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Onetti en la mira de los exegetas

En 1979, la publicación en España de la novela Dejemos hablar al viento desató un aluvión crítico y también un cruce de interpretaciones que acaso hayan asombrado a su autor, Juan. Carlos Onetti. Conociéndolo,y conociendo también su vocación de ermitaño cultural, es fácil conjeturar que se haya dicho: "Dejemos hablar al viento de la crítica", y simplemente se haya embarcado en otra novela de su vasta saga.Es indudable que Onetti, con su hábito de ir conectando, palmaria o subterráneamente, los personajes y los lugares de sus novelas, constituye una especial tentación para los críticos e investigadores. Quienes en distintas épocas nos hemos, ocupado de su obra; casi siempre caímos en esa red de comunicaciones estructurales, en esa interfoliación de personajes, en ese afán de colacionar las distintas edades y apariciones de todos los Brausen y los Larsen que en su mundo han sido.

Ahora bien, cuando el enfoque provenía de críticos rioplatenses, que por lo general. sabían separar la paja del grario en la Santa María de tantos desamores, un Onett esencial salía casi siempre desovillado y esclarecido. En el presente, tanto Onetti en persona como su obra publicada han traspasado las fronteras del solar (montevideano o bonaerense) de origen. Del traslado personal cabe responsabilizar sobre todo a la. dictadura uruguaya (ahora afortunadamente cancelada), que hace algunos años encarceló a Orietti por el singular delito de haber integrado un jurado del semanario, Marcha, que premió un cuento de Nelson Marra, entendido por los censores castrenses como un mero clircunloquio sobre la muerte violenta de un connotado torturador. Cuando por fin recuperó su libertad, la permanencia en Montevideo se hizo insoportable para el novelista, calificado entonces de "pornógrafo" por las autoridades militares. Ya en España, el merecido prestigio y la amplia divulgación de sus libros no fueron inmediatos. En realidad, pasaron algunos años desde su obligado afincamiento en Madrid hasta que la crítica y el lector españoles se decidieron a abordar ese mundo, tan peculiar, de taciturnos existenciales.

Fue, sin embargo, a partir del Premio Cervantes, que le fuera concedido en 1980, que la fama de Onetti volvió a cruzar el Atlántico, pero esta vez para introducirse en los medios lingüístico-literarios de Estados Unidos. La avalancha de hispanistas e hispanólogos que en incontables colleges y universidades de aquel país dedican tiempo y monografías al estudio de sus novelas, de sus cuentos y hasta de sus viejas crónicas humorísticas asume, por supuesto, otro carácter que el de los viejos y fieles estudiosos onettianos del Cono Sur. Desde El pozo hasta Dejemos hablar al viento, su obra es hoy acribillada con instrumentos lingüísticos, formalistas, existencialistas, intertextualistas, oníricos, semióticos, etcétera.

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Después de todo es explicable que una narrativa tan matizada y rica como la de Onetti autorice todos los tratamientos e interpretaciones, y, pongamos por caso, es casi divertido que un actual indagador denuncie las trampas en que hace algunos años cayera otro estudioso de las trampas de Onetti. En la región onettiana, cualquier analista aCtual se encuentra con que el Nieloz e indiscriminado tránsito crítico está gloriosamente permitido, tiene siempre luz verde, y así las rebanadas de Brausen y las partículas de Díaz Grey son condimentadas o emulsionadas por el nuevo esperanto crítico.

También suele ocurrir que estos eufóricos recién llegados a Santa María tengan una buena información sobre lo que en este campo se ha hecho en otros colleges o en otras universidades estadounidenses, pero padezcan, en cambio, una cultivada ignorancia sobre lo que en América Latina se ha venido escribiendo sobre Onetti desde la aparición de El pozo en Montevideo, o sea, en los últimos 40 años, durante los cuales el novelista caminó -como bien lo señalara Carlos Maggi- "indiferente y pausado, ajeno a la urgencia de su miedo, arrepentido de la misericordia, perfectamente imparcial entre su corazón y el mundo". Después de todo, no está mal que la crítica instalada en el hiperdesarrollo llegue morosamente a descubrir algo que ya estaba descubierto en los indigentes territorios literarios del subdesarrollo.

No está de más dejar constancia de un enfoque probablemente primitivo y elemental, además de limitado y breve, sobre Dejemos hablar al viento. Como anotara Carlos Martínez Moreno, "curiosamente, uno tiene la impresión de que algunas de las mejores páginas de este libro Onetti las había escrito ya. Se asiste a la ilusión de un retrospecto: la de haberlas leído antes. Y es que reposan sobre viejas creencias, sobre sentimientos y credulidades pertinaces, sobre antiguas supersticiones onettianas. La mano y la cabeza de que salen son unas mismas y no se desdicen. Sea como sea, tal constancia no estorba. Porque cuando se está frente a los mejores entre esos momentos, uno sabe con total. certidumbre que muy poca gente -tal vez casi ninguna- puede escribirlos tan bien".

Sin embargo, cuando ahora se asiste a tantos análisis y cateos, a tantos escrutinios y pesquisas sobre esa y otras novelas del notable cronista de la inventada Santa María (anterior, en la geografía imaginaria, a la Comala de Rulfo y al Macondo de García Márquez), uno tiene la impresión de que los personajes de Onetti quedan desamparados y desvalidos. A esta altura, en, el vasto Norte especializado habrán sido abundante y prolijamente fichados, colacionados, computados, clasificados y probablemente archivados, pero quién sabe si alguien se habrá ocupado de ellos como seres humanos, como los individuos huraños y tiernos que efectivamente son, con su carga de amor y su autosanción de desamor.

Siempre que la insaciable legion de críticos desmemenuza, subordina y cataloga a las creaturas de Onetti, me gusta imaginar que esos personajes acaso preferirían la vecindad de un simple lector, alguien que ignorara sus sombríos antecedentes y antiguas apariciones, pero que fuera capaz de comunicarse con sus vaivenes de vida y muerte, con sus breves alegrías y sus largas desolaciones.

En el capítulo 9 de Dejemos hablar al viento, novela en la que Frieda, Juanina, Seoane, Olga y el protagonista Medina componen no un triángulo, sino un pentágono amoroso, el último de los nombrados (pintor sin éxito, ex comisario, ex médico, alcoholista en ejercicio, padre probable, etcétera) le confiesa a un vegetaiano, abstemio y casto, llamado Cristiani: "Ahora yo quiero una ola, pintar una ola. Descubrirla por sorpresa. Tiene que ser la primera y la última. Una o la blanca, sucia, podrida, hecha de nieve y de pus y de leche, que llegue hasta la costa y se trague el mundo. Para eso ando por la playa". Y más adelante: "Tengo que descubrir una ola que se parezca a la última. No pido demasiado. Que se parezca apenas como un feto de dos meses puede parecerse a la mujer que uno quiere. Tengo que descubrirla". Y luego, hablando ya para sí mismo: "El viento aumentaba el frío y de pronto comprendí para siempre, incómodo, lúcido. Yo podía pintar lo que quisiera y hacerlo bien. Campesinos, retratos, el cuadro del Papa que continuaría colgado en la iglesia de Santa María. Pero nunca la ola prometida a Cristiani, la cresta de blancura

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sucia que lo diría todo. Nunca la vida y su revés, la franja que nos muestra para engañarnos".

Pocas veces Onetti ha sido tan sabio y tan riguroso para calificar y diagnosticar ese gran tango existencial que es su mundo narrativo: una ola blanca, sucia, hecha de nieve y de pus. La verdad es que, desde El pozo hasta hoy, ha estado persiguiendo esa "blancura sucia que lo diría todo" y que en definitiva sería "su blancura y su revés". La ha perseguido, tal vez sin alcanzaría, pero el mero hecho de fijársela como objetivo caracteriza de algún modo su quehacer artístico. Y si muchas veces el lector de El astillero o de Juntacadáveres tuvo la impresión de que el cronista imaginero sólo narraba el tenebroso envés de la vida, en esa misma frustránea operación de rescate el haz de la vida se hacía presente como aspiración, como nivel inalcanzable pero visible.

Tengo la impresión de que la nueva ola crítica no ha distinguido aún esta otra nueva ola que Onetti le pone ante los ojos, con toda la blancura sucia de impecable destreza para narrar la desolación. Porque en esa última novela queda más claro que nunca que los personajes de Onetti no se degradan por vocación, sino por una sutil fatalidad que los derrumba, no de un solo hachazo ni por rupturas o amputaciones instantáneas, sino merced a una progresiva cadena de postergaciones, de agobios, de callejones sin salida y a veces sin entrada.

Onetti opone la condición humana al destino insobornable. Su pesimismo esencial, su antigua cara de la desgracia no se origina, como es lógico, en la capacidad de esperanza del hombre, que sigue siendo infinita, sino en la invencibilidad de su destino. Su desolación no viene de que el ser humano (aun un ser humano tan ambiguo como Medina) se dé por vencido, sino precisamente de que nunca admita su derrota total y por eso mismo sea destruido una y otra vez.

Síntoma inequívoco de esa actitud es la relación de Medina con Juanina (pasaje verdaderamente revelador), una muchacha que aparece en la playa soleada y fría, y que trae consigo una prehistoria de cinismo, indiferencia, desorden, resentimiento, etcétera. Nada de ello impide, sin embargo, que Medina crea en ella, admita su inverosímil confesión, se proponga ayudarla. Pero Juanina no justifica la esperanza; Juanina miente, Juanina se va. Y Medina, el descreído, el trajinado, el escéptico, cuenta sin embargo: "La dejé ir y estuve esperando mientras me sentía estafado y moribundo de amor". Así, estafados y moribundos de amor, han transitado en los últimos 40 años los personajes de Onetti, esos receptores de la fatalidad.

Si quienes se limitan a computar y detectar recurrencias narrativas no registraran sólo nombres (que pueden ser neutros), sino también sensaciones y estados de ánimo (que casi siempre son comprometidos), comprobarían que en Onetti cada crueldad comparece con un aditamento de escabrosa compasión; cada propuesta de desidia, con un casi absurdo dinamismo o movimiento hacia un horizonte que, como todo horizonte, es irreal, inalcanzable. Y hasta un final de sórdida ambigüedad como el de la última novela, al tender un cabo casi imperceptible al hermoso título que viene de Pound, reivindica una tímida confianza, y la reivindica a pesar de los débiles sustentos de la realidad inventada y transcripta.

Desde solapistas hasta investigadores, cada vez se tiende más a ver en Onetti a un hierofante de la ruina, a una expresión críptica de un mundo en quiebra. Hay, empero, en los nuevos críticos de Onetti una casi unánime tendencia a eludir uno de los símbolos más evidentes de ese deterioro: la quiebra de un sistema. Una quiebra que no tiene por qué ser la del mundo ni la del hombre como tal. Después de todo, ni la autodestrucción ni la casi abyecta condición de los personajes onettianos llegarían a conmovernos o a aludirnos si no estuvieran construidas alrededor de una propuesta de amor. Por eso, si dejamos hablar al viento, y aunque lo escuchemos desde nuestro cándido infierno, comprobaremos que, como en la cita de Ezra Pound, "ése es el paraíso". Y quizá sea este viento el que en última instancia dé forma a aquella nueva ola tan afanosamente buscada por Medina. Al menos esta deducción no se contradice con el sorprendente hallazgo que la última mujer del comisario-pintor lleva a cabo en el fondo de un armario: "Y pude ver que había un cuadro grande, pintado sobre cartón, que representaba una ola gigantesca, hecha toda con pedazos de blancura distinta. Blancura de papel, de leche, de piel".

La infrecuente operación literaria de Onetti en Dejemos hablar al viento puede haber consistido en extraer (metafórica o literalmente) del armario la sucia blancura de su nueva ola. O también, para decirlo con otras palabras de Medina, en revelarle al lector la vida y su revés.

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