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Tribuna:LECTURAS DE VERANO
Tribuna
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Una casa para siempre

Enrique Vila-Matas

De mi madre siempre supe poco. Alguien la mató en la casa de Bérgamo, dos días después de que yo naciera. El crimen fue todo un misterio que creí dar por resuelto el día en que cumplí 20 años, y mi padre, desde su lecho de muerte, reclamó mi presencia y me dijo que, por desconfianza a los adjetivos, estaba aproximándose al momento en que enmudecería radicalmente, pero que antes deseaba contarme algo que juzgaba importante que yo supiera. "Incluso las palabras nos abandonan", recuerdo que dijo, "y con eso está dicho todo, pero antes debes saber que tu madre murió porque yo así lo dispuse".Pensé de inmediato en un asesino a sueldo y, pasados los primeros instantes de perplejidad, comencé a dar por cierto lo que mi padre estaba confesando. Cada vez que pensaba en el hacha ensangrentada sentía que el mundo se hundía a mis pies y que atrás quedaban, patéticamente dibujadas para siempre, las escenas (de alegría y plenitud que me habían hecho idealizar la figura paterna y forjar la imagen mítica de un hombre siempre levantado antes de la aurora, en pijama, con los hombros cubiertos por un chal, el cigarrillo entre los dedos, los ojos fijos en la veleta de una chimenea, mirando nacer el día, entregándose con implacable regularidad y con monstruosa perseverancia al rito solitario de crear su propio lenguaje a través de la escritura de un libro de memorias o inventario de nostalgias que siempre pensé que, a su muerte, pasaría a formar parte de mi tierna aunque pavorosa herencia.

Pero aquel día de aniversario, en Desenzano del Garda, se fugó de esa herencia todo instinto de ternura y tan sólo conocí el pavor, el terror infinito de pensar que, junto al inventario, mi padre me legaba el sorprendente relato de un crimen cuyo origen más remoto, dijo él, debía situarse en los primeros días de abril de 1905, un año antes de que yo naciera, cuando, sintiéndose él todavía joven y con ánimos de emprender, tras dos rotundos fracasos, una tercera aventura matrimonial, escribió una carta de amor a una joven toscana que había conocido casualmente en Volterra y que le había parecido que reunía todas las condiciones para hacerle feliz, pues no sólo era pobre y huérfana, lo que a él le facilitaba las cosas, va que podía protegerla y ofrecerle una notable fortuna económica, sino que, además, era hermosa, muy dulce, tenía el labio inferior más sensual del universo y, sobre todo, era extraordinariamente ingenua y servil, es decir, que poseía un gran sentido de la subordinación al hombre, algo que él, a causa de sus dos anteriores infiernos conyuganles, valoraba muy especialmente.

DESDICHA MATRIMONIAL

Había que tener en cuenta que su primera esposa, por ejemplo, le había mutilado, en un insólito ataque de furia, una oreja. Mi padre había sido tan enormemente desdichado, en sus anteriores matrimonios que a nadie debe sorprenderle que, a la hora de buscar una tercera mujer, quisiera que ésta fuera dulce y servil. Mi madre reunía esas condiciones y él sabía que una simple, carta, cuidadosamente redactada, podía atraparla. Así fue. La carta era tan apasionada y estaba tan hábilmente escrita que mi madre no tardó en presentarse en Bérgamo. En el centro del laberinto de callejuelas de la Citta Alta, llamó a la puerta del empinado, estrecho y ennegrecido palacio de mi padre, quien, al parecer, no pudo ni quiso disimular su gran emoción al verla allí en el portal, sosteniendo bajo la lluvia un maletín azul que dejó caer sobre la alfombra al tiempo que, con humilde y temblorosa voz de huérfana, preguntaba si podía pasar.

"Que aquel día llovía sobre Bérgamo", me dijo mi padre desde su lecho de muerte, "es algo que nunca pude olvidar, porque cuando la vi a ella cruzar el umbral me pareció que la lluvia era salvaje en sus caderas y me sentí dominado por el impulso erótico más intenso de mi vida".

Ese impulso parecía no tener ya límites cuando ella le dijo que era una experta en el arte de bailar la tirana, una danza medieval española en desuso. Seducido por ese ligero anacronismo, mi padre ordenó que de inmediato se ejecutara aquel arte, lo que mi madre, ansiosa de complacerle en todo y con creces, realizó encantada y hasta la extenuación, acabando rendida en los brazos de quien, sin el menor asomo de cualquier duda, le ordenó cariñosamente que se casara cuanto antes con él.

Y aquella misma noche durmieron juntos, y mí padre, dominado por esa suprema cursilería que acompaña a ciertos enamoramientos, tuvo la impresión de que, tal como había imaginado, acostarse con ella era como hacerlo con un pájaro, pues gorjeaba y cantaba en la almohada, y le pareció que ninguna voz cantaba como la de ella y que incluso sus huesos, como su labio inferior y sus cantos, eran frágiles como los de un pájaro.

"Y esa misma noche, bajo el rumor de la lluvia bergamasca, te engendramos", me dijo de repente mi padre con los ojos muy desorbitados.

Un lento suspiro, siempre tan inquietante en un moribundo, precedió a la exigencia de un vaso de vodka. Me negué a dárselo, pero, al amenazar con no proseguir su relato, por pura precaución ante el posible cumplimiento de esto, fui casi corriendo a la cocina y, procurando que tía Silvana no loviera, llené de vodka dos vasos. Hoy sé que todas mis precauciones eran absurdas porque en aquellos momentos tía Silvana sólo vivía para alimentar su intriga ante un cuadro oscuro del salón que representaba la coquetería celestial de unos ángeles al hacer uso de una escalera; sólo vivía para ese cuadro, y muy probablemente esa obsesión le distraía de otra: la constante angustia de saber que su hermano, acosado por aquella suave pero implacable enfermedad, se estaba muriendo. En cuanto a éste, en aquellos momentos sólo vivía para alimentar la ilusión de su relato.

LUNA DE MIEL

Cuando hubo saciado su sed, mi padre pasó a contar que el viaje de luna de miel. tuvo dos escenarios, Estambul y El Cairo, y que fue en la ciudad turca donde advirtió la primera anomalía en la conducta de su dulce y servil esposa. Yo, por mi parte, advertí la primera anomalía en el relato de mi padre, ya que estaba confundiendo esas elos ciudades con París y Londres, pero preferí no interrumpirle cuando oí que me decía que la anomalía de mi madre no -era exactamente un defecto, sino algo así como una peculiar manía. A ella le gustaba coleccionar panes.

En Estambul, ya desde el primer momento, entrar en las panaderías se convirtió en un extraño deporte. Corripraban panes que eran perfectamente inútiles, pues no estaban destiriados a ser devorados sino más bien a elevar el peso de la gran bolsa en la que reposaba la colección de mi madre. Muy pronto él protestó, preguntando con ncitable crispación a qué obedecía aquella rara adoración al pan.

"Algo tiene que comer la tropa", respondió escuetamente mi madre, sonriéndole como quien le sigue la corriente a un loco. "Pero Diana, ¿qué clase de broma es ésta?", balbució desconcertadlo mi padre. Entonces, con ciert Ío aire de ausencia y esbozando la suave y soñadora mirada de las miopes, ella le dijo: "¿No te parece que eres tú quien está bromeando con esas preguntas tan absurdas que haces?".

"Siete días estuvimos en Estambul", prosiguió cóntándome mi padre,"y eran unos 40 los panes que tu madre llevaba en su gran bolsa cuando llegamos a El Cairo. Como era una hora avanzada de la noche, yo marchaba feliz sabiéndome a salvo de las panaderías cairotas, e incluso rne ofrecí a llevar la bolsa. No sabía que aquéllas iban a ser nuestras últimas horas de felicidad conyugal".

Cenaron en un barco anclado en el Nilo y acabaron bailando, entre copas de champaña rosado y a la luz de la luna, en,la terraza de la habitación del hotel. Pero unas horas después mi padre despertó en mitad de la noche cairot a y descubrió con gran sorpresa quie mi madre era sonámbula y estaba bailando frenéticas tiranas sobre el sofá. Trató de no perder la calma y aguardó pacientemente a que ella, totalmente extenuada, regresara al lecho y se sumergiera en el sueño más profundo. Pero cuando esto ocurrió,nuevos motivos de alarma se añadieron a los anteriores. De repente, mi madre, hablando dormida, se giró hacia él y le dijo algo que, a todas luces, sonó como una tajante e implacable orden: "A formar". Mi padre aún no había salido de su asorribro cuando oyó: "Media vuelta. Rom-pan filas".

No pudo dormir en toda la noche y llegó a sospechar que su mujer, en sueños, le engañaba con un regimiento entero. A la mañana siguiente, afrontar la realidad significaba, por parte de mi padre, aceptar que, en el transcurso de las últimas horas, ella había bailado tiranas y se había comportado como un perturbado general al que sólo parecía interesarle dar órdenes y repartir panes entre la ¡ropa. Quedaba el consuelo de que, durante el día, su esposa seguía siendo tan dulce y servil como de costumbre. Pero ése no era un gran, consuelo, pues: si bien en las noches cairotas que: siguieron no reapareció el tiránico sonambulismo, lo cierto es que fueron en aumento, y de forma cada vez más enérgica, las órdenes. "Y el toque de diana", me dijo mi padre, "comenzó a convertirse en un auténtico calvario, pues cada día, minutos antes de despertarse, los resoplidos que seguían a los ronquidos de tu madre parecían imitar el sonido inconfundible de una trompeta al amanecer".

¿Deliraba ya mi padre? Todo lo contrario. Era muy consciente, de lo que estaba narrando, y además resultaba impresionante ver cómo, a las puertas de la muerte, mantenía íntegro su habitual sentido del humor. ¿Inventaba? Tal vez, y por ello probé a mirarle con ojos incrédulos, pero no pareció nada afectado y siguió., serio e inrriutable, con su relato.

UN RASGO OCULTO

Contó que cuando ella despertaba volvía a ser la esposa dulce y servil, aunque de vez en cuando, cerca de una panadería o simplemente paseando por la calle, se le escapaban extrañas miradas melancólicas dirigidas a los militares que, en aquel El Cairo en pie de guerra, hacían guardia tras las barricadas levantadas junto al Nilo. Una mañana incluso ensayó algunos pasos de tirana frente a los soldados, de modo que lentamente las cosas también iban complicándose de día. Más de una vez eI se sintió tentado de encarar directamente el problema hablando con ella y diciéndole, por ejemplo "Eres sonámbula, y además de bailar tiranas sobre los sofás con viertes el lecho conyugal en un campo de instrucción militar". Pero no le dijo nada porque temió que si hablaba con ella de todo, esto tal vez fuera periudicial y lo único que lograra sería ponerla en la pista de un rasgo oculto de su personalidad: ciertas dotes de mando.

Pero un día, mientras subían a un camello, junto a las pirámides, mi padre cometió el error de sugerirle el argumento de un relato breve que proyectaba escribir: "Mira, Diana. Es la historia de un matrimonio muy bien avenido, me atrevería a decir que ejemplar. Como todas las hisorias felices, no tendría demasiado interés de no ser porque ella, todas las noches, se transformaba, en sueños, en un militar". Aún no había acabado la frase cuando mi madre bajó del camello y, tras mirarle desafiante, le ordenó que llevara la bolsa de los panes turcos y egipcis. Mi padre quedó aterrado porque comprendió que a pastir de aquel momento no sólo estaba condenado a cargar con la pesadilla del trigo extranjero, sino que además recibiría orden tras orden.

En el viaje de regreso a Bérgamo mi madre mandaba ya con tal autoridad que él acabó confundiéndola con un general de la Legíón Extranjera, y lo más curioso fue que ella pareció desde el primer momento identificarse plenamente con ese papel, pues se quedó como ausente y dijo que veía camellos y que s sentía perdida en un universo adornado con pesados tapetes argelinos, con filtros, para templar el pastís y el ajenjo y nargilés para el kif, escudriñando el horizonte del desierto desde la noche luminosa de la aldea enclavada en el oasis.

Y a su llegada a Bérgamo, ya instalados en el viejo palacio de la Citta Alta, los amigos que fueron a visitarles se llevaron una gran sorpresa al verla a ella fumando como un hombre, con el cigarrillo Ilameante y pendiente de la comisura de los labios, al verle a él con las facciones embotadas y tersas como los guijarros pulidos por la rriarejada, medio ciego por el sol del desierto y convertido en un viejo legionario que repasaba trasnochados diarios coloniales.

"Tu madre era un general", ce,ncluyó mi padre, "y no tuve inás remedio que ganar la batalla centratando a alguien para que la in atara. Pero eso sí, aguardé a que nacieras, porque deseaba tener un descendiente. Siempre confié en que, el día en que te contara todo esto, tú sabrías comprenderme".

INVENTAR HISTORIAS

Lo único que yo, a esas alturas del relato, comprendía perfectainiente era que mi padre, en una actitud admirable en quien está al lborde de la muerte, estaba inventando sin cesar, fiel a su constante necesidad de fabular. Ni la proxiinidad de la muerte le retraía de su gusto por inventar historias. Y tuve la impresión de que deseaba legarme la casa de la ficción y la gracia de habitar en ella para siempre. Por eso, subiéndome en marcha a su carruaje de palabras, le dije de repente: "Sin duda, me confunde usted con otra persona. Yo no soy su hijo. Y en cuanto a tía Silvana, no es más que un personaje inventado por mí".

Me miró con cierta desazón ti asta que por fin reaccionó. Vivarriente emocionado, me apretó la mano y me dedicó una sonrisa feliz, la de quien está convencido de que su mensaje ha llegado a buen puerto. Junto al inventario de nostalgias, acababa de legarme la casa de las sombras eternas.

Mi padre, que en otros tiempos había creído en tantas y tantas cosas para acabar desconfiando de todas ellas, me dejaba una única y definitiva fe: la de creer en una ficción que se sabe como ficción, salier que no existe nada más y que la exquisita verdad consiste en ser consciente de que se trata de una ficción y, sabiéndolo, creer en ella.

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