproducción del cuadro de Turner; las tenues manchas de color me parecieron más benéficas que nunca. A través de la ventana, los edificios de enfrente eran la representación de la conformidad razonable, de la seguridad en la geometría. Media mañana, templada y cándida, con gorriones aturdidos y canturreos en la cocina; tiempo de recogida de cerezas. Las sábanas de mi cama resplandecían; moví la pierna derecha y la sentí robusta; nadie me impedía sonreír, pero no lo hice por no manifestar un exceso de confianza.

La habitación estaba limpia como una patena, también yo estaba limpio y oloroso. El silencio resultaba acariciador, un rayo de sol se rompía nítido sobre mi mano huesuda. Si hubiera tenido valor, habría ensayado un tiro a canasta. Sentí un ridículo miedo a fallar. No se necesita balón para saber cuándo has soltado bien el brazo y vas a encestar.

EL GRITO

En ese momento entró Enma en el dormitorio. Enma es alta y fornida. Traía el periódico en la mano y se acercó para darme un beso.

No podría explicar por qué grité de aquella manera acongojada.

-¡No te acerques!

Se quedó paralizada a los pies de la cama, blandiendo inútilmente el periódico mañanero.

-¡No me toques, Enma, por favor!

-Pero ¿qué te ocurre, cariño?

Fue entonces cuando el zumbido en mis oídos se hizo insoportable. Lo sentí como una condena inapelable. La revelación iba acompañada por la certeza de un peligro de muerte: nadie podía tocarme, mi cuerpo era de cristal.

Presa del pánico, me puse en pie y retrocedí hacia la pared extendiendo las manos para protegerme.

-¡No te acerques, Enma, por favor, yo te lo explicaré!

Volví en mis cabales. ¿Qué iba a explicar? ¿Quién podría entender que me había vuelto de cristal? Me encerrarían en un manicomio. No se trataba de discutir, lo importante era que nadie me tocase. Mi fragilidad era tal que estaba seguro de que cualquier contacto me rompería en pedazos. Yo podía estar loco, pero ¡que nadie se me aproximara! Me iba en ello la vida, lo comprendieran o no lo comprendieran.

Emna reaccionó de la mejor manera que pudo. Intentó explicarme que aquello era una creencia mía sin fundamento real. Gastó demasiadas palabras convencionales. Tras los razonamientos ensayó la estrategia de la ternura, pero la conmiseración no tardó en aparecer en su mirada cada vez que se descuidaba. Yo me limité a vivir mi problema como una amenaza creciente, en espiral. Hubiera sido suicida ceder a cualquier consuelo, a la aceptación del más mínimo riesgo.

Mi preciosa hijita no podía ocultar el llanto. Le informé prolijamente de lo que sucedía y logramos establecer un pacto gracias al cual se me acercaba despacio, yo adelantaba la cara y ella me rozaba con sus labios. Acabó dándonos a los dos tanto miedo ese fugaz contacto que decidimos prescindir de él. Creo que sólo mi hija comprendió exactamente que la más leve brusquedad podía quebrarme de arriba abajo.

Me había quedado en los huesos. Mi esqueleto parecía prolongarse más allá de los 2,01 y la sensación de inconsistencia se acentuaba día a día. Vivía mi cuerpo como un peligro real. La existencia cotidiana se convirtió en un martirio, los más nimios detalles me planteaban unas dificultades casi infranqueables. Los zapatos, por ejemplo. Me negué desde el primer momento a ponerme zapatos que, con su dureza, podían resquebrajarme el pie. Vestía ropas holgadas, nada de cinturón ni de corbata, nada que me oprimiera o violentara. La comida era otra tortura. Me resultaba imposible comer cosas sólidas que tuviera que masticar; semejante ejercicio quebraría mis mandíbulas fácilmente. Así, pues, me alimentaba de frutas y de líquidos que engullía con suma precaución.

Me mantenía alejado de la gente, sin salir apenas de mi cuarto. Desde allí oía a veces extraños conciliábulos al otro lado del pasillo, tristes murmuraciones quizá de mis compañeros, del entrenador o de los dirigentes del club, ansiosos por saber si habían de considerarme un caso perdido. Era preciso que todos me olvidaran, como me habían olvidado ya los periodistas tras la invasión brutal de las primeras semanas.

En verdad Enma fue un eficaz parachoques. Solamente falló en una ocasión, una infausta tarde en que no pudo frenar a Walter, que se precipitó en el dormitorio con el ánimo decidido a hacerme entrar en razón. Comenzó a decir que me iba a demostrar en el acto que yo no era de cristal. Se me venía encima el monstruo con sus 110 kilos, ante la mirada horrorizada de mi mujer y mi hija desde la puerta. Me sentí desfallecer, incapaz de detenerle, presintiendo mi ruptura inmediata en mil pedazos. Era un tanque lanzado contra un cuerpo de fino vidrio. Le supliqué, le lloré, pero Walter seguía avanzando. Me tiré al suelo, me acurruqué tras la cortina y empecé a gritar, a maldecir, a implorarle que no diera un paso más. Luego me desmayé y eso quizá me salvé la vida. Francamente, debió de ser una escena penosa para todos.

UNA TORMENTA

Había ocasiones en que la debilidad me dejaba el ánimo vacío, el cuerpo inválido. Los días de viento eran días de miedo; crujían los cristales y mis huesos. Hacia el final de la primavera, hubo una gran tormenta nocturna y yo creí llegada mi última hora. Los relámpagos rajaban el cielo como una cuchilla enardecida, un látigo de truenos descendía sobre mi piel haciendo tambalear mi estructura de vidrio. En vano me refugié bajo la cama prorrumpiendo en agudas lamentaciones. Temblaba como un azogado, me retorcía las manos, al fin llegaba la sentencia bíblica que me desintegraría. Mi hijita adorable vino a consolarme. Tumbada en el suelo junto a mí me decía que no me preocupara, que aquello pronto pasaría, e intentaba cogerme una mano. La retiré por puro instinto de defensa, y eso me hizo echarme a llorar atribuladamente. Ni siquiera era capaz de dar ejemplo a mi hija. No podía seguir así, pero ¿qué hacer? Mi propia fragilidad me impedía matarme, carecía de empuje para afrontar el trance decisivo. No pensaba sino en mi propia protección. ¿Cuál habría de ser mi futuro en esas circunstancias?

La primera víctima de mi ruinosa condición era, sin duda, Enma. Desde que aparecieron los primeros síntomas, no le había permitido compartir la cama conmigo. Por mucha cautela que hubiéramos tenido, el miedo al contacto me habría impedido conciliar el sueño. Ella lo aceptó con muda resignación, pero yo sabía el esfuerzo que estaba realizando, las concesiones que acumulaba y que poco a poco iban minando su capacidad de resistencia. Sus ojos ya no exploraban los míos en bus- ca de alguna clave del misterio. Su comportamiento fue haciendo se cada vez más funcional, o al menos así lo percibía yo. Pero me era imposible bajar la guardia, confiarme: en la práctica, mi grado de exigencia aumentaba inevitablemente. Lo sabía, estaba claro que antes o después llegaría la hora de la rebelión. Entonces Enma me habló por primera, vez del doctor Zimmerman, un psiquiatra argentino afincado en España, una auténtica autoridad en la materia. ¿En qué materia:? ¿Es que ya hay definido un complejo de licenciado vidriera? El caso, es que, por alguna razón que ignoro, acepté visitarlo. La salida a. la calle fue una aventura cruel y peligrosa. Temía sobre todo que alguien me reconociera y se precipitara sobre mí. Enma me llevó en el coche, que condujo con cuidado exquisito, pues un frenazo brusco hubiera podido ser mi perdición. Los pocos metros que tuve que andar hasta el portal de la casa los recorrí con el alma en un hilo, pegado a las fachadas, evitando a los viandantes, afortunadamente escasos aún, mirando de reojo hacia arriba, presa de angustia ante la eventualidad de que pudiera caerme un objeto de algún tejado. Cuando llegué a la casa sudaba copiosamente, y no era para menos después de haber superado una trampa mortal. Rogué al doctor Zimmerman que no se me acercara mucho y que me dispensara de darle la mano. Era un hombre de mediana edad, de aspecto aseado y gafas profundas. Hablaba con la seguridad que da el ser argentino: despacio, modulando con preciosismo unas buenas frases mecánicas. A pesar de mis protestas, me hizo tumbarme sobre un diván; él se sentó a la cabecera, de forma que no podía verle. Parecía un simulacro para, que yo me hablara a mi mismo. Hubo grandes silencios que me permitieron aprenderme de memoria la habitación. Se trataba de un despacho amplio, bien pensado, tenuemente luminoso, con dos ventanales estratégicos a ambos extremos. Dominaban los objetos de vidrio y metacrilato, tales como la mesa, una estantería, una dulce pecera redonda. Podía haber definido aquella habitación como pacificadora, pero no estaba dispuesto a despilfarrar mis energías en calificaciones. Habló él, y, al poco de que yo me decidiera a hacerlo, dio por concluida la sesión con un ambiguo gesto. No supe si alegrarme por haber finalizado aquella tortura o irritarme por la humillación de haber sido interrumpido a golpe de reloj cuando hablaba de mí. Este doble sentimiento se reprodujo durante, las semanas y meses que duró el tratamiento. Sea como fuere, el caso es que, poco a poco, Zimmerman, escarbando en mi código mental, comenzó a sembrarme la duda. O quizá yo me di cuenta, en un momento determinado, de que podía estrecharle la mano, como así lo hice, sin que se me quebrara. En el fondo, véase qué cruel ironía, de ser de vidrio a no ser de vidrio hay sólo una mínima diferencia, exactamente una pequeña vuelta de tuerca. Está bien, me cuesta confesarlo: Zimmerman me curó.

No fue fácil, pero conseguí integrarme otra vez en la vida normal. Enma me recibió como si hubiera vuelto de un largo viaje. Los compañeros de equipo y los directivos se portaron muy bien conmigo. Todo había sido un simple paréntesis. La prensa se limitó a decir que me había recuperado de una peligrosísima intoxicación y que mi aspecto era más vigoroso que antes. Efectivamente, recuperé el ritmo de los entrenamientos y no tardé en encontrar mi mejor forma. Pero en mi interior algo se había removido. Me encontré manejando una energía desconocida, imprevisible. Observé que disfrutaba practicando un cierto despotismo con mi familia y con mis amigos, como si quisiera hacer pagar a alguien el daño que me había sido inferido.

El cambio se notó, sobre todo, en mi forma de juego. Para satisfacción del entrenador, me había convertido en un jugador recio y contundente, una especie de energúmeno que no sólo no rehuía el choque, sino que lo buscaba. Gané en poderío lo que perdí en calidad técnica. Ya no era un artista, lo cual no pareció importar a nadie. No hubo más cimbreos de espiga. Lo mío era ahora la solidez, la agresividad; era un perro de presa para mis marcadores e insaciable en los rebotes.

Me regodeaba en este tipo de juego. Aprendí marrullerías sin cuento, metía la rodilla con gran habilidad, golpeaba a diestro y siniestro, buscaba la eficacia sobre todo. Me sentía como de hierro fundido. En mi fuero interno, lo que más placer me causaba era el empleo de la violencia, la impunidad con que la usaba al principio, el temor que empecé a despertar en los rivales, esa dialéctica de insultos y amenazas que yo desencadenaba subterráneamente en la cancha. De ser de cristal a ser de hierro no había más que una mínima diferencia.

Así hasta que lesioné de gravedad al pobre Mauri. A raíz de ese incidente, todos los ojos empezaron a espiarme, descubriendo las huellas de mi nuevo estilo de juego. Lesioné a varios contrarios más y llegaron las primeras advertencias, las primeras amonestaciones y expulsiones. Pero yo seguía obcecado, obediente a mi código recién adquirido. En realidad estaba comenzando a vivir y no iba a parar por el hecho de que los espectadores se enfangaran conmigo llamándome asesino.

Bueno, ya todo acabó. Me apartaron del equipo. He perdido la respetabilidad, todo a mi alrededor se ha vuelto turbio y visceral. Jamás pude imaginar que algunas personas reaccionaran así, cuando fueron ellas las que me empujaron a encallecer mi identidad. Mi mujer ha, pasado de sentirse defraudada al desapego más absoluto, como si de repente hubiera descubierto en mí a un endemoniado. Más aún me duele la actitud de mi hija, mi adorable hijita, que ni siquiera me dirige la palabra y que seguramente está sufriendo la pérdida del padre que ella imaginaba tener. Apenas veo ya a los compañeros de equipo y es mejor así; sé que me evitan, que queman acusarme de muchas cosas y no se. atreven.

EL PSIQUIATRA

Cargado con todas estas razones, me fui a casa de Ziminerman y le exigí responsabilidades. Comprendo que estaba un tanto desquiciado, pero al fin y al cabo fue él quien me sacó de mi cuerpo de cristal, y yo reivindico, al menos, ese cuerpo de cristal. Los códigos forman la creencia, pero todo código es modificable. No me trató como a un paciente, ni siquiera me hizo tumbar en el diván. Hablamos de pie, con ausencia total de bellas frases. Ambos fuimos descarnados en nuestras recriminaciones, que por su parte estaban teñidas de insidia. Zimmerman no era aficionado al baloncesto y por tanto no podía juzgarme. No tuve más remedio que aplicarle mi esquema de juego. Le golpeé con un grueso cenicero de cristal y cayó sobre la pista fulminado, uno más. Luego me dediqué, en un estado de curiosa exaltación, a destruir todo aquel ambiente pacificador. Hice pedazos la estantería y la mesa de metacrilato, los marcos de las fotografias, las figurillas de vidrio; arrojé contra el suelo la pecera, y sus pequeños habitantes bailaron la milonga sobre la moqueta. Yo quería sobre todo aniquilar el código, borrar las huellas mentales, aplazar por un tiempo más la vieja creencia, sanear mi cuerpo de toda contaminación. Yo qué sé lo que quería. Probablemente ya estaba preparado para jugar en la NBA.

Penetré en el ascensor y éste se puso a vibrar de manera alarmante, bajaba tembloroso, yo diría que sin control. Nada podía hacer. Me precipitaría en un infierno o me quedaría entre dos pisos sepultado hasta la asfixia. Un silbido afilado, cada vez más intenso se me infiltró en la cabeza, una bandada de aguijones martilleándome las sienes, recorriendo el interior de mis huesos hasta dejarlos vacíos. Era preciso huir, alejarse de allí. Salí a la calle asediado, pero hube de pararme ante la intensidad de los zumbidos. Me cimbreaba como una espiga de vidrio y comencé a gritar que no se acercara nadie a mí, que nadie me tocara, por favor.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_