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Después de Chernobil

Uno de los rasgos arcaicos del Estado soviético es su miedo al libre flujo de la información y su obsesiva tendencia al secreto. Los accidentes y las malas noticias de todo tipo se mantienen en silencio. Las raras fotocopiadoras se guardan bajo siete llaves, como armas peligrosas. Esta inercia ocultista se, arrastra desde la época de los zares, cuya corte ya tenía fama de ser la más cerrada de Europa, y tiene bien poco que ver con el marxismo.Precisamente estaba yo en Moscú en septiembre de 1983 cuando aviones de combate soviéticos interceptaron y derribaron un avión comercial coreano con 269 personas a bordo. El mundo se enteró de lo ocurrido porque norteamericanos y japoneses habían grabado rutinariamente la conversación de los pilotos con su base y porque el vuelo KA 077 nunca llegó a su destino. Pero los medios de comunicación soviéticos ignoraron por completo la noticia durante seis días, a pesar de que ya corría de boca en boca por las calles de Moscú. Cuando, finalmente, el telediario de la tarde (Vremya) rompió el silencio fue para leer un escueto comunicado oficial, que a la mañana siguiente sería reproducido sin comentarios por toda la Prensa. Más tarde, el general Ogarkov amplió ligeramente la versión oficial, y ahí se acabó la información. Uno tenía la impresión de estar en la Luna.

En 1957 se produjo una importante explosión en el depósito de residuos nucleares de Kyshtym, en los Urales, como consecuencia de la cual parece que murieron varios cientos de personas, al menos si hemos de dar crédito a la laboriosa reconstrucción de los hechos efectuada por el bioquímico ruso Zhores Medvedev, exiliado desde 1973. En la Unión Soviética misma, todavía no se ha dado a conocer la noticia. En el último y reciente congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética, Gorbachov había anunciado una mayor apertura informativa, pero los hábitos secretistas parecen difíciles de romper. Después de producido el trágico y ya famoso accidente en el cuarto reactor de la central nuclear de Chernobil, el 25 de abril pasado, con la consiguiente explosión, destrucción del edificio y emisión al aire de isótopos radiactivos, los medios de comunicación soviéticos estuvieron tres días sin mencionar siquiera el incidente. Finalmente, y cuando ya los suecos habían detectado la nube radiactiva procedente de Chernobil y la noticia acaparaba las primeras planas de los periódicos occidentales, el inefable telediario Vremya reconoció el accidente en un parco comunicado oficial de 40 palabras. Luego, y en parte al menos bajo la presión de los otros países, se han ido facilitando, con cuentagotas, algunos datos suplementarios y el mismo Gorbachov ha dedicado unas palabras al asunto.

El Estado soviético evita el flujo de la información porque teme la crítica y las protestas. Pero esa ausencia de críticas y protestas, que a primera vista parecería fortalecerlo, de hecho lo debilita. La tragedia de Chernobil no procede tanto del accidente del reactor como de la ausencia de una estructura de contención alrededor del mismo. Todo proceso técnico puede fallar. Por eso, la misión de la estructura de contención no es evitar el fallo o la destrucción del reactor, sino minimizar los efectos de dicho fallo, impidiendo que los isótopos radiactivos se propaguen al exterior. Las críticas y protestas sobre los peligros de la energía nuclear en Occidente han tenido el saludable efecto de que prácticamente todas las centrales nucleares occidentales cuenten con una estructura de contención (a pesar de que ello encarece considerablemente la construcción de las mismas) y de que incluso el accidente de 1979 en la central de Three Miles Island se saldase sin víctimas. La ausencia de críticas y protestas en la URSS ha conducido a que la mitad de las centrales nucleares soviéticas carezca de estructura de contención, lo cual, después de Chernobil, plantea al Gobierno de aquel país un escalofriante dilema.

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El desastre de Chernobil ha venido a dar la razón a los grupos antinucleares y ecologistas, que desde hace tiempo nos advierten de los peligros de las centrales nucleares. Y el anterior desastre de Kyshtym nos recuerda que el grave problema del almacenamiento de los residuos nucleares (algunos de los cuales seguirán siendo radiactivos durante miles de años) sigue aún sin resolver. Sin embargo, ni los ecologistas ni nadie tienen, hoy por hoy, una clara solución de recambio.

La reciente caída de los precios del petróleo puede producir una engañosa sensación de euforia, como si ya hubiésemos superado la crisis energética en que estábamos. En realidad, las reservas mundiales de petróleo), de gas se habrán agotado, a todos los efectos prácticos, dentro de unos 40 años (e incluso antes, a poco que se eleve el miserable nivel de vida de los habitantes del Tercer Mundo). El carbón durará algo más, pero no mucho. Si nuestra producción de energía tuviera que depender exclusivamente de los combustibles fósiles, nuestra civilización colapsaría durante la próxima generación y apenas habría durado 300 años. La egipcia, por contraste, basada en la energía muscular, habría durado 10 veces más.

Las centrales nucleares convencionales de fisión tampoco son la solución definitiva, sino sólo un apaño provisional para retrasar un poco el colapso civilizatorio y dar así tiempo a los investigadores a descubrir o inventar procedimientos más eficaces a largo plazo. En efecto, estas centrales se basan en la fisión de isótopos de uranio 235, la única especie atómica capaz de fisionarse de un modo relativamente fácil. Pero las reservas de uranio son limitadas y, sobre todo, el uranio 235 es un isótopo bastante raro, qué constituye menos del

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Después de Chernobil

Viene de la página 111% de los átomos de uranio de la corteza terrestre.

Ninguna fuente de energía es inofensiva para el hombre ni para el ambiente. Las presas hidroeléctricas destrozan ecosistemas fluviales ricos e irrepetibles, y de cuando en cuando se rompen, arrasando poblados enteros, como pasó, sin ir más lejos, en Ribadelago (España) o en Fréjus (Francia). Las centrales térmicas de carbón contaminan gravemente el aire que respiramos, además de requerir el peligroso trabajo previo de la extracción del carbón, que tantas víctimas produce. En los últimos 30 años, la energía nuclear ha matado a cuatro personas en Estados Unidos, pero la extracción de carbón se ha cobrado 6.900 vidas de mineros. Y, desde luego, las minas de Asturias producen muchas más víctimas que todas las centrales nucleares de España juntas.

El futuro de nuestra civilización (y la consiguiente esperanza de lograr algún día un nivel aceptable de vida para la numerosa población humana) depende de que aprendamos a utilizar las dos fuentes prácticamente inagotables de energía de que potencialmente disponemos: la contenida en la radiación solar y la nuclear del deuterio (isótopo pesado de hidrógeno, abundante en los océanos), obtenible por fusión controlada.

Aunque nosotros no sabemos cómo utilizar la energía solar, las plantas sí lo saben. A lo largo de cientos de millones de años, las plantas han ahorrado y acumulado (en forma de yacimientos fósiles de carbón, gas y petróleo) un ingente capital de energía aprove chable. Nosotros estamos despilfarrando ese capital en apenas tres siglos. Las generaciones venideras sólo nos juzgarán con benevolencia si somos capaces de amortizarlo a base de invertir suficiente dinero y esfuerzo en pre parar las fuentes alternativas de energía (energía solar y fusión nu clear del deuterio), de modo que estén Estas para tomar el relevo cuando los combustibles fósiles y el uranio 235 se hayan acabado.

Para responder a este reto, la humanidad ha de generar información nueva y ha de diseminar libremente información ya adquirida. En definitiva, la energía aprovechable es función de la información disponible. Sólo la conjunción de un mayor progreso científico-técnico, una mayor libertad de información y una mayor conciencia ecológica nos permitirán superar airosamente la crisis energética y asegurar la supervivencia de nuestra civilización (o de cualquier otra que valore el bienestar humano).

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