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El espejo y el coito

(Primer capítulo de una novela inédita y apócrifa de Jorge Luis Borges)Su nombre fue: Feliciano de Silva. Sus antepasados y él vivieron encerrados entre las murallas de Ciudad Rodrigo. En vida fue el afortunado autor de la más conocida serie de novelas jamás publicada en España: los Amadises. Tras su muerte conocerá la más extravagante de las desgracias; será negado, vituperado, calumniado hasta convertirse en el chivo expiatorio de las letras españolas.

Es muy fácil recusar mi pobre autoridad; por ello, a lo largo de esta larga novela ¡aportaré el testimonio del escritor que, al inmortalizarlo, le condenó definitivamente: Miguel (de Cervantes.

En la segunda página del Quijote, Cervantes rinde el primer homenaje a nuestro autor; elogio que tan obtusamente será interpretado por la crítica e incluso por el llorado ensayista Marcelino Meriéndez y Pelayo:

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"...y de todos (los libros que compró don Quijote) ningunos le parecían tan bien como los que compuso el famoso Feliciano de Silva, porque la claridad de su prosa y aquellas entricadas razones suyas le parecían de perlas...".

Me he entretenido contando las innumerables citas que el autor del Quijote hace de su admirado Feliciano de Silva. Constantemente se refiere a él, citando frases suyas, haciendo intervertir sus personajes, inspirándose una y mil veces en sus aventuras.

Feliciano de Silva una noche soñó que un tigre llamado Zahir asistía, escondido en la maleza, a la lapidación por los fieles de unciego en una mezquita de Surakarta. Era el 28 de septiembre de 1547. Al día siguiente murió dignamente y con coraje, rodeado de sus deudos, domésticos y familiares. Aquel mismo día nació en el barrio de judíos conversos de Alcalá de Henares Miguel de Cervantes.

El destino, con su implacable tino, eligió este año de 1547 para que, aparatosamente, se dieran cita mil peripecias a fin de señalar que todas las historias son una sola historia; el, anverso y el reverso de esta moneda son para Dios iguales. En 1547 no sólo murió Feliciano de Silva y nació Cervantes, sino que también murieron Lutero, Enrique,VIII y Francisco I; los protestantes fueron derrotados por Carlos V en Mulilberg; el último conquistador, Hernán Cortés, moría abandonado y en la miseria en Sevilla; Iván el terrible, príncipe de Moscú, toma el título de zar; en España se publica el primer índice expurgatorio de libros prohibidos; Ignacio de Loyola redacta la constitución de la compañía de Jesús; en Toledo, un grupo de fanáticos capitaneados por Siliceo promulga el primer estatuto de limpieza de sangre, etcétera.

En virtud de una extraña interpretación de la vida de Cervantes, que más tiene de la fría aberración que del apasionado fervor, el autor del Quijote ha pasado a la historia como un patriota que dio su brazo en lucha por su país. He comprobado, sin asombro, que semejante tesis insensata la recogía recientemente el suplemento literario del Times.

Cervantes, cuando comenzaba a componer el Quijote, basándose en El Amadís de Grecia, de Feliciano de Silva, está encerrado en una cárcel de Sevilla. De la cual dijo que en ella "toda incomodidad tiene su asiento". No olvidemos que es un experto el que juzga las mazmorras andaluzas, puesto que pasó cinco años esclavo en Argel.

Nadie sabe los pensamientos que trotaron por su cerebro cuando estaba cubierto de cadenas en aquel presidio español. Cuentan los hombres dignos de fe que pudo morir de hambre y de sed. Y aun que repitió aquella sentencia que había oído en Argel atribuida al poeta Abdalmalik: "La gloria sea con Aquel que no muere".

Su país le había maltratado, denunciado, excomulgado, condenado a que le cortaran la mano derecha y exiliado. Cervantes sentía por España un odio tranquilo sin cicatrices rencorosas.

Urgido por la fatalidad de hacer algo, de poblar de algún modo el, tiempo, recordó en la sombra todo lo que sabía. Una noche gintió que se acercaba aun recuerdo preciso: los libros que había leído en su adolescencia con infinita pasión, los libros, de caballería de Feliciano de Silva.

Pensó en su calabozo que Feliciano de Silva, como él, era ina proscrito y un perseguido. Hacía cerca de 60 años que había muerto el novelista de Ciudad Rodrigo, y su obra, ayer en boga, era denigrada por los mismos hornbres que le condenaban y le encarcelaban a él. Aquellas novelas de caballería de las que tantas ediciones se habían hecho en vida del autor, ahora, prohibidas, se vendían bajo cuerda, como literatura clandestina. Aquellos libros que habían inspirado a los conquistadores y poblado América de nombres inventados por los novelistas como Patagonia, California o Florida, la Casa de Contratación de Sevilla impedía que fueran al Nuevo Mundo de miedo que su lectura pudiera soliviantar contra Espafla a los indios.

En efecto, la obra de Feliciano de Silva había sido tan perseguida y denigrada que 60 años después de su muerte se la habíaolvidado. Las novelas de caballería habían sido enterradas.

El razonado desprecio que el enchiquerado Cervantes siente hacia su país le mueve en una candente mañana de febrero a un imperioso afán de resucitar aquellos libros, sin rebajarse nunca ni al resentimiento ni a la venganza.

Decidió construir un laberinto tan perfecto y sutil que los varones más prudentes no se aventurarían a entrar, y los que entrarían se perderían. Sería este laberinto una novela habitada por la confusión y la maravilla. Y por tanto escandalosa, puesto que estas dos operaciones son propias de Dios y no de los hombres.

Y sin embargo, Cervantes creía que es desvarío laborioso y empobrecedor el de componer una vasta novela; el de explayar en 500 páginas una idea cuya perfccta exposición oral cabe en pocos minutos. Mejor procedimiento, sostenía, sería simular que esos libros ya existen y ofrecer un resumen, un comentario. Recordemos que muy posteriormente así procedieron Carlyle en Sartor Resartus, y Butler en The Fair Haven.

Menos razonable, menos inepto, menos haragán de lo que Cervantes se juzgaba a sí mismo, prefirió la escritura del Quijote como espejo de los libros de caballería de Feliciano de Silva. Sabía Cervantes que los espejos tienen algo monstruoso, como la copulación, porque multiplican el número de los hombres. Tanibién sabía que todos los hombres en el vertiginoso instante del coito son el mismo hombre. Pero si todos los hombres que repiten una línea de Dante Alighieri son Dante Alighieri, Cervantes, que tantos párrafos copió de Feliciano de Silva, era Felicíano de Silva en el centro del infinito juego de azares.

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