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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Riesgos del turismo

DURANTE MUCHOS años, las playas españolas fueron una fuente de riqueza que contribuyó a sobredorar la economía desfallecida del régimen anterior. Ese régimen fue al principio desconocedor de la fortuna que se le venía encima; incluso reacio, por sus temblores de miedo ante la llegada de nuevas costumbres y nuevas morales con respecto a su sistema de pesas y medidas (tenía razón, y una parte de las libertades populares y directas comenzó a llegar por ahí). Ignorancia y resistencia fueron vencidas por algo que era mucho más fuerte que cualquier otra cosa en su existencia real: la ambición económica, voraz y rápida, de sus allegados. Los centros de turismo que se iban formando fueron suyos.La iniciativa privada tiene una cara y una cruz: la cara es su pujanza, la extraordinaria capacidad para crear vertiginosamente. La cruz, que, cuando de lo que se trata es de una cuestión de tolerancia, su incapacidad de crear infraestructuras y de ver con años por delante se obnubila cuando lo que puede hacer es vender en el acto y trabajar con la idea autocrática de después de mí, el diluvio. El diluvio llega a veces, y los grandes centros de turismo surgidos como hongos carecían de alcantarillados, de cauces en los ríos, de depuradoras de agua, de estaciones intermedias antes del vertido en el mar; y, aparte de diluvio, de las necesarias distancias de las industrias contaminadoras, de la creación de carreteras y nudos de comunicación, de la limitación en los rascacielos que proyectan sombra sobre el sol que se vende, de servicios sanitarios, de complementos culturales...

Todo se está pagando ahora. El régimen siguiente, el actual, trata velozmente de arreglar lo mal hecho; pero lo mal hecho tiene una fuerza considerable, que es la de existir, la de estar. Las leyes de preservación del ambiente, los reglamentos de aguas, la reglamentación de construcciones y la busca de una infraestructura son papeles reales. Muchas de estas legislaciones derivan hacia las autonomías responsables e interesadas en sus playas, pero éstas a su vez encuentran resistencias locales. Los centros turísticos tienen muchas cosas que defender; entre ellas, el empleo de temporada y la riqueza del pueblo. Pero muchas veces éstas son causas utilizadas para defender intereses privados, que son los mismos, los de las mismas personas y sus herederos que, por una parte, pueden tener el orgullo de defender el título de haber creado mucho a partir de la nada; por otra, deben tener la vergüenza de no haber previsto su futuro. Lo que defienden ahora son unas playas estrechas, un monopolio de esas zonas de recreo (cuando la realidad es que se pueden crear centros turísticos racionales en zonas ahora no utilizadas), unos precios que están dejando de tener su principal atractivo -vendíamos sol y Mediterráneo, pero muy baratos- y unas mareas repletas de restos, espumas fétidas y cadáveres.

Es cierto que hay una contaminación de mar hacia tierra -la que nos llega-, pero que es mucho mayor la que va de tierra a mar. Y ésta tiene la ventaja de que se puede combatir, y en la mayor parte de los casos, en comunidades activas y necesitadas, se está haciendo. No siempre con utilidad suficiente, porque la base de los males sigue existiendo. Y porque luchas locales, rivalidades, conceptos estrechos y miserables proyectan sobre los otros lo que desechan. Problemas que pueden reducir a la nada los esfuerzos de la Administración central, que, por otra parte, suele tener la ingenuidad -enfermedad infantil del político en el poder- de creer que se gobierna emitiendo decretos y titulando leyes, pero que suele abandonar su seguimiento.

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Las playas no sólo han sido, sino que son. No tienen hoy el peso en la economía de divisas que tuvieron antes, en el capítulo de exportaciones invisibles, pero aún tienen mucho; y dentro del aspecto de la economía interior propician un relativo, pequeño pero existente, reparto de rentas. Parece que ya el turismo interior se ha reducido mucho como consecuencia de las elevaciones de precios (y probablemente una de las causas de los problemas de carretera es que el tiempo de vacaciones se ha acortado o dividido, y eso hace que haya más personas que viajan, pero que aprietan sus cabos de ida y vuelta, saturando las rutas); el turismo exterior sufre las repercusiones de la histeria de Estados Unidos, la de la caída de monedas básicas y la de la elevación de precios españoles (como era de temer, el IVA ha servido de pretexto para ello). Parece que si el régimen anterior desdeñó el turismo y lo regaló luego a la codicia de sus amigos, este Estado de las autonomías debe hacer esfuerzos suplementarios para no perder esta riqueza de todos. Una vigilancia sin descanso sobre contaminaciones; una descentralización del turismo o, lo que es parecido, ordenación de nuevas zonas; mejores condiciones de acceso; vigilancia también sobre la realidad de la infraestructura hotelera, las irregularidades en los alquileres y las compraventas, sobre la calidad extremadamente perecedera de las construcciones nuevas, sobre la de la comida... Y, en fin, un largo catálogo que está haciendo que esa riqueza de todos pueda llegar a perderse. La reflexión colectiva suele hacerse cada año, y desvanecerse poco a poco cuando el último turista regresa a su norte.

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