Abolir el azar
Enrique Murillo (Barcelona, 1944) es periodista y traductor. Como narrador debutó con El secreto del arte (Anagrama, 1984). Actualmente escribe la novela Conturbat me. En Abolir el azar cuenta la historia de un jugador y de la venganza en forma de apuesta que urde el protagonista, el narrador en primera persona.
Podría empezar diciendo que le conocí por azar, pero tratándose de él sería peligroso. De modo que me limitaré a explicar que nuestro primer encuentro coincidió con un domingo que se presentaba tediosamente familiar. A diez pasos del portal de mis tíos, en cuyo domicilio se celebraba cierto festejo, se cruzó conmigo mi prima Inés. Salía de casa de sus padres y su rostro era una mueca de júbilo desorbitado que no entendí, pues aunque no nos llevamos mal tampoco nos adoramos. Pero me dejó atrás, y cuando me volví estaba abriendo los brazos para colgarse del cuello de un astronauta. Me acerqué a la pareja e Inés me presentó al estrafalario tipo, que tuvo la delicadeza de quitarse el casco, depositarlo en el sillín de la moto junto con, los gruesos guantes negros y brindarme no sólo su mano sino también la sonrisa de un rostro que era pura ceja. El resto de sus rasgos, en efecto, quedaba borrado por la prepotencia de una inusitada vellosidad, un bosque enmarañado que se extendía de sien a sien sin solución de continuidad ni adelgazamiento central que lo aliviara.RONQUIDOS Y DIÁLOGOS
En cualquier otra ocasión hubiera seguido mi camino, pero como la alternativa era la susodicha reunión familiar, opté por irme con ellos. Pese a no contar con el entusiasmo de Benito, fuimos al cine. Los ronquidos del cejón se entremezclaron de tal modo con los diálogos de la película que acabé saliendo sin saber muy bien si el espía doble traicionaba sólo a aquel individuo oriental que creía contar con la fidelidad de su supuesto subordinado, o también al otro jefe, el de verdad, pero que a su vez era, me pareció, un topo de cuidado. En fin, que como antes había cedido él (Benito), ahora me correspondía el turno condescendiente a mí, y cuando nos propuso ir al bingo e Inés, tan complaciente como de costumbre con sus novios, aceptó, no me quedó más remedio que acompañarles. Además de mi profundo sentido de la equidad me impulsaba el deseo de comprobar personalmente lo que me habían contado, pues todo esto ocurría cuando el bingo era una novedad y yo aún no había pisado ninguno.
Me pareció deprimente y espantoso. Un montón de almas tan desdichadas como toscas se sometía allí, voluntariamente, a un tormento que consistía en pasarse horas y horas con la vista fija en un cartoncito, escuchando, a modo de música ambiental, un lento desgranar de números pronunciado con insoportable monotonía y desgarradora desgana por una incorpórea voz de aeropuerto.
Yo canté dos líneas, e Inés un bingo, perdimos las ganancias así obtenidas comprando nuevos cartones, y nos fuimos cuando cerraron, más pobres e infinitamente más aburridos que al entrar. Hablo por mí, claro, pues la mayor distracción de mi prima son sus novios, y Benito, por su parte, sentía por aquella actividad auténtica pasión, tanto más intensa cuanto que permanecía oculta tras la fachada de displicencia con que iba tachando los números. En sus ojillos, aquellas dos cabezas de alfiler untadas en brea que centelleaban, muy juntas, bajo el portentoso arco ciliar, leí el escepticismo con que contemplaba nuestra suerte de primerizos, y también otra cosa más complicada que asomó cuando, después de que Inés ganara las 15.000 pesetas, se negó de forma tajante a que fuéramos a disfrutarlas a otra parte. Con el tiempo llegué a comprender que era precisamente eso, disfrutarlas, lo que, quedándose, pretendía conseguir. No fue la última vez.
A los pocos días Benito ya era para nosotros -Inés y yo y el resto de los amigos- el binguero, una expresión que cuajó de inmediato porque le definía como un extraño ser por completo ajeno al espíritu que nos unía a nosotros, puretas revolucionarios y futuros votantes útiles de centro izquierda. No me importa aclarar que tan afortunado aunque fácil mote se debió a mi capacidad. creativa. Tampoco es que nos preocupáramos demasiado porque la elección de Inés hubiera recaído esta vez en semejante personaje, pues sabíamos que aquello no iba a durar; así ocurrió, y a los cuatro o cinco meses el binguero no fue -excepto para mí, por motivos que explicaré a continuación- más que un simple nombre en la voraz lista de novios de Inés.
ETNOGRAFÍA
Diciéndome a mí mismo que lo hacía por puro interés etnográfico, frecuenté con Lola, mi amiga de aquellos días, la compañía dominical de Inés y su motorista durante una temporada. Menos mal que lograba distraerme de la sosez de aquel pasatiempo de contables empedernidos dedicándome a observar el ritual con que cada uno de los bingueros trataba de congraciarse con la suerte y también, por qué no decirlo, concibiendo yo mismo desconcertantes esperanzas de triunfo lotero cuando en el cartón que me correspondía aparecían determinados números que, Dios sabrá por qué, me parecían de buen agüero.
El espectáculo no podía ser más obsceno, sobre todo por la desnudez con que aparecían las supersticiones. Tratando de romper las rachas de lo que ellos entendían como mala suerte, los unos cambiaban de bolígrafo, de mesa o de silla cada dos por tres, y los otros hacían sortilegios esotéricos, extraños frotamientos y golpeteos del cartón de turno o esperaban a comprarlo en el último momento. Benito solía adquirir dos o tres de golpe, con intención no tanto de aumentar las probabilidades de éxito como la propia tensión -en ella, comprendí, radicaba el placer- de los largos minutos de rosario numérico. Vi a un tipo que incluso aprovechaba las pausas entre un cartón y el siguiente para jugar a cara o cruz con su vecino, y que se enfadó mucho conmigo el día en que se sentó a mi lado y no acepté su invitación.
Cada vez íbamos menos al cine, pero como con algo había que llenar las horas antes de irnos a repasar la contabilidad, muchas veces acabábamos encerrados los cuatro -Inés, Lola, Benito y yo- en casa del binguero, jugando, naturalmente, a los naipes. Ahí tuve que descubrirme, porque el cejas era un maestro de la baraja. Aunque se esforzaba amablemente por ocultarlo, supe ver que le resultábamos unos contrincantes aburridísimos porque nos ganaba incluso dándonos ventaja y dejándonos elegir el juego. Es más, mientras esperaba su turno, se ponía los cascos de la radio y escuchaba, con un entusiasmo no desprovisto de cierta angustia, la evolución de los partidos que entraban en la quiniela.
El juego no era para él un pasatiempo, sino su vocación. Lo entendí cabalmente la famosa tarde en que Inés tuvo su primer enfado. Fastidiada por la poca atención que Benito le prestaba, le dio a elegir entre el juego y ella, y tuvo que conformarse con no ser para él más que un elemento secundario de su vida. Ahí comenzó el final del romance. Pero lo que me interesa referir es otro aspecto de la cuestión. Benito se había emborrachado tanto el día anterior que no se acordó de enterarse del resultado del sorteo de la Lotería Nacional, en la que había participado con varios décimos. Tampoco había ido al supermercado de la esquina para ver a qué número le había tocado el coche que sorteaban, ni averiguó cómo le habían ido las cosas con el cupón de los ciegos. Nos dejó plantados para ir a comprar un periódico en las lejanas Ramblas, y a su regreso dispuso en la mesa del comedor los décimos, cupones y números de las diversas rifas, se puso a comprobar febrilmente los resultados, telefoneó luego a los conocidos que podían saber el número afortunado de los diversos sorteos, todo ello con una agitación, un sudor y unos temblores que me dejaron muy impresionado. De repente había convertido aquella habitación en el templo donde se celebraba un extraño culto. Sólo faltó que, en lugar de ponerse los cascos como otras veces, nos obligase a oír la radio a tremendo volumen para no perderse la marcha de la quiniela.
Finalmente pareció hundirse en un estado de espantosa melancolía -no le había tocado nada-, pero reaccionó y aún tuvo tiempo y fuerzas para ganarnos 5.000 pesetas al póquer. Cuando luego fuimos al bingo, todo hay que decirlo, siguió su costumbre de invertir las ganancias obtenidas con la baraja en cartones que repartió generosamente entre los cuatro.
COMBATE CONTRA El AZAR
Benito, ahora no cabía la menor duda, era un titán. Su vida entera estaba consagrada a un desigual combate contra el azar. Frente a la arbitrariedad de éste, él oponía todo su tesón y todo su ingenio, convencido de que algún día acabaría ganándole la partida. Siempre andaba quejándose de las malas pasadas que le hacía la suerte. Porque se lo tomaba a cosa personal. Como si la diosa Fortuna pretendiese demostrarle una y otra vez que su descomunal esfuerzo estaba condenado al fracaso. Y para él se trataba de un combate a infinitos asaltos, pues ninguna victoria parcial le dejaba satisfecho. Lo que buscaba era cierta fórmula infalible que acabaría permitiéndole doblegar al azar, someter su capricho al suyo propio, de modo que nada podía poner fin a su cruzada contra esa voluntad malévola que se la tenía -y nunca mejor dicho- jugada.
Pero al mismo tiempo acabé convencido de que era un chiflado, y supongo que alguna vez de-
Abolir el azar
bió de sorprenderme cuando, yo hacía extraños visajes para disimular la risa -o la pena que me daban sus locuras. Es por esta razón que no me asombró encontrarme con que soltaba en ocasiones alguna que otra pulla dirigida contra mí. Aunque solapada, mi actitud crítica le hería. Pero siempre he creído que la tolerancia es la base de la convivencia, y procuraba no responder a sus malos modos. Hasta el día en que su rencor de analfabeto le impulsó a decir, pensando sin duda en mi doctorado en Filosofía pura, y con enervante convicción: "Pues si yo tuviera que vender", era agente comercial colegiado, como solía añadir con orgullo, "ruedas cuadradas o patatas podridas, iría a la Universidad. En, ningún otro lugar hay tantos tontos por metro cuadrado".La cosa venía de lejos. Varias veces había comentado que los libros no sirven de nada, que sólo enseña la vida, que le daban náuseas los tipos que se las dan de listos porque tienen estudios. Contemporizador que es uno, yo solía callar o incluso darle la razón, y, como máximo, intentaba matizar un poco. Le decía que seguramente el ingeniero que construyó el puente Golden Gate tuvo que leerse antes bastantes libros, a lo cual Benito respondió que en el pueblo de sus abuelos el único puente que resistía siempre las riadas era el romano, y que el nuevo se lo llevaba la avenida cada vez que lo reconstruían. Pero el día de los tontos universitarios no pude más y, mentalmente, se la juré. Gracias a esa sorprendente facultad de recuperación de la memoria que traen consigo las manifestaciones del odio, me acordé de golpe de todas sus ofensas. Su maldita manía de explicarme con insoportable paternalismo cómo hubiese tenido que jugar tal o cual mano a los naipes. Su costumbre de aceptarme los faroles al póquer para dejarme en ridículo ante el público femenino. Su hábito de sacarme de quicio de mil maneras distintas.
Ese día me cabreé tanto que hasta Lola, pese a mi silencio, me lo notó, y en un aparte insinuó que estaba comportándome como un cretino. Lo cual no hizo sino contribuir a que se reafirmase mi decisión de vengarme. Pero preferí esperar a que se presentase una oportunidad adecuada para hacerle tragar su frasecita.
Hacía medio año que me había comprado el primer coche de mi vida, tras superar, no sin esfuerzo, ciertos prejuicios. Cuando hizo su aparición el fantasma del monóxido de carbono que emitiría mi futuro tubo de escape, me dije que con el coche podría ir al campo, y tomé la decisión. Y un domingo les convencí para que nos aireáramos un poco en los bosques de una población de las afueras. A Benito le produjo un escozor alérgico tanto árbol y tanto sembrado, pero se calmó en cuanto entramos en el restaurante. Era un establecimiento elegido por mí, y de muy buena reputación entre los entendidos, que ya por aquel entonces comenzaban a ser legión. Creyendo que mi experiencia de gourmet ilustrado sería bien acogida por las chicas, hice un comentario sobre el lenguado a la molinera que pedí de segundo. En este terreno, pensé, le llevo ventaja a ese memo. De modo que dije algo así como que estaba magnífico, que se notaba esa cocción especial que sólo se consigue con la cazuela. "Pero si está hecho a la sartén", dijo el cejas". Le miré como se mira al paleto que, recién desprovisto de la boina, mete la pata en su intento de ponerse a la altura de las circunstancias.
LA TRAMPA
Era mi oportunidad. Aquel jugador nato no sería capaz de evitar la trampa que iba a tenderle. Le había visto cruzar apuestas a diestro y siniestro en multitud de ocasiones. Por fin íbamos a vernos las caras. Yo tenía presente la recién leída receta que de ese plato da Simone Ortega, la frase en la que se había basado mi comentario: "Fundir la mantequilla en la cazuela a fuego bajo". Y solté un " ¿qué te apuestas?" dicho como quien no quiere la cosa. Benito picó, vaya si picó. "Lo que quieras", dijo con los ojos chispeantes y la monoceja convertida en animado y espantable acento circunflejo. "Me apuesto mi coche contra tu moto", le dije, y no porque codiciara aquel monstruo de 100.000 centímetros cúbicos que en mi vida habría aprendido a conducir, aun suponiendo que llegase a tener el atrevimiento de montarme en él, sino porque Benito adoraba su máquina, la lucía y me la restregaba por las narices cada vez que se sentaba en mi utilitario. Cuando, algo sorprendido, me dijo que aceptaba, casi me arrepentí. Tenía la sensación de estar jugando tan sucio como un tahur.
Al día siguiente fuimos a mi casa. Yo era el único que poseía bibliografía sobre el tema. Así que abrimos primero el Ortega y luego confirmé el dato en un manual de cocina francesa. Había, por desgracia, leído mal, o mi memoria me había jugado una mala pasada. Pero soy hombre de palabra y, desde entonces, vuelvo a ser peatón.
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