Parque de Berlín
Los vecinos del barrio han acabado por tomarle cariño al extravagante templo dedicado a Nuestra Señora de Guadalupe, construido a la imagen de un sombrero mexicano, aberración cónica y a veces cómica, que produce inesperadas discusiones sobre arte moderno entre los paseantes del cercano parque de Berlín.El parque se extiende a lo largo y ancho de 50.000 metros, en la confluencia de Príncipe de Vergara con Ramón y Cajal, entre la Prosperidad y el moderno barrio, de las Américas. En su entorno convive también otra ciudad compuesta por colonias de hotelitos, pequeños pueblos, ciudades-jardín, a escasos metros de las grandes moles y de los orgullosos edificios de pisos. Madrid bucólico, superviviente a todas las remodelaciones, donde quedan mínimos huertos y rosaledas familiares. Hace 50 años huertas y fincas de recreo ocupaban por entero la zona, donde poco a poco se fue haciendo la nueva ciudad, moderna y racional, de: escaso interés arquitectónico, dispuesta para albergar a las emergentes clases medias que huían del congestionado casco urbano para instalarse aquí, cerca de los Altos del Hipódromo y de las Cuarenta Fanegas.
Madrid y Berlín comparten el oso heráldico y rampante, legendaria bestia que desapareció hace siglos de estas latitudes, expulsado por el enemigo ancestral de su especie, el homo faber, terrible y voracísimo depredador.
El parque dedicado a la ciudad hermana y dividida, frontera traumática entre los desalmados bloques, es terreno propicio para corredores matutinos, paseantes de perros, pandillas de adolescentes y hordas infantiles; también proporciona acomodo, pese a las protestas de las damas bien pensantes, a algunos clientes del cercano asilo de San Juan de Dios, vagabundos astrosos que se aferran al cuello de sus botellas como última tabla de salvación. Para mayor escándalo de fariseos, el hachís y otras sustancias que trafican los camellos de la Prospe corren de mano en mano entre los juveniles grupos que sestean en los parterres, semiocultos entre las frondas.
Pero la mayor parte del tiempo el parque de Berlín es un parque tranquilo, un remanso burgués.
En las terrazas de los cafés, ciudadanos por encima de toda sospecha claman contra la inseguridad, la droga y los inspectores de Hacienda. De cuando en cuando, un niño sucio y lloroso interrumpe la conversación buscando en el regazo materno protección contra todos los males que lleva consigo la libertad.
Parece como si alguien se hubiera dejado olvidada la rotunda cabeza de Beethoven (Ludwig Van) sobre el incongruente piano de granito. El monumento a la memoria del genio germánico es de tamaño natural y de una fealdad sin paliativos, aunque su sorprendente aparición en un recodo del parque produzca, a primera vista, cierto impacto alucinatorio de pesadilla superrealista, muy lejos de la intencionalidad del olvidadizo artista.
En el parque de Berlín, con algo de suerte, puede verse pasear a Víctor Manuel y Ana Belén cogidos de la mano, o a Miguel Ríos, en pantalón corto, echando carreritas para mantener la forma. También puede visitarse la biblioteca pública instalada en una cabaña, jugar al baloncesto o asistir en el verano a sus fiestas, con quermés y casetas, dos orquestas, sardinas y pinchos morunos. Durante estos días feriados, el parque de Berlín se olvida de su calidad de parque moderno y germánico para inscribirse tímidamente en la nómina del madrileñismo y recupera sus lejanas esencias castizas. Aunque el joven y moderno ejecutivo aún sienta recelo ante la gorra de cuadros y el chotis, pues sospecha que en todo folclor, y más en el espurio fólclor de esta villa, subsiste un punto hortera.
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