Los niños trasplantados
Humanitaria labor, desde luego, ésta tan en boga de los trasplantes. Humanitaria porque sólo a los humanos se les ha ocurrido, en última instancia de su cadena evolutiva, hacer del mundo un saco de vísceras intercambiables, con las que se remiendan los unos a los otros para alargar la llegada de la enlutada dama. Cada día, en las horas de la felicidad doméstica nos llegan las terribles imágenes de esos niños macilentos y asustados implorando un hígado. Las pobres criaturas, en brazos de sus padres y de la ciencia, piden la víscera para vivir. Su discurso, como dictado y automático, no parece salir de sus infantiles bocas. Sus ojos, enormes y tristes, miran a la cámara con esa bendita inocencia del que no sabe nada de esta nada, mientras ella, la cámara, y nosotros detrás, parecemos saberlo todo. El ojo radiográfico de la tele les descubre los órganos destrozados. Son hígados con niño en espera. ¡Doctores tiene la ciencia! (antes se decía la Iglesia), y ella sabrá lo que se hace. Pero lo que molesta más profundamente no es el caso en sí del trasplante, sino esa presentación descarada y reiterativa (con el pretexto de mentalizar al público), en cada comida y cena, que nos sirve de contrapunto desgraciado a nuestra aparente dicha: suerte tiene usted de que su nene no haya venido al mundo en tan lamentable estado. Vea usted con qué salud su niña corre por el pasillo familiar. ¡Eso es la felicidaffl, no esas terribles desgracias que Dios manda. Vengan, vengan atrocidades dantescas, si, de momento, no soy yo el condenado. Yo les ofrezco mi solidaridad emocional, y ellas, en cambio, me dan la seguridad de mi normalidad. Pero a veces uno no distingue entre tu niño y el mío y confunde ambas miradas lastimeras, la que nos mira desde la pantalla y la de aquel que, sano, junto a nosotros retoza-
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