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PAMPLONA: FERIA DEL TORO

Llegó la ola

ENVIADO ESPECIALSiete días ha tardado en llegar la ola a Pamplona. Se trata de la ola mexicana, naturalmente, la que popularizó el Mundial de fútbol. Hasta ayer los mozos no habían caído en la cuenta de que existía, y de sus posibilidades, y se le augura un esplendoroso futuro, pues con la ola se lo pasaron bomba.

Bueno, en realidad, todos nos lo pasamos bomba con la ola. Empezaron los de andanada y la continuó la plaza entera. "iOooh!", rugía el graderío, mientras por filas iba poniéndose en pie, los brazos en alto. Toda la afición, público en general y militares sin graduación gozaba, "¡oooh!", y Emilio Muñoz, en la palestra, debía de estar rezando para que durara, pues así la gente no advertiría el petardo que estaba pegando.

Domecq / J

A. Campuzano, Muñoz, EspartacoToros del marqués de Domecq, bien presentados, que dieron juego. José Antonio Campuzano: media estocada caída perdiendo la muleta (ovación y salida al tercio); pinchazo y descabello; la presidencia le perdonó un aviso (ovación y salida al tercio). Emilio Muñoz: dos pinchazos y bajonazo descarado (bronca); bajonazo escandaloso (bronca). Espartaco: tres pinchazos y bajonazo escandaloso (aplausos y salida al tercio); pinchazo y bajonazo (oreja). Plaza de Pamplona, 12 de julio. Séptima corrida de feria.

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Pero la gente sí lo advirtió. Y después de la ola vino la bronca. Afición, público en general y militares sin graduación estaban irritadísimos con la actuación del picador de Muñoz, que había descuartizado vivo al torazo del marqués de Domecq. El acorazado individuo del castoreño, cuando acabó la matanza, tuvo que poner a trote el percherón para escapar de una rociada máxima de mendrugos, barras de pan, hielo, fruta, botellas, que las peñas le tiraron apuntando al castoreño, y fuerte, por si pillaba lo de debajo también. Escapó. Sin embargo, la gente no es tan ingenua y sabía que quien manda la acorazada es el general, en este caso Emilio Muñoz, a quien vino muy bien que le convirtieran el encastado torazo en albóndigas. Sólo que hasta hecho albóndigas tenía casta, y Muñoz no se atrevió a pasárselo por la faja ni una sola vez.

Crítico momento el que atraviesa Muñoz, cuyo sonado fracaso en la última feria de San Isidro hizo puente con el de ayer en Pamplona. Fracaso mayúsculo sobre todo en el quinto toro, que ése ya era fofón manejable, y tampoco acertó a templarle la embestida, ni a ligarla; ni siquiera a aguantarla con las zapatillas asentadas en la arena.

Otro toro importante fue el que abrió plaza; bravo en varas, codicioso, alegre y con una encastada nobleza para la muleta, a la que acudía al primer cite. No se trataba del borrego sumiso, sino del toro bravo que da emoción a la lidia, y precisamente por eso no era fácil torearlo con la pulcritud que requiere el toreo de arte. José Antonio Campuzano le dio muchos pases, acelerados, incoloros u horribles cuando se trataba de naturales, pues en cuantos dio el pitón le tironeaba violentamente la muleta. Pese a su voluntad, Campuzano no hizo honor al gran toro que tenía delante, y en lugar de esmerarse le aplicó ese toreo de consumo habitual en los diestros mediocres de esta hora. El mismo trato dio al cuarto, cuya nobleza ya era más pajuna, y empleó los 10 minutos reglamentarios en pegar derechazos a cientos, algunos naturales, molinetes de alivio, rodillazos para la galería.

Virtuoso del rodillazo fue Espartaco, que lo prodigó en sus dos faenas. Este torero es muy para Pamplona y para cuantas plazas agradece el público que los diestros sean bullidores, sonrientes y extravertidos. Luego, si los pases salen mejores o peores, ya es para la cuenta de eruditos en la materia. Le desbordó a Espartaco la casta del tercero, en el que rectificaba los pases, y pocos dio con temple. En cambio, aprovechó la suave nobleza del sexto para ligar multitud de derechazos, ponerse de rodillas cada dos por tres, citar de espaldas y toda esa gama tremendista que provoca en el tendido pasmos y delirios.

Mató Espartaco a bajonazo limpio; Emilio Muñoz, también. Lo cual no importó a nadie, pues la tarde se había puesto triunfalista y había una euforia general, palpable, paladeable, audible, incontebible, que se desfogaba en olas gigantescas, "¡oooh!", y el coso pamplonés, ayer agrisado por los negros nubarrones de tormenta, se convertía en un atemporalado océano.

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