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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

La amenaza demográfica

LA TIERRA alcanzó el domingo una población de 5.000 millones de habitantes. Apenas hay tiempo para enunciarlo: en los tres minutos que puede tardarse en leer esta pieza editorial ya habrá 700 habitantes más. Si la raza humana ha tardado unos millones de años en alcanzar esa cifra, desde unos supuestos Adán y Eva hasta nosotros,, le bastarán unos años para duplicarla: el año 2100 habrá más de 10.000 millones de habitantes. Estas cifras proceden de cálculos de estadísticos y demógrafos más que de una verdadera cuenta o de un censo real: una mitad de las zonas mundiales de máxima población no tiene censos, la mayor parte de sus habitantes ignora su verdadera edad y se establecen mal las relaciones entra natalidad y mortalidad. De la otra mitad, el 50% está mal censado y los datos se refieren a los núcleos urbanos más importantes.Hay una preocupación política que linda con el racismo en esta desproporción de crecimiento: se teme que la civilización occidental -incluyendo en este fluido concepto a la soviética- vaya a ser anegada por la demografía del Tercer Mundo. Aproximadamente 40 conflictos armados -revoluciones, guerras civiles, matanzas raciales o tribales, luchas fronterizas, guerras abiertas- tienen como centro los países de mayor producción demográfica y la lucha por salir del hambre. Estas situaciones aparecen enmascaradas por el conflicto global Este-Oeste, que en muchos casos puede verse como una consecuencia: en realidad, forman parte de él como una superestructura, como una forma de cada uno de los bloques de desviar contra el otro la agitación mundial, de utilizar los puntos estratégicos mundiales y de continuar absorbiendo las materias primas. Pero este 18% todavía sólido de la población del mundo está recibiendo ya las consecuencias del revolucionarismo de los países que producen más habitantes que recursos para mantenerlos: no sólo en sus presupuestos y en sus carestías, sino en su propia configuración. Cada día llegan a la zona alimentada del mundo millares de emigrantes que huyen del hambre, y esto está implicando un cambio de civilización y costumbres en las áreas centrales de los países bien dotados, sobre todo en aquellos que fueron un día metrópolis dé grandes, imperios y que reciben ahora obligatoriamente a los nietos de sus colonizados. Las nuevas leyes conservadoras, de política sexual, familiarista, natalista, y los nuevos diques contra la inmigración obedecen al deseo de evitar el envejecimiento de los países de la zona superior. Reagan y Thatcher dan la cara en esa ideología, pero otras muchas sociedades están haciendo lo mismo con mayor hipocresía, con leyes de extranjería o fomentos a la natalidad. El choque de este natalismo europeo con la producción de desempleos por la conversión de la energía humana y mineral en multiplicación electrónica es un factor más de desequilibrio.

Ese revolucionarismo exterior se está conteniendo a duras penas por la fuerza de las armas o por el azuzamiento de partes de esa población desesperada contra otras igualmente desesperadas, pero el propio sistema interno del grupo de países ricos se está deteriorando ya. Los países privilegiados ven crecer desmesuradamente sus ciudades por unas periferias trágicas e inmensas. Aumentan los índices de peligrosidad social, la delincuencia, el trabajo negro y todas las formas de prostitución: femenina, masculina, infantil. Se crean formas de contagio: la moda que antes era imitativa de las clases más altas (incluyendo en moda, sobre todo, las formas de cultura o de convivencia) mimetiza ahora las costumbres de esos grupos de población. Es también un efecto del paro, de la desescolarización, de la quiebra de ideologías y de creencias: del tercermundismo a domicilio. Es decir, que la zona occidental del mundo no sólo recibe a esos fugitivos de la miseria, sino que los produce entre sus propios oriundos.

Las propuestas del Instituto de la Población tienden a que se estabilice la población mundial. Se considera como una cifra máxima de habitantes la de 6.000 millones (se habrán sobrepasado el año 2000); aun así, sólo sería soportable si, al mismo tiempo que se estabiliza, se producen otros medios de albergue y reparto: creación de ciudades, construcción de industrias sostenidas con mano de obra, multiplicación gemométrica de los productos más o menos sintéticos de alimentación, producción de viviendas con mínimos de abrigo. Estas propuestas chocan, por una parte, con los conservadurismos natalistas de nueva moda; pero sobre todo, con la dinámica de vida. No hay tiempo ya para paralizar el crecimiento demográfico ni medios suficientes para implantarlo en los países subdesarrollados. La idea de dejar a estas grandes capas de población que se consuman a sí mismas dentro de unas fronteras estrechamente vigiladas, matándose entre sí o muriendo por el hambre y las enfermedades de la miseria, es totalmente repugnante, pero es la que se está llevando a cabo.

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Aparte de repugnante, parece ya totalmente insuficiente. Cualquiera que lleve vivido más de medio siglo conscientemente sólo tiene que mirar en torno suyo, y a su receptor de televisión, para comprobar que no solamente hay un futuro amenazador, sino que la catástrofe está ya sucediendo en el presente.

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