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A los 50 años, el sentido

El recuerdo de las fechas en que se inició la última y más atroz de nuestras guerras civiles, dos movimientos debe suscitar en nosotros: la voluntad de conocer con rigor y verdad lo que a lo largo de estos 50 años ha sucedido en España, porque sólo mediante el conocimiento y la asunción de la verdad puede ser eficazmente liquidada la carga del pasado, y un examen leal del sentido que esa guerra y sus consecuencias haya tenido dentro de nuestra vida personal.No todas nuestras experiencias influyen de manera sensible sobre la orientación y el contenido de nuestra vida, no todas poseen para nosotros sentido profundo y duradero. Nada más obvio. Pero cuando tina experiencia personal nos pone ante realidades o sucesos que atañen a lo que en sí mismo y para nosotros es vitalmente grave -la muerte de quienes nos rodean o la proximidad de la muerte propia, el destino histórico de nuestro país, la lectura de un libro que conmueve o aviva nuestras creencias íntimas-, es difícil que en nuestra existencia ulterior no sea perceptible su huella. Si río tan aparatosamente como en el duque de Gandía, valga su ejemplo, en todo hombre pesa de por vida la muerte de un ser querido.

Es posible que la experiencia de la guerra civil haya resbalado sobre la vida anterior de algunos españoles; es posible que, salvo la alteración impuesta por las novedades políticas y sociales del entorno, no pocos hayan seguido entendiendo su vida, e incluso haciéndola, como si en España no hubiese acontecido ese enorme drama. No ha sido éste mi caso, ni creo que sea el de la gran mayoría de los españoles de más de 60 años. Si alguno de ellos me lee, desde aquí le invito a examinar en su interior cómo la experiencia de la guerra civil y de sus consecuencias ha influido sobre el modo de entenderse y realizarse a sí mismo. Y me atrevo a pensar que el mejor camino para la práctica de ese examen es la contemplación atenta de dos importantes zonas de su existencia personal, su condición de español y la efectiva realidad de su trabajo y su obra.

Mirándose a sí mismos, no pocos españoles de los dos bandos contendientes pensarán sincera y honestamente que, en tanto que experiencia personal, la guerra civil no hizo en ellos otra cosa que confirmar su modo de entender el hecho de serlo. No estoy yo entre ellos. A mí, y creo que a muchos, la experiencia de la guerra civil nos ha hecho revisar, para profundizarla o para modificarla, nuestra anterior idea de lo que ha sido, puede ser y debe ser España. Diré sumariamente cómo he vivido tal revisión.

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Hasta 1936, el recuerdo de nuestras guerras civiles no pasaba de ser, para el español medio, simple noticia escolar -muchas veces, ni eso, porque la enseñanza de la historia de España solía terminar con la guerra de la Independencia-, o dato pintoresco, si por azar conocía uno a tal o cual superviviente de la última de ellas. Así oía yo en mi infancia los relatos del tío Valencia, combatiente isabelino en la batalla de Alcolea y rural testigo de lo que después ocurrió. ¿Qué otra cosa sino algo tan lejano e irrepetible como la guerra de las Comunidades o la de Sucesión podían ser las carlistas?

Bien distinta hubo de ser, desde 1936, la visión de nuestro pasado bélico. El hecho terrible de aquella guerra civil hacía ver con agria luz nueva la existencia de las anteriores y obligaba a preguntarse por la razón de su frecuencia. De otro modo no podría entenderse nuestra historia y, lo que es más grave, no sería posible corregir adecuadamente esa nefasta tendencia a la contienda fratricida. Al hilo de esta punzante preocupación, otra no me nos viva había de surgir en un modesto pero resuelto operario de la vida intelectual. ¿Por qué, habiendo sido tan espléndida nuestra contribución a las letras, las artes y las leyes, fue tan escasa nuestra parte en la historia del pensamiento filosófico y científico? ¿Hubo alguna conexión - entre aquel exceso y este defecto?

Promovida por la experiencia de la guerra civil y ayudada en su configuración por lecturas ulteriores, mi respuesta a esas interrogaciones viene sumariamente expuesta en mis libros Una y diversa España, A qué llamamos España y En este país. En lo que de ella es fundamento y nervio -la ya tópica idea de atribuir tal exceso y tal defecto a la constitución de determinados hábitos psicosociales durante nuestra peculiar Edad Media; idea implícita en Unamuno y Ortega, y originalmente explícita y documentada por Américo Castro-, todos o casi todos estarán conformes; en lo demás, tal vez no. Quede aquí el tenia. Ahora sólo me interesaba mostrar cómo el hecho de la guerra civil actuó sobre mi modo de sentir y entender mi condición de español. Así configurado, de él procede mi constante voluntad de ser un peón más en la larga serie de los españoles que desde Feijoo y los Caballeritos de Azcoitia han visto en la educación y en el cultivo de la ciencia el óptimo recurso para que España sea actual y eficaz, sin dejar de ser ella misma. Predicador de esta causa seré mientras viva.

A la revisión de la pertenencia a la historia de España -con el resultado que sea, la reafirmación o la mudanza, deber estricto de todos los españoles para quienes la guerra civil haya sido algo más que un enojoso paréntesis- debe unirse el examen de lo que con posterioridad a 1939 haya sido la obra personal de cuantos ese año ya teníamos uso de razón o de sinrazón. ¿En qué medida y de qué manera ha influido la guerra civil en la ejecución de nuestro oficio? La actividad del escritor, del docente, del funcionario, del hombre de empresa, ¿ha sido cumplida con ánimo nuevo como consecuencia de haber vivido aquel conmovedor trance de nuestra vida colectiva?

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El azar ha puesto ante mis ojos unas palabras del poeta inglés Stephen Spender, escritas cuando más enérgico era el esfuerzo de su pueblo para superar la derrota de Dunkerque: "Nosotros", se dice el vate a sí "sino y dice al resto de los ingleses no combatientes, "¿qué podemos hacer que importe algo?". Quería decir: sin armas en la mano, ¿qué podemos hacer nosotros en esta ardua vicisitud de nuestro pueblo? Con exigencia no menos fuerte, aunque la situación fuese muy otra y la reacción ante ella mueva más a la sonrisa que a la admiración, algo semejante sentía en su alma, en la Valencia de 1922, el Paiporta, pobre torero casi viejo y tragicómico figurante, no pasaba de ahí, en tal o cual novillada nocturna. Vivía entonces Valencia la pena que sobre ella echó la trágica muerte de Manuel Granero, su ídolo. El honor taurino de la ciudad había quedado sin valedor, y el Paiporta, echando sobre sus hombros, nuevo Cayo Octavio, la pesada y honrosa carga de suplir al César difunto, recorría las tabernas suburbanas diciendo muy gravemente a sus contristados contertulios: "Muerto Manolo, hay que arrimarse". Al imperativo de la propia vocación taurina se añadía en el Paiporta otro, que el general menester de su ciudad le dictaba.

No se me oculta que la fuerza de la vocación, el ansia de renombre y el afán de lucro son los motivos que de ordinario impulsan hacia la perfección de la obra propia. Pura obviedad. Pero ante la ruina y el dolor de la guerra y la posguerra, y junto a los no pocos que de la ocasión hicieron granjería o trataron de hacerla, no faltaron españoles que honradamente -ingenuamente, tal vez- se preguntasen a sí mismos, como el poeta Spender y el torero Paiporta: cuando tantos han dado su vida o sus lágrimas, ¿qué debo hacer yo para ofrecer algo a mi pueblo?

Con ingenuidad de arbitrista, más o menos próxima, por tanto, a la de aquel que el cervantino perro Berganza oyó una noche en el hospital de la Resurrección de Valladolid, algo propuse yo a mis compatriotas para compartir equitativamente la grave penuria subsiguiente a 1939 y fomentar la cooperación entre vencedores y vencidos. Con ingenuidad de proyectista de mí mismo, algo concebí y algo hice para que mi deuda de superviviente -recuérdese a Ortega: "Han muerto en estos meses tantos compatriotas que los supervivientes sentimos como una extraña vergüenza de no habernos muerto"- quedase, si no saldada, sí decorosamente aliviada. Allá quedó todo esto, y sería narcisismo senil seguir buceando en los senos del pasado propio.

De modo muy distinto verán la guerra civil los que por niños o por no nacidos apenas tuvieron o en modo alguno tuvieron experiencia de ella. Unos y otros ¿se sentirán movidos, sólo por lo que de ella sepan, a entenderla históricamente y a ordenar su conducta en función de lo que histórica y dramáticamente ella fue? Muy diversa será la respuesta, según la índole personal y la profesión del que la dé. Pero por parte de algunos grupos sociales, a su cabeza el de los políticos y el de los educadores, necesariamente deberá ser afirmativa, si entre sus miembros hay una pizca de verdadera responsabilidad. Porque ellos son los principales constructores de la España deseable y posible; ésa en la cual, sin mengua de la inteligente fidelidad a sí misma, sean definitivamente imposibles el dolor y la vergüenza de la guerra civil.

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