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Del 'welfare' a la tribu

La reciente sentencia del Tribunal Supremo de Estados Unidos contra la sodomía, la felación y la sicalipsis ha puesto de manifiesto la paradójica complementariedad que han adquirido en nuestros días el neoliberalismo económico y el conservadurismo moral. Lejos ya del optimismo protoliberal del caballero Mandeville, en cuya Fábula de las abejas la sobriedad y la austeridad conducían a la ruina colectiva, hoy el individualismo creativo y el placer aparecen contradictorios con la lógica de la acumulación de capital. Compruébase así una, vez más que, frente a la idea de Felicidad, es el miedo el que -como ya sabía Hobbes- recobra su papel decisivo en la fundamentación de las reglas de supervivencia cuando una sociedad se siente amenazada.Los decenios de crecimiento económico de la posguerra en el mundo occidental suscitaron, en general desde Estados Unidos hacia su área de influencia, la ruptura de viejas instituciones sociales y la liberalización de las costumbres según una lógica del placer. Desde los mensajes hollywoodianos y rockeros de los cincuenta hasta la proliferación de soltería, parejas sin hijos, relaciones sexuales abiertas, homosexualidad sin traumas y, en general, incremento de la imaginación y la variedad en los tratos carnales, el trastocamiento de los hábitos establecidos sólo encontraría parangón en el que supuso la invención del matrimonio cristiano a principios de este milenio, como ha señalado Georges Duby. Sobre estos cambios, el optimismo progresista de los sesenta y setenta hizo cabalgar de nuevo algunos valores de la mejor herencia epicúrea: el placer concebido como capacidad de unión, con el mundo y con los otros seres humanos, el deleite de los sentidos y la serenidad personal como alternativa al dolor corporal y la turbación mental, la defensa del cuerpo y de su mente, del goce y de la vida como acompañantes de la solidaridad.

Sin embargo, nuevos factores han dado lugar a la presente reacción. El descenso demográfico, que provoca una asustadiza sensación de decadencia; las tensiones ante los movimientos de inmigración, especialmente procedentes del Tercer Mundo, sentidos con la amenaza de lo extraño; el envejecimiento de la población, el paro y los demás fenómenos que han desbordado el asistencialismo del Estado del bienestar, han generado una respuesta defensiva y pesimista. Se predica de nuevo el natalismo en las metrópolis, la defensa de la raza y el patriotismo, la austeridad y la frugalidad y, como irremediable colofón de todo ello, el culto a la familia unida y numerosa que, junto con las iglesias, las corporaciones y otros grupos de intereses, pretenden reapropiarse de las competencias educativas, económicas, culturales y coercitivas de que han sido expropiadas por el Estado a lo largo de la Modernidad. Los más transparentes ideólogos del neoliberalismo económico, como Milton y Rose Friedman (que ya empezaban dando ejemplo de familia compacta al firmar conjuntamente sus libros), lo expusieron con toda claridad: que los jóvenes mantengan a sus padres y demás parientes en la vejez; que crezcan y, se multipliquen las sociedades de beneficencia; hasta el desempleo, distribuido entre familias extensas, será más fácil de sobrellevar. Lógicamente, este restauracionismo requiere restricción de las relaciones sexuales fuera de la familia y orientación de las que se realicen en su seno hacia la procreación (que tal es, al fin y al cabo, el horizonte de la reciente sentencia norteamericana).

Reaparece así aquella potencial contradicción entre la expansión del placer y el espíritu del capitalismo que había ya analizado Max Weber. La ética protestante favoreció la motivación por, el trabajo y la legitimación del lucro, pero siempre que sirviese a fines productivos; de ahí que el puritanismo se concrete en los actuales tiempos de escasez en un combate contra las conquistas legislativas del placer improductivo en decenios anteriores (anticoncepción, divorcio, aborto, neutralidad del Estado respecto a los modos de vida de los ciudadanos).

No parece, pues, muy ajustado el improvisado diagnóstico que ha querido ver la oleada de pudibundez que nos invade como una manifestación de totalitarismo estatal. Más bien se trata de lo contrario, de disminuir la intervención positiva del Gobierno y las leyes en la regulación de las libertades personales y lanzar estímulos de regeneración y autovigilancia de la inefable sociedad civil. También sería erróneo resolver la repugnancia a tal proyecto en un antiamericanismo primario, ya que la ofensiva cuenta como paladín con el Reino Unido de Margaret Thatcher y con notables raíces culturales y vuelos europeos (Japón probablemente necesitaría otro Weber, capaz de vislumbrar la compatibilidad entre sintoísmo y budismo, reclusión matriarcal de la mujer en el hogar y frenesí de laboriosidad). En definitiva, de le, que se trata es de sustituir el denostado paternalismo estatal por el paternalismo de veras, el llamado Estado-providencia por la guardia íntima de la providencia divina y el vecindario, la lejana burocracia por la cercana mamá y los engorros administrativos por el climaterio domestico; se hace entonces superfluo el gendarme debajo de la cama. Tal vez no se trate, por tanto, de una moda pasajera. Y quizá lo que nos vaya a salvar durante algún tiempo a este lado de los Pirineos sea nuestro inimitable retraso secular: mientras el eco del neopuritanismo siga convirtiéndose aquí en hipócritas admoniciones a la virtud en el más rancio estilo papista, aún podremos respirar (y sobre todo aspirar, que es lo que está en disputa).

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