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FESTIVAL DE SALZBURGO

Un excelente montaje y un gran concierto

Richard Strauss fue uno de los tres fundadores del Festival de Salzburgo en el año 1918 y, desde entonces, su obra permanece ligada a él. Doce de sus óperas han sido representadas y él mismo dirigió en el festival 16 veces. La presente edición programa en agosto su última obra lírica, Capriccio, surgida fruto de la colaboración con el también gran director Clemens Kraus sobre una idea de este acerca del valor relativo de la palabra y la música en el género operístico.Strauss debía haber compuesto música y libreto, pero el trabajo de Kraus fue tan amplio como para que éste último firmase. Una admirable pieza en la que música y palabra son personificadas en las figuras de Flamand y Oliver.

La obra discurre con absoluta continuidad, sin separación en números y sin que su duración de dos horas y media se vea interrumpida. Quiere esto decir que a un espectador que desconozca el alemán le puede llegar a resultar pesada. No podría ser nunca así con un montaje escénico como el de Salzburgo, capaz de asombrar y hacer las delicias de cualquiera.

Un primer plano nos sitúa en un salón lleno de espejos en la mansión de la condesa, en el que permanecen siempre fijos dos paralepípedos de cristal transparente que en su basamento contienen, respectivamente, las estatuas que simbolizan a la música y la poesía y se coronan con sendas arañas enormes que alumbrarán solamente en la escena del monólogo final, como queriendo iluminar la decisión de la condesa. Los espejos traseros se van abriendo para dar pase, a bibliotecas, teatros, jardines... e incluso a la llegada de una artista en un precioso vehículo descapotable de primeros de siglo.

La dirección

Una auténtica maravilla, apoyada por una acertada dirección escénica de sus intérpretes, todos perfectos en sus papeles, con una Tomowa-Sintow, una condesa que borda su gran escena. Resulta asimismo un placer escuchar en el foso a la Filarmónica de Viena, aun cuando el maestro Horst Stein podría haber dirigido con mayor vivacidad. En definitiva, un espectáculo auténticamente digno de Salzburgo y su fama.Análoga admiración merece el concierto protagonizado por Claudio Abbado, la Orquesta de Cámara de Europa y la solista Jessye Norman. De entrada, contaban con un programa admirablemente diseñado, fuera de obras tantas veces trilladas, compuesto por la Segunda sinfonía de Schubert, lieder de los Des knaben wunderhorn y la Serenata número 1 de Brahms.

Agrupaciones como la Orquesta de Cámara de Europa no pueden menos que llenar de admiración. Parece increíble que una orquesta fundada hace tan solo cinco años a base de músicos jóvenes que viven en países bien diferentes pueda reunir ya una calidad tal en cuanto a afinación, musicalidad y precisión, por no mencionar ese peculiar entusiasmo que sin duda conservan todavía de cuando en su mayor parte se alineaban en la Joven Orquesta de la Comunidad Económica Europea. Todo un ejemplo que no ha pasado inadvertido a grandes directores como Jochum, Ashkenbazy, Solti, Maazel, y muy especialmente Claudio Abbado, su director-asesor, que ha llegado a ceder sus honorarios en más de una ocasión para apoyar económicamente al conjunto, que no tiene ayuda oficial.

Si Abbado dirigió con entusiasmo, pero debiendo contener la quizá exagerada entrega de la orquesta en varios momentos, para exponer con nitidez y rigor los tres diversos mundos vieneses, la intervención de Jessye Norman alcanzó la genialidad.

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